TRIBUNAABIERTA
De democracia, mediocres e insignificantes
MANUEL MONTALVO/CATEDRÁTICO DE ECONOMÍA POLÍTICA DE LA UNIVERSIDAD DE GRANADA
Imprimir Enviar
LA historia se puede contemplar como una sucesión de épocas de desencanto para los que viven los hechos de cada día, para los que no dormitan amodorrados por la complacencia, en la indiferencia: es la sensación de que acaece a peor, de que lo inevitable es continua precipitación; pero no por eso, se deben cerrar los ojos, para no ver o sellar los labios para callar o no gritar.
Como las voces llaman a las voces, a ningún entendimiento, mejor es decir con mesura, decir sin llamar a daños de nadie que el devenir político no gana vistas a mejores, como sucede con el problema de la secesión del Estado, el fracaso del sistema educativo o las tenebrosas ruinas de la administración de justicia, cuyas causas se encuentran en la representación política y, yendo a mayores honduras, en la democracia, término convertido en una especie de santo sacramento de bondades y excelencias espirituales que nadie osa poner en tela de juicio so pena de ser condenado a la muerte civil por los devotos demócratas, tan parecidos a aquellos furibundos fieles del franquismo, siempre tan dispuestos a entablar grandes diálogos con los «puños y las pistolas» a poco que cualquiera, sólo fuera con el pensamiento, pecara contra aquella entelequia política y social que fue aquel régimen.
Decía Jenefonte que «la democracia es el reconocimiento de la insensatez». Sus argumentos eran harto diáfanos, fundados en el ejercicio llano de la razón, que repugna cualquier voluntad colectiva regida por un principio aritmético: cuarenta es el doble de veinte y veinte el doble de diez, y de ahí surge la imposición de unas decisiones que no son necesariamente las adecuadas porque aritméticamente cuatro sea el doble de dos o dos que uno. En el uno pueden caber juicios más acordes y acurados que en los mil; pero no es de esto de lo que se trata: volver a lo que es un lugar común en la filosofía clásica desde los mismos presocráticos: una crítica de lo evidente, que llevaría a descalificar los «cuentecillos» sobre el bien común y las excelencias de la democracia de los mejor intencionados, también muy ingenuos, filósofos del siglo XVIII, cuyos presupuestos son parecidos a la «filosofía de un herrero», que con malicia denostaba Schumpeter.
Efectivamente, creer que de la suma de los votos depositados en una caja cerrada, sólo abierta a la luz por una estrecha hendidura, emana el singular prodigio de una bienhadada voluntad es un desatino, a menos que medie la Santa Providencia, lo cual es irracional porque santa o pecadora la providencia es irracional: la democracia no es una cuestión de fe, y si de esa laya se la toma, se convierte en una aberración.
Sentado este punto, la democracia cabe aceptarla y protegerla, pese a su evidente irracionalidad, por los provechos económicos que procura: es un sistema político generador de riqueza al promover cuasi mecánicamente la distribución de la renta, premisa insoslayable para el crecimiento de la riqueza. No podrá haber más para todos si previamente no se reparte lo que hay lo más equitativamente posible entre todos, y ello en un estado de libertades, pues «la miseria aumenta conforme disminuyen las libertades, y a la inversa», enfatizaba Camus.
De aquí que sea necesario descorrer el velo de irracionalidad que cubre la democracia para conocer sus perversiones, que a término la convierten en mediocridad, en el imperio de la mediocridad. Al igual que la democracia abunda en el mejor y mayor reparto de bienes, también actúa espontáneamente favoreciendo la propagación de la mediocridad, hasta el límite que ésta la termina sustituyendo. Es un mal arrasador, de una muy veloz metástasis que copa de la primera a la última de las instituciones políticas, sociales o culturales. Maligna propagación fundada en la simpleza de que los más son más que los menos, pero de todo punto intraducible a que la mayoría sea mejor que la minoría, aserto este con el añadido, e implícito, significante: la mayoría son demócratas; la minoría no lo son porque son menos y han perdido, lo que está a un paso de la consideración de enemigos y a otro más de la imposición del fascismo de los mediocres, que toman a los intelectuales, a los disidentes, como alimañas a la que es preciso extinguir, pues piensan, no se rigen por consignas, poseen voluntad y juicio propios y se rebelan contra el secuestro de la libertad de pensar y decir, que únicamente puede residir en la mayoría, donde entre las brumas del número se oculta una ingente maula de zascandiles, truchimanes y otros malandrines, que diría don Quijote, provocadores de la risa, no de una risa franca, sino del risus purus: huecas, sombrías, carcajadas, como aquellas con las que Demócrito se reía de la condición humana de los infames.
Aprovechando de que los turiferarios de Ortega han sacado a pasear su filosofía cadavérica, seguramente celebrando el aniversario de su muerte y para poner una nota de cordura en el desconcierto político actual, viene a colación traer aquello: «Mírese por donde plazca, el hecho español de hoy, de ayer, o de anteayer, siempre sorprenderá la anómala ausencia de una minoría suficiente. Este fenómeno explica toda nuestra historia, inclusive aquellos momentos de fugaz plenitud».
Sabido es que Ortega representaba la conciencia crítica, también culpable, de la burguesía, incapaz de superar los particularismos regionalistas, de crear una cultura nacional integradora de las diversas españas. Erraba al tomar como causa, en la línea de Gobineau o Chamberlain, de la disgregación y enfrentamiento social la cuestión racial: una germanidad débil. «La gran desdicha de la historia española ha sido la carencia de minorías egregias y el imperio imperturbado de las masas».
Como acertadamente decía Giménez Caballero, Ortega se parecía a la urraca: «Que en un lado pega los gritos y en otro pone los huevos». Gritos no sin razón, para protestar contra una república inmersa en la confusión, en el deterioro, y contra unos políticos que con sus torpezas y veleidades llamaban a la guerra civil. Cómo no recordar a aquellos gabinetes ministeriales hechos de retales de los partidos políticos, mal cosidos y pronto convertidos en harapos de crisis ministeriales. Cómo olvidar a aquel Largo Caballero, sin sentir ni consentir, creído de sus méritos socialistas y a fe sentado en la poltrona presidencial. Cuesta mucho pensar que su ausencia de talento e irresponsabilidad serían superadas por otro presidente socialista.
Bien dice el dicho «en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño». Hoy es hoy, y como hubiera deseado Ortega, las estructuras capitalistas están sólidamente asentadas en España, país rico, sociedad hasta el fondo calada de una ideología burguesa que le confiere firmeza y estabilidad, aunque el problema de las minorías preparadas, o si se quiere, de ausencia de elites, sigue persistiendo, pero con una raíz distinta, que es el de la soberanía de la insignificancia como ya había esbozado Castoriadis.
En el medio de la mediocridad, el mediocre sobrevive gracias a su naturaleza insignificante, con ella se camufla para evitar los ataques y daños de sus camaradas, a la vez que le permite aniquilarles cuando la ocasión le sea propicia. Cuanto más servil, disciplinado y respetuoso sea con las consignas, más insignificante será o más mediano o correcto, en el sentido que estará situado en la mediana de la distribución del partido político, asamblea o claustro. Conforme mayor sea su proximidad a la mediana, su insignificancia aumenta y sus posibilidades de representatividad se elevan: no se distingue de los demás, es medianamente insignificante y universalmente representativo de la mediocridad.
Por lo escrito hasta este punto, nadie podrá creer que se encuentra ante un popperiano, pero eso no quita que se pueda recurrir a su criterio de falsación para demostrar la pertenencia del principio de insignificancia expuesto. Cualquiera a poco que se detenga en falsar esta hipótesis, a través de su propia experiencia podrá hacerla buena, también la contraria: la ausencia de minorías o elites capaces de pensar, crear, dirigir y resolver problemas sociales. Son como un cisne negro, que nadie jamás ha visto y si lo vieran, matarían de un correcto e insignificante disparo.
Descargar