TRIBUNAABIERTA
Granada y la arquitectura contemporánea: otra vez
JUAN CALATRAVA ESCOBAR /DIRECTOR DE LA ETS ARQUITECTURA DE LA UNIVERSIDAD DE GRANADA
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RECIENTEMENTE la opinión pública granadina ha visto, otra vez, cómo se le reclamaba su atención en nombre de la arquitectura. Eso, en principio, debería ser un motivo de satisfacción. Muchos de quienes se dedican a la arquitectura (practicándola profesionalmente, enseñándola, escribiendo e investigando sobre ella) están lejos de sentir esa tentación dictatorial y despreciativa hacia la ciudadanía que con tanta frecuencia se les atribuye; más bien, sueñan con una situación ideal en la que el diseño y la construcción del espacio en que vivimos fuese el resultado de un debate profundo y de un diálogo fluido entre los ciudadanos y los profesionales encargados de materializar sus aspiraciones, de una reflexión colectiva en la que las consideraciones económicas ocupasen su justo lugar, ni más ni menos (desconocer sus exigencias no nos llevaría sino a la utopía), pero no determinasen de manera exclusiva y abusiva el modo de crecimiento de nuestras ciudades.
Y, sin embargo, otra vez, hay que intervenir en una polémica ya viciada desde su propio inicio y hacerlo con la amargura del déjà vu. La intervención de la discordia es ahora, como se sabe, la realizada por el arquitecto Antonio Jiménez Torrecillas en el espacio libre producido por el derrumbamiento de un sector de la muralla del Albaicín. Sobre las burdas descalificaciones que han dado inicio el debate -verdadero eufemismo en este caso- ya se ha expresado con rotundidad en estas mismas páginas J.M. Gómez Acosta, en un tono razonado y sosegado que contrasta con las soflamas de quienes sólo saben reclamar demoliciones de edificios y linchamientos de arquitectos en nombre de no se sabe qué Granada eterna. También el Colegio de Arquitectos ha recordado oportunamente que algo debe funcionar mal en la administración de la ciudad cuando, ante el menor ruido producido por ciertas personas o colectivos cuya representatividad ciudadana sigue siendo una hipótesis por demostrar, aquellos que nada malo vieron en su momento en el proyecto original y otorgaron todas las licencias y vistos buenos necesarios son de repente presa del pánico y comienzan a exigir reformas en el mismo, demostrando, además, una inquietante despreocupación por el uso de los caudales públicos.
Mal proceso es aquel que empieza con la sentencia dictada de antemano y con el reo ya condenado sin posibilidad de defensa -además de vilipendiado con una energía digna de mejor causa-. Sobre Antonio Jiménez Torrecillas podría decir muchas cosas, y todas buenas. Podría recordar, por ejemplo, que suyo es el edificio del Centro José Guerrero, una institución que desde hace cinco años, gracias a la magnífica dirección de Yolanda Romero, viene nutriendo a Granada de cultura artística contemporánea de primera línea. Me limitaré, sin embargo, a señalar, en el terreno que me compete como Director de la Escuela de Arquitectura de Granada, que es un profesor extraordinariamente apreciado justo porque intenta siempre fundamentar su enseñanza de la arquitectura en el sentido crítico, el análisis riguroso y el debate de ideas, alejado de cualquier sectarismo preconcebido (exactamente lo que más se echa de menos en sus contradictores).
