OPINIÓN
TRIBUNAABIERTA
Un poeta vive en mi calle. Altolaguirre y el cine
JOSÉ MARÍA BECERRA HIRALDO/PROFESOR TITULAR DE LENGUA ESPAÑOLA DE LA UNIVERSIDAD DE GRANADA
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LA primera vez que se me cruzaron en la mente las palabras Altolaguirre y Cantar de los Cantares me sobresalté. Alguien había intentado llevar al cine un libro complicado de la Biblia. Y ya me enfrasqué en las pesquisas.
Este poeta de segunda fila (no segundón) de la generación del 27 había mantenido una producción poética parca pero interesante, íntima y no de relumbrón, jugosa pero no refrescante, descriptiva y no subjetiva, sobre la naturaleza y no sobre la humanidad. Este juicio me empezó a entusiasmar porque me recordaba a alguien que fue teólogo antes que poeta, escriturista antes que verbalista, y a quien las poesías se le cayeron de entre las manos, como quien no quiere la cosa, como obrecillas. Este poeta, como los de su generación, profesaba la creencia de que la poesía española del momento debía entroncarse con la poesía clásica española, Góngora, Lope, Garcilaso; es más, la poesía del momento debía conectarse con la idea esencial de poesía del siglo de oro: la naturaleza como dios, como final, como síntesis, lo que se ha llamado panteísmo, es decir, sistema de quienes creen que la totalidad del universo es el único Dios.
Cuando Margarita Smerdou habla de código místico, cuando la exposición del centenario destaca la poesía del árbol leñoso (indiferente a los insectos en su corteza, verde y sensible en la copa que tiende a Dios), cuando a lo largo de su poesía surgen alusiones sanjuanistas constantes (perseguir su alma, recorrer caminos de oscuridad, buscar el silencio, elegir la soledad, entrar dentro de sí, apoyarse en términos que tienen que ver con el campo semántico de tinieblas, luz, vuelo, levantamiento, cimas), es que este poeta siempre o a medida que avanzaba en edad desarrolló un cierto sentimiento religioso, a pesar de que su hija Paloma afirme que su padre no fue un fervoroso católico sino una persona sumamente tolerante, que respetaba las creencias de los demás y que esperaba respeto de todos. Pero no recuerda haberle oído hablar de esas cuestiones; era un tema que guardaba para su vida interior. Paloma no tiene ningún motivo para poner en duda que al morir, como contó su tío Carlos, tuviera entre las manos un crucifijo. Parece ser que se lo puso uno de los hermanos de San Juan de Dios, que administraba la clínica donde falleció.
Pienso que la figura del heterodoxo, del fracasado, del exiliado produjo una honda huella en nuestro poeta. Acosado, maltratado por los dos bandos de la guerra civil, él toma partido por la república con lo que sabe hacer, imprimir para otros, publicar lo de otros, favorecer la causa de los leales; tiene que exiliarse, sufre una honda crisis en campos de concentración, parte para La Habana, llega a México, trabaja en imprentas, malvive, vuelve a España, no para de iniciar proyectos editoriales, cinematográficos, teatrales. Lo que se dice un hombre inquieto. Cuando tiene algo interesante en el cine piensa en la madre patria, en triunfar en San Sebastián, en llegar hasta Venecia, pero el coche lo detiene y remata su afán. Está por un lado el convivir con genios poéticos del 27, cuyas obras publica y que adoran al editor (a pesar del odio que se profesan entre ellos) porque les facilita la tarea editorial (¿las penurias económicas de Altolaguirre solo las conocía él!). Está por otro su propia tarea poética y la de Concha Méndez, y la de Gómez Mena (no todo el mundo tiene la suerte de Dámaso Alonso o de Salinas). Está por otro, en fin, su inagotable fuente de ideas, de proyectos, de realizaciones a medias (¿a cuántas puertas tocó? ¿Quién en aquella época llegó hasta Inglaterra para relacionarse con la poesía inglesa, a París para conocer las nuevas corrientes poéticas, a Madrid para saber lo que se cocía en la Residencia de Estudiantes, a América para promover a poetas, artistas, cineastas y escritores?).
Esa sensación de perseguido por unas ideas, por una trayectoria, por una opción, que le hizo deambular, errar durante veinte años por despachos, linotipias y redacciones. Esa sensación de excluido de la nación, de excluido de su círculo de emprendedores, de encarcelado en sí mismo. Ese ansia por volver, por que le restituyan a sí, a los suyos, a su tierra (volver para no regresar). Ese anhelo de decir «ya estoy aquí», como dijo el otro; o de decir «decíamos ayer», como dijo uno (cosa que nunca dijo). Todo esto llevó a Altolaguirre a admirar al poeta de Salamanca, en quien se veía como en espejo.
Tanto admiró al poeta fray Luis que reparó en su comentario al Cantar. Y quiso hacer al mismo tiempo las dos cosas que sabía hacer: poesía y cine. Paloma recuerda la enorme ilusión que sintió por El Cantar de los Cantares. Altolaguirre ha sido el único director que se ha atrevido a llevar al cine este libro bíblico. Un libro que la Iglesia acepta pero no entiende a explicar. Sin embargo, dos cumbres místicas de nuestro siglo de oro lo versionaron; dos iluminados, como san Juan y fray Luis, pagaron con su vida en la cárcel el atrevimiento; Altolaguirre lo ha pagado en la carretera (no quiero ser supersticioso). El hecho es que nuestro poeta solicitó un préstamo a un organismo de cine mexicano de 150.000 pesos para producir la película. Un compañero mexicano me dice que no existe allá ninguna copia de la película ni en la UNAM ni en la Cineteca Nacional. Afortunadamente en la exposición centenaria hay un guión de la película. Los nueve rollos de los 70 minutos rodados iban en el coche de Burgos. La productora era María Luisa Gómez Mena (también murió en el coche). Con fotografía de Omar Marcus, música de Carlos Basurto (de gran fama en México), argumento de Altolaguirre, con textos de fray Luis de León (cantos I a VIII), intérpretes: Isolina Herrera (pastora y monja), Julio Bracho (fray Luis de León), filmada en 1959 en escenarios del Distrito Federal y otros lugares de México, en especial, Cuernavaca, auténtico oasis primaveral, versión moderna de la flecha de Salamanca, versión antigua del huerto del Cantar.
Debo decir que para la Historia documental del Cine Mexicano la película valía poco: «Dudo, francamente, que hubiera interesado mucho ahí o en cualquier otro lugar esta suerte de ensayo sin argumento y demasiado confiado a la belleza de los versos de fray Luis de León, agustino español del siglo XVI a quien la Inquisición procesó por sus versión de El Cantar de los Cantares; no se oyen en la cinta sino partes de ese texto recitadas por voces masculinas y femeninas mientras imágenes del Valle de México (volcanes incluidos), flora y fauna, mar y playa y ruinas prehispánicas, entre otras, se reflejan en dos espejos ante los que escribe el fraile (Julio Bracho). Desde luego, hay cultura y buen gusto en la película, pero eso no la salva del tedio, y uno se explica que una obra así no fuera estrenada». Este crítico desconoce que la cinta fue vista en San Sebastián por el clero de la época, que la aplaudió efusivamente, y el periódico El diario vasco recoge elogios abundantes a la versión del Cantar. Por los comentarios de la muestra donostiarra se deduce que la versión de Altolaguirre fusiona y vincula la vida del agustino con el Cantar y, yo creo, (esa es mi tesis) su vida propia con la del agustino.
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