Cómplice confesión
Gracias al testimonio de Emilio de Santiago revelamos los secretos de un poema
FIDEL VILLAR RIBOT //FOTOS: EMILIO DE SANTIAGO / GRANADA
Con Emilio de Santiago en una lectura en la galería de arte Laguada, a finales de los 80.
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ACASO una de las mejores Elena Martín Vivaldi se encuentre en los poemas extensos. Y tales textos se hallan básicamente en el libro Cumplida soledad (1958). En concreto, se alude aquí a los poemas heterométricos, pues los conformados en estrofas determinadas ya supusieron una conquista plena en El alma desvelada (1953) que, a su vez, ya venía anunciada desde los inicios poéticos de Escalera de luna (1945). Es cuando el verso fluye con la sonora libertad de un ritmo interno, pero sin la impuesta obediencia a una medida prefijada que responda a un esquema métrico más o menos tradicional. Esta trayectoria culminará de manera excelsa en el libro Nocturnos (1981). Y en Cumplida soledad, nada más abrir el libro, tenemos un sublime ejemplo: Amanecer, una suerte de plegaria que se enuncia tras una noche de desvelo. Y sigue con el prodigio de Este mayo. Y luego, otros similares. Y así hasta llegar a Cuando se anuncia la primavera, de la tercera parte homónima del libro. Este poema es nada menos que la explicación sucinta del motivo poético y donde de forma más transparente se atesora la Elena íntima y más secreta. O sea, cómo nace un poema, en dónde palpita la vida: desde la revelación de un instante hasta su traslación a la imagen verbal por medio de la palabra.
Testimonio fiel
Para comprender mejor aún este magnífico poema se cuenta con la complicidad del arabista y escritor Emilio de Santiago, quien fue testigo fiel del momento en que el poema se ocasionó. Era el día 6 de marzo, Miércoles de Ceniza del año 1957. Emilio de Santiago acompañaba a Elena Martín Vivaldi desde la Plaza de la Trinidad, por la calle Santa Teresa, hasta el Palacio de las Columnas, sede de la antigua Facultad de Letras, donde iba a reunirse con Carmina Villanueva, profesora de Latín Vulgar y bibliotecaria del centro. De todos es sabida la dilecta amistad que compartían.
Pero es que en la rebotica del despacho de ésta se celebraba un conciliábulo habitual al que accedían, entre otros, la archivera Lolita Ibarra y los catedráticos -sabios donde los haya- Emilio Orozco y Andrés Soria. Éste era el auténtico responsable de los comeaos de Elena. En realidad, Elena escribía sus poemas sin cuidar demasiado la puntuación. Y para solventar eso estaba su amigo Andrés Soria, pues le corregía con cuidado esmero los versos: el comeao era poner las comas y demás signos ortográficos más pertinentes.
Aquel día 6 de marzo, en Granada los cines ponían, en el Cervantes, El pequeño ruiseñor, de Joselito; en el Aliatar, Infierno de héroes, de José Ferrer, o en el Coliseo Olimpia El jardín del diablo, con Gary Cooper. Y en IDEAL se destacaba en su primera página esta inquietante noticia: Un famoso cirujano que estudió mucho sobre los efectos del fumar ha muerto de cáncer de pulmón.
Y era la última hora de la mañana de aquel 6 de marzo. Ya antes del encuentro lloviznaba. Así es que, cuando ambos se encontraron, Elena se escondía literalmente debajo del paraguas, con aquella particular manera tan suya de inclinarse hacia delante. Emilio de Santiago tomó entonces el paraguas porque, de lo contrario, era muy difícil esquivar las varillas y se corría el riesgo de acabar con un ojo a la birulé o de hacerse una raya distinta en el pelo. Era una lluvia menuda de principios de la primavera -de esa lluvia tan elenamente nuestra-, que le ponía un paréntesis de ternura al aroma finísimo que perfumaba el ambiente.
Con el breve paso acelerado por la inclemencia, mediada la calle Santa Teresa, Elena se detuvo de repente. En un tapial vencido por los años había una ventana que dejaba ver un jardín. Y entre las pobladas rosas sobresalía un árbol florecido.
Aún con la lluvia, ambos se detuvieron y en el rostro de Elena se dibujó la expresión de dulce sorpresa del que ha hallado una maravilla. Emilio de Santiago ignoraba lo que entonces estaba ocurriendo: con la que caía y ¿Elena se había parado!
Sin decir nada, Elena miró a Emilio de Santiago y esa mirada encerraba todo el secreto revelado que él, en esos momentos, desconocía. Fue apenas un instante, pero ahí cupo todo el sentido de una confesión.
Pero para el adolescente Emilio de Santiago aquella mirada era incomprensible. Y así quedó el asunto desde que retomaron el camino hacia la facultad. Él guardó como un enigma aquella mirada y el instante que, por breve que fue, se convirtió casi en una eternidad indescifrable.