Y es que, otra vez, vuelve a ser lamentable que las voces de personas que aman sinceramente nuestra ciudad y que desean lo que creen mejor para ella en lugar de exponer sus argumentos prefieran el terreno del exabrupto al del diálogo y se atrincheren en posiciones numantinas desde las que no cabe sino un discurso monolítico autoconvencido de su propia Verdad. Otra vez más, se yerra en la identificación del blanco. La indignación podría dirigirse a objetivos de mucha más enjundia que esta intervención sobre la muralla del Albaicín. Por ejemplo, a esos Ayuntamientos (y no sólo el de Granada: prácticamente todos, sin distinción de color político) que abdican vergonzosamente de su función pública al renunciar al papel que pudiera corresponderles en la moderación del mercado del suelo y entrar en él como especuladores privados en busca de financiación para las arcas municipales. Podría también alzarse la voz contra ese modo perverso de crecimiento de la ciudad que son las urbanizaciones de adosados, una manera de habitar despilfarradora de suelo y recursos, antiecológica por antonomasia y que, al tiempo que halaga nuestra vanidad de propietarios, supone la muerte de la ciudad entendida como algo más que mero agregado de casas. Podría protestarse con energía contra los eternos retrasos en la configuración de un sistema de transporte público a nivel del área metropolitana. También podrían y deberían ser criticados -siempre, insisto, con argumentos intelectuales y no desde el dudoso terreno del gusto- muchos arquitectos, por ejemplo los que disfrazan sus edificios con una ridícula piel seudo-histórica (un paseo por la costa granadina es muy instructivo al respecto). Igualmente podría haberse hecho algo más que verter escarnio y bilis sobre los famosos minipisos de la ministra de la Vivienda, una valiente propuesta a la que no se le ha dado ni el tiempo necesario para ser concretada y desarrollada y que como mínimo es merecedora de una discusión seria. Pero todo eso son fruslerías: la verdadera cuestión vital para Granada es que a algunos no les gusta -repito: no les gusta, eso es todo- cómo se ha solucionado con un proyecto contemporáneo una abertura en la muralla.
Por supuesto, la crítica puede y debe ejercerse también contra la arquitectura más estrictamente contemporánea (aunque, por otro lado, ¿acaso no es también contemporánea, motivada por argumentos de aquí y de ahora, la opción tradicionalista que propone congelar la ciudad en el siglo XIX?). Es más, la buena arquitectura no puede vivir sin el alimento del debate crítico. Mal asunto sería denostar el fundamentalismo de los nostálgicos sólo para sustituirlo por otro de diverso cuño. Pero si queremos discutir sobre arquitectura con conocimiento de causa, recordemos que la verdadera materia de la arquitectura es el espacio y la relación con la ciudad y el territorio, no la estética de las fachadas. Estudiemos con ojos libres de prejuicios las numerosas y brillantes contribuciones que la arquitectura contemporánea ha hecho a Granada. Recordemos, por lo demás, que toda ciudad es siempre contemporánea y que su vida se basa en un inevitable ciclo de destrucción-construcción, de memoria consolidada e innovación. Nada es más necesario hoy que la conservación de la memoria histórica. Pero la memoria de un pueblo deja de jugar su papel de progreso cuando se retuerce su sentido para alzarla como dique contra una modernidad que venga a turbar nuestra plácida paz de última provincia en renta per capita. Bienvenida sea, pues, la polémica. Discutamos de arquitectura desde la confrontación de ideas y desde el reconocimiento de la existencia legítima de diversas sensibilidades y opciones, no desde la descalificación mutua, y armémonos de argumentos para un debate sereno que, lejos de ser un lujo intelectual prescindible, es hoy para nuestra ciudad una necesidad perentoria. Espero y deseo que en este proceso pueda tener un papel significativo la contribución de la Escuela de Arquitectura de Granada, que concibe su función no sólo de puertas adentro, para la formación universitaria de los futuros arquitectos, sino también con una vertiente insoslayable de intervención en los problemas de la ciudad.
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Granada y la arquitectura contemporánea: otra vez
JUAN CALATRAVA ESCOBAR /DIRECTOR DE LA ETS ARQUITECTURA DE LA UNIVERSIDAD DE GRANADA
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RECIENTEMENTE la opinión pública granadina ha visto, otra vez, cómo se le reclamaba su atención en nombre de la arquitectura. Eso, en principio, debería ser un motivo de satisfacción. Muchos de quienes se dedican a la arquitectura (practicándola profesionalmente, enseñándola, escribiendo e investigando sobre ella) están lejos de sentir esa tentación dictatorial y despreciativa hacia la ciudadanía que con tanta frecuencia se les atribuye; más bien, sueñan con una situación ideal en la que el diseño y la construcción del espacio en que vivimos fuese el resultado de un debate profundo y de un diálogo fluido entre los ciudadanos y los profesionales encargados de materializar sus aspiraciones, de una reflexión colectiva en la que las consideraciones económicas ocupasen su justo lugar, ni más ni menos (desconocer sus exigencias no nos llevaría sino a la utopía), pero no determinasen de manera exclusiva y abusiva el modo de crecimiento de nuestras ciudades.
Y, sin embargo, otra vez, hay que intervenir en una polémica ya viciada desde su propio inicio y hacerlo con la amargura del déjà vu. La intervención de la discordia es ahