La Universidad de Granada y la Fundación Francisco Ayala publican un ensayo perdido del autor granadino donde equipara el enfrentamiento entre Pedro el Cruel y Enrique de Trastámara con la guerra del 36
a Universidad de Granada ha editado, en colaboración con la Fundación Francisco Ayala, «La noche de Montiel», un texto del escritor granadino que estaba extraviado desde que fue editado en la Revista de las Indias de Bogotá en 1940. El autor granadino lo perdió. No conservó al parecer el original y ya no pudo recuperarlo.
«La noche de Montiel» es un ensayo que toma como pretexto la aparición de una biografía novelada del mercenario gascón Bertrand du Guesclin, que fue enviado a España junto a sus mesnadas para apoyar la causa del infante de Aragón, Enrique de Trastámara, contra el monarca legítimo, su hermanastro, el rey Don Pedro I.
Desde la primera página, Ayala transforma la supuesta reseña en un análisis dialéctico de los grupos que apoyaban a ambos personajes históricos, proyectando hacia la realidad española de 1940 la discordia y los intereses que en el siglo XIV constituyen ya un espejo de la recién concluida Guerra Civil. Ese paralelismo ha sido recogido por la historiografía posterior. Ayala fue uno de los pioneros en verlo y desarrollarlo en esta reseña que devino en un artículo de fondo.
A continuacion puede leer el comienzo.
Entre los libros que han llegado a mis manos últimamente figura uno, editado en París, que pese a estar inspirado y responder por entero a un interés francés, ha sido para mí estímulo poderoso de emociones hispanas. Se trata de una biografía romanceada de Du Guesclin, el mesnadero bretón del siglo XIV que, para el autor del escrito, M. Roger Vercel, como para toda la historiografía francesa, es -y no sin fundamento- un héroe de la unidad nacional del que se procura hacer dechado de virtudes caballerescas; pero que para la tradición española personifica -también con justo motivo- la deslealtad, y sobre cuyo nombre recae toda la aversión que, a la postre, discierne España al intruso.
Pues este extraordinario paladín -en quien un barrunto de conciencia nacional y una intuición del Estado rara para su tiempo le lleva a servir invariablemente a los reyes de Francia, dirigiendo siempre el esfuerzo de su brazo contra los de Inglaterra, cuyos dominios se extendían por la parte occidental del actual territorio francés hasta la Gascuña, al pie del Pirineo- jugó la parte más notoria de su carrera militar y ganó el cargo y honor de Condestable de Francia sobre las tierras castellanas, siempre sedientas de sangre, ardiendo siempre en odios fraternos, y entonces consumidas en uno de esos incendios que llenan de gloria y de horror las páginas de la historia de España.
Al servicio de los intereses franceses contra los de Inglaterra entró en Castilla don Beltrán para dirimir -transportando al pleito interno e involucrando en él pugnas de poder ajenas- la honda lucha social que se venía desarrollando alrededor del trono de Alfonso XI entre sus hijos don Pedro I, rey legítimo, y don Enrique, el Bastardo, que encabezaban uno y otro bando beligerante.
También el historiador-novelista de hoy, señor Vercel, en cuyo libro no se trasluce el fondo de la contienda, toma partido al lado de don Enrique, sostenido hace seis siglos en su pretensión, y probablemente inducido a ella por el rey de una Francia que se estaba formando: hasta tal punto el juicio histórico está vinculado a los intereses políticos permanentes, y es, como dice con profunda verdad la conocida paradoja, profecía del pasado.
Igual fundamento en la resonancia de hondos intereses históricos, solo que cambiando la perspectiva, habría que atribuir a la irrazonada simpatía hacia la figura de don Pedro que, en oleadas sucesivas a lo largo de los siglos, viene constituyendo en España un testimonio de adhesión popular a la causa perdida de aquel rey. Creo que esta simpatía es un fenómeno digno de ser considerado y esclarecido, porque, si cargada a su vez de barbarie y de drama- como el pueblo español. Ciertamente, ha contribuido mucho ese factor a mantener encendida su memoria: un rey que sube al trono en tierna pubertad, y que desde ese mismo día, aún insepulto el cadáver de su padre, ha de luchar sin tregua contra los asaltos de sus hermanos bastardos, poderosos y violentos; que en el curso de esa lucha se ve obligado a huir de su reino a mendigar apoyos exteriores contra la usurpación; que muere, en fin, en plena juventud, traicionado, sujeto como lobo en cepo, a mano de su propio hermano y enemigo, son circunstancias a propósito para impresionar la imaginación popular. Pero no basta. Llena está la crónica de destinos igualmente dramáticos, muchos de los cuales carecen de eco en la tradición popular, o lo tienen más atenuado, restringido y pobre. La imagen de don Pedro, en cambio, no pierde en fuerza sugestiva a lo largo del tiempo; y tanto sus amores ilegítimos como el lado sombrío y las terribles anécdotas de su reinado han servido de alimento al romanticismo español, prendado de su tinte siniestro y del brío personal de un temperamento dominado por los impulsos naturales. Desde los romances viejos hasta el folletín de don Manuel Fernández y González, pasando por los romances históricos del duque de Rivas, su figura no deja nunca de hacer acto de presencia; y en la blanca fila de las estatuas de los reyes españoles, es la suya una de las pocas capaces de detener al paseante cualquiera, que encuentra un sentido bajo el nombre cincelado a sus pies. bien se piensa, tiene mucho de extraordinario y sorprendente. Ni reyes conquistadores de incontrovertida gloria como San Fernando, ni reyes de obra y fama tan universal como Alfonso el Sabio, resuenan en la conciencia popular española con el relativo vigor y emoción que este don Pedro el Cruel, a cuyos hechos no puede, sin embargo, atribuirse el más pequeño engrandecimiento del reino, ni en cuyo carácter resplandecen especiales virtudes, talentos o cualidades capaces de hacer su personalidad valiosa en sí misma. El bárbaro dramatismo de su destino no es suficiente tampoco para explicar la sostenida atención y la simpatía activa hacia su figura en un pueblo tan cargado de historia -y de una historia tan cargada a su vez de barbarie y de drama- como el pueblo español. Ciertamente, ha contribuido mucho ese factor a mantener encendida su memoria: un rey que sube al trono en tierna pubertad, y que desde ese mismo día, aún insepulto el cadáver de su padre, ha de luchar sin tregua contra los asaltos de sus hermanos bastardos, poderosos y violentos; que en el curso de esa lucha se ve obligado a huir de su reino a mendigar apoyos exteriores contra la usurpación; que muere, en fin, en plena juventud, traicionado, sujeto como lobo en cepo, a mano de su propio hermano y enemigo, son circunstancias a propósito para impresionar la imaginación popular. Pero no basta. Llena está la crónica de destinos igualmente dramáticos, muchos de los cuales carecen de eco en la tradición popular, o lo tienen más atenuado, restringido y pobre. La imagen de don Pedro, en cambio, no pierde en fuerza sugestiva a lo largo del tiempo; y tanto sus amores ilegítimos como el lado sombrío y las terribles anécdotas de su reinado han servido de alimento al romanticismo español, prendado de su tinte siniestro y del brío personal de un temperamento dominado por los impulsos naturales. Desde los romances viejos hasta el folletín de don Manuel Fernández y González, pasando por los romances históricos del duque de Rivas, su figura no deja nunca de hacer acto de presencia; y en la blanca fila de las estatuas de los reyes españoles, es la suya una de las pocas capaces de detener al paseante cualquiera, que encuentra un sentido bajo el nombre cincelado a sus pies.
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