– 75 años de la Escuela de Estudios Árabes.
EL próximo 25 de noviembre se cumplirán los setenta y cinco años de la publicación oficial del Reglamento de la Escuela de Estudios Árabes de Granada, punto de partida técnico de su labor científica que aún prosigue. La propia legislación fundacional estableció que se instalase en la bella Casa del Chapiz, propiedad que fue de los moriscos Hernán López el-Ferri y Lorenzo el-Chapiz, armoniosamente restaurada por don Leopoldo Torres Balbás (1888-1960), a quien tanto deben los monumentos árabes granadinos. En la Escuela me formé y trabajé durante diez años de mi vida universitaria. Pecaría de desagradecido y amnésico si ahora no le dedicara un recuerdo, como ya hice en estas páginas de IDEAL el 14 de febrero de 1982, cuando se cumplía su cincuentenario.
Entré por vez primera en la Casa del Chapiz en la primavera de 1940 para escuchar un curso de poesía arábigo-española o arábigo-andaluza, así se decía entonces, impartido por el profesor de origen checo A. R. Nykl, refugiado en Granada en espera de poder marchar a Estados Unidos. Un mes después, mi inolvidable maestra y amiga, Joaquina Egüaras Ibáñez (1897-1981) convenció a mi fraternal amigo de siempre, Andrés Soria Ortega, que hace poco nos ha dejado, y a mí, de estudiar la lengua árabe. La marcha a Madrid del primer director y creador de hecho de la Escuela, don Emilio García Gómez (1905-1995), casi en vísperas de la Guerra Civil de 1936-1939, la muerte violenta del director accidental, don Salvador Vila Hernández (1904-1936) y otros dos profesores, y las demás circunstancias de tan nefasto conflicto, dejaron desamparada la Escuela. Joaquina fue desde 1939 a 1943 su alma y su cuerpo, amparada en lo que cabía por el director accidental en al periodo 1938-1943, don Antonio Gallego Burín, el secretario, don Alfonso Gámir Sandoval, y el bibliotecario, entonces rector de la Universidad, don Antonio Marín Ocete.
Gracias a Joaquina Egüaras, Andrés Soria y yo fuimos becarios de la Escuela desde octubre de 1940 a diciembre de 1944, si la memoria no me es infiel. Allí nos licenciamos en Filología Semítica, Andrés con Premio Extraordinario; allí empecé el borrador de mi tesis doctoral, que me dirigió don Emilio García Gómez, di un curso o dos de Filosofía Medieval; en 1949, Vicente Vázquez Ruiz compuso a mano el índice de términos en grafía árabe del primero de mis libros, La Metafísica de Avicena; en fin, cuando marché de catedrático a Salamanca, mis maestros y profesores, mis compañeros, alumnos y amigos me despidieron con una grata fiesta un día de mayo de 1950. Todo ello sin que tarde alguna faltase al regalo del ocaso del sol tras las torres de la Alhambra, visto desde las galerías y el jardín de la Casa del Chapiz, el crepúsculo más hermoso del mundo que conozco. Siendo ello tan importante para mí, lo es mucho más por el extraordinario valor científico, cultural y político, en el buen sentido del último término, de la creación y posterior labor de las Escuelas de Estudios Árabes de Madrid y Granada, como legalmente fueron llamadas.
La búsqueda de un centro que acogiera los estudios arábigos e islamológicos fue un largo deseo de los arabistas conocidos como Beni Codera, en razón del apellido del patriarca, don Francisco Codera y Zaidín (1836-1917) y de sus discípulos don Julián Ribera y Tarragó (1858-1934) y don Miguel Asín Palacios (1871-1944), que crearon una escuela abierta, inquieta y trabajadora que muchos otros siguieron, y culminaron don Ángel González Palencia (1889-1949) y don Emilio García Gómez (1905-1995). Sin embargo, fue en Granada donde surgió un movimiento apasionado que reclamaba un centro de estudios árabes. Así, apenas proclamada la Segunda República, el primer ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes de aquella, don Marcelino Domingo (1884-1939), en noviembre de 1931 firmó el Proyecto de Ley que creaba la Escuela de Estudios Árabes en la ciudad de Granada «por conservar más vestigios árabes que ninguna, por su naturaleza espléndida y variada, por haber sostenido en su Universidad, casi sin interrupción, cátedra de árabe, de tradición gloriosa».