Regalo
Hasta que en el verano de 1959 Emilio de Santiago, obligado al reposo del convaleciente, recibió un primoroso regalo de su madre: la primera edición de Cumplida soledad, publicada por la granadina colección Veleta al Sur. Y el poemario se le hizo libro de cabecera del joven. Su lectura fue una fervorosa dedicación. Pero el gozo sucesivo del lector sufrió el golpe de un hallazgo al encontrarse con el poema Cuando se anuncia la primavera, aquel que comenzaba: «Hoy es de los días / en que yo escribiría una larga carta / y también daría un largo paseo».
Se describía toda aquella vivencia que él había compartido con la poeta hacía un par de años: la mañana, la lluvia, la calle, el árbol florecido… ¿la poesía!
Por este poema -y por tantos otros- se sabe que Elena Martín Vivaldi escribía siempre a partir de un sobrecogimiento. Eso que los románticos llamaron inspiración -y que Bécquer describió en su Introducción sinfónica- es en Elena Martín Vivaldi un estremecimiento o ese fenómeno diacrónico en el que «entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que sólo puede salvar la palabra», como dijo el autor de las Rimas.
El sentido del poema
En el fondo, este poema es un modo radical de la más desnuda confesión. Por eso Elena en estos versos apela explícitamente a una carta más allá del mero recurso literario, en tanto que subvertir la deixis poética habitual del Yo al Tú en un personal juego verbal de confesor a confidente.
Este largo poema encierra pues una serie de claves internas que ahora se está en condiciones de aclarar. Así, a todos los detalles ya mencionados habría que añadir, por ejemplo, la mención de «mi inolvidable profesor de filosofía», que no es otro que el profesor Alberto Gómez Izquierdo (Samper del Sáez , Zaragoza, 6-08-1870 -Granada, 7-02-1930), titular en la Universidad de Granada de la Cátedra de Logística Fundamental desde 1906. Este profesor le inculcó a Elena -que leía perfectamente francés- el pensamiento de Henri Bergson (1859-1941), autor de obras como Materia y memoria (1896) o Duración y simultaneidad (1922). Y para acercar aún más a Elena al mundo de Bergson, su profesor le recomendó oportunamente la lectura de La filosofía de Henri Bergson (1917), de Manuel García Morente.
En Bergson aprendió Elena Martín Vivaldi la concepción explicativa del tiempo como un impulso -élan vital- y el proceso de la percepción como una sucesión ordenada de accidentes.
De hecho, Elena Martín Vivaldi consultó muy frecuentemente la obras de Bergson sobre las que yo tuve la oportunidad de hablar con ella muchas veces: La evolución creadora(1907) o La percepción del cambio (1911). No puedo olvidar toda una tarde en su casa hablando sobre una cita que me había preparado de La risa (1900) y que, traducida, decía: «El arte, pintura, escultura, poesía o música no tienen otra misión que apartar los símbolos corrientes, las generalidades convencionales aceptadas por la sociedad, todo, en fin, cuanto pone una máscara sobre la realidad y, después de apartada, ponerla frente a la realidad misma».
Aunque la poeta no era muy aficionada a la lectura de filosofías, sí que del conocimiento de Bergson ella llegó a pensadores cristianos como Jacques Maritain o Teilhard de Chardin. Pero tampoco se puede olvidar que Bergson le lleva a Elena directamente al pensamiento y a la poesía de Antonio Machado, a los que tan afín se siente.
Vocación de soledad
Este poema nos refiere el hallazgo de la soledad como ese estado en que la vida se identifica única y duele, y la poesía brota con los dones de la palabra. La soledad de Elena es el arco tendido -cálido tacto del recuerdo- entre un capítulo de negaciones particulares y un índice de posesión de ausencias. De ahí que su sentimiento nuclear sea esa soledad que todo lo envuelve y la vocación de secreto revelado que ofrece cada uno de sus poemas.
Al final del texto se nos revela su lugar de redacción. Tras haber escrito esa supuesta carta, Elena anuncia su intención: «Después de romperla / arrojar sus pétalos por esas tristes ventanas de café cerradas». El lugar es el Café Suizo que había en Puerta Real y cuyas «ventanas cerradas» no eran sino inmensos vidrios verticales hasta el suelo, rematados arriba en semicírculo, imposibles de cualquier apertura. Allí, en la habitual mesa de mármol blanco, sobre el que volaban los dedos de Elena -¿ay, la elegancia de las manos de Elena!- con un cigarro Paxton humeando casi de continuo.
Acaso esa carta, en verdad, pudiese haber sido una carta de amor… Pero esa historia -con todas sus cartas incluidas- la guarda Emilio de Santiago como una historia íntima que aún está por contar: «Déjame, amor, dormir eternamente /soñando tu sueño como un ángel caído», según el poema Súplica de su libro Albarán de entrega (1995). Tal vez un día será en otra carta y con la fidelidad de la cómplice confesión. Porque toda la vida de Elena Martín Vivaldi fue, al cabo, un largo paseo -caminante de su edad- y una larga carta-poesía para siempre.
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