– La orfandad del Goya
COMO la afligida orfandad en que se encuentra el cine español, tan sujeto como está al auxilio pecuniario, a la renta vitalicia del gobierno, el Goya parece haberse convertido en frugal refrigerio para nuestra comunidad cinematográfica en el tristísimo, desolado paisaje, de una industria que, por más que el Ministerio de Cultura se empeñe en acicalar, presenta unas cifras desoladoras e inquietantes tanto en número de espectadores como en lo que a resultados de taquilla se refiere.
La ceremonia de los Goya, que en los últimos años más se parece a un carrusel de delirios y acechanzas, a imitación y sucedáneo del gran artificio de los magnates de Hollywood -solo que ellos, los estadounidenses, sí cuentan con una industria cinematográfica sólida y adinerada- es una grotesca representación de la realidad de nuestro cine: un negocio que no es tal, una industria precaria sostenida por las subvenciones -con lo que de sectarismo y arbitrariedad esto conlleva- y una constante actitud de lamento y limosneo de cuantos a esta pretendida industria se dedican, a lo que es preciso añadir el dislate quimérico con el que el cine español pretende imitar al estadounidense emulando la ceremonia de entrega de premios, como si al apropiarse de su ostentoso ritual de chanzas mediocres y alfombras rojas se poseyeran automáticamente el glamour y los resultados de una industria que Hollywood sustenta en la inversión y el riego privados.
Así, la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España -también imita de esta manera, con semejante boato, la casa del cine de Madrid a la de Hollywood- en este trance de orfandad otorgará a El orfanato la mayoría de los premios, seguida de Trece rosas; mientras que el resto de los galardones se repartirá probablemente entre Siete mesas de billar francés y La soledad, en la fiesta de los Goyas que tendrá lugar en el Palacio Municipal de Congresos del Campo de las Naciones de Madrid el próximo domingo, 3 de febrero.
Alfredo Landa tendrá su Goya, acaso con numerito incluido. Y Juan Antonio Bayona conseguirá, también, el Goya a la mejor dirección novel, con la misma convicción mediática con que se ha lanzado a Javier Bardem en el fastuoso universo de Hollywood pues ocurre que, con independencias de los valores de calidad y rigor de los profesionales, la parábola del cine se mueve con caracteres políticos, como suele ocurrir en la mayor parte de los ámbitos de la sociedad que nos ha tocado vivir. Sírvanos de ejemplo el propio partenaire de Bardem, Penélope Cruz, el mayor esplendor surgido desde el cinematógrafo español de nuestro tiempo.
Se anteponen, así, a los criterios de calidad, otras valoraciones e intereses creados que a menudo poco o nada tienen que ver en puridad con el buen hacer de los actores y los directores de cine, aunque, claro está, en ocasiones coincide que los premiados son los mejores.
El cine español necesitará, sin embargo, de algo más que unos goyas glamourosos y de un par de actores fulgurantes en la Meca del Cine, aunque ambos recorran la alfombra roja cogidos de la mano, como si anduvieran de protagonistas de una película sonrosada de Walt Disney.
El cine español requiere, para evitar una quiebra inexorable, mejorar sus números y resultados y, sobre todo, cambiar de actitud frente a lo que ha de ser concebido como un negocio, pues una cosa es el cine de autor, la obra de arte, y otra bien distinta el mercado donde inevitablemente han de comercializarse los productos, dado que estamos hablando de películas cuyo mercado potencial es de millones de espectadores.
Si los periódicos o los libros han de concebirse como negocio rentable -con la salvaguarda, claro está, de los derechos de autor correspondientes- las películas han de ser, también, negocio, si de ellas se espera que participen en el entramado económico español en igualdad de condiciones que otras disciplinas empresariales. Y más aún que compitan con el mercado estadounidense o, al menos, con el resto de los países de la Unión Europea.
Para que esto ocurra el Estado ha de abandonar su papel proteccionista y, lo que es peor, su papel de limosnero de una industria cinematográfica que adolece de grandes empresarios, acogidos como están a la subvención, y tan seguros de ella que la mayoría de las empresas de producción cinematográfica no dan luz verde a sus proyectos hasta que no está resuelta la concesión de las subvenciones oficiales.
Las películas españolas han recaudado en 2007 cerca de 78 millones de euros frente a los 514 millones obtenidos por la exhibición de los largometrajes extranjeros. Y esto gracias a que el El orfanato, ha recaudado más de cuatro veces la cantidad que su inmediata seguidora Rec que ha hecho en taquilla algo más de 5 millones de euros, seguida de Las trece rosas que ha obtenido cerca de 4 millones de euros.
A partir del puesto 19, ninguna película española ha llegado a recaudar en 2007 ni siquiera un millón de euros, lo que supone menos de 185.000 espectadores por película.
Con estas cifras es fácil entender que el cine español -que cada año se lava la cara gracias a una cinta con más o menos éxito, aunque se trate de los horripilantes productos de la saga del Torrente- está como dijo hace unos años Pepe Sacristán en unas jornadas celebradas en la Universidad de Granada en encefalograma plano, sostenido por el auxilio pecuniario estatal, por la renta de todos los españoles.
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