A la proyectada Escuela de Granada se unió después la de Madrid, fruto de las gestiones de don Emilio García Gómez, a la sazón joven catedrático de Árabe de la Universidad granadina (tenía entonces veinticinco años) cerca del segundo ministro de Instrucción Pública de la República, don Fernando de los Ríos (1879-1949), catedrático que había sido de la Universidad de Granada y uno de los impulsores de aquel proyecto. Éste se convirtió en la Ley de 27 de enero de 1932 (Gaceta de Madrid del 4 de febrero). Se estableció que la Escuela de Granada fuese «aneja, aunque independiente, de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad granadina». Como he escrito antes, se determinó que la Escuela de Granada se instalase en la Casa del Chapiz. La de Madrid no tuvo sede tan bella ni histórica; se alojó en el viejo caserón del número 60 de la calle de San Vicente Ferrer en la que habían habitado don Julián Sanz del Río (1814-1869), introductor del krausismo en España, y don Francisco Codera y Zaidín, antes citado. Allí vivía don Miguel Asín Palacios y en ella siguió hasta comienzos del verano de 1944; el 12 de agosto de dicho año murió en San Sebastián. En 1939 las Escuelas de Madrid y Granada se integraron en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Tras las sucesivas reformas de éste, sólo la Escuela de Granada conserva su nombre original.
La importancia científica de la creación de las Escuelas radica en el carácter pionero de la empresa; unos centros tan específicos como aquellos eran más que raros en el ámbito del arabismo internacional. La revista que recogería una parte de su labor, Al-Andalus (1933-1978) pronto adquirió prestigio mundial. En los difíciles años cuarenta, publicar en ella un artículo era tener nombre propio en el arabismo y la islamología. Las Escuelas empezaron por ser un hogar científico común que evitaba el gran vicio de muchos docentes e investigadores españoles: preferir ser cabeza de ratón en vez de cola de león. Sólo el citar la obra escrita de los que siempre nos hemos sentido ligados a las Escuelas, aún en los años en que ya no teníamos vinculo oficial con ellas, exigiría más de un volumen.
En el aspecto cultural, las Escuelas propiciaron el desarrollo del estudio de amplias zonas de la realidad social del mundo islámico. Era normal que nuestro arabismo empezase en el siglo XIX por lo más visible y próximo: la historia, el arte y la literatura de al-Andalus. Con las escuelas cobraron valor otros aspectos: astronomía, botánica, derecho, filosofía, matemática, medicina, teología y otras más, como la gastronomía, el vestido, el calzado y tocado, y hasta los peinados y afeites de aquellos tiempos. La revista Al-Andalus, su digna sucesora Al-Qantara y numerosos trabajos dan sobrado testimonio de ello.
No quiero, en fin, obviar la importancia política del empeño. En primer lugar, significaba el reconocimiento oficial de que la presencia del mundo del islam no era un mero accidente en la historia de España, sino uno de sus aspectos peculiares. Además, se reconocía que en la creación de la Escuela de Estudios Árabes «Granada, con todo tesón y entusiasmo, lo han venido solicitando incesantemente desde hace años». La inteligencia del profesor García Gómez y la perspicacia del también profesor Fernando de los Ríos consiguieron la integración en la empresa de los Beni Codera, que ya tenían prestigio internacional. No me resisto a recordar algún detalle histórico. Unos años antes, los maestros Ribera y Asín riñeron con don José Castillejo, hombre de la Institución Libre de Enseñanza, por cuestiones más de oposiciones a cátedras universitarias que por problemas ideológicos, y abandonaron el Centro de Estudios Históricos. En 1932, siendo ministro de Instrucción Pública don Fernando de los Ríos, también profundamente formado en la Institución, fue nombrado director de la Escuela de Madrid el más grande de los arabistas e islamólogos españoles, don Miguel Asín Palacios. Don Miguel unía a su condición sacerdotal y su honda espiritualidad cristiana, su ideología monárquica y su amistad con don Alfonso XIII, que le había nombrado sumiller de cortina de la Corte. El saber y el buen hacer se impusieron a lo accesorio, lo que se repitió muchas veces en la ya larga vida de las Escuelas de Estudios Árabes de Madrid y Granada. Quiera Dios que así sea también en el futuro.
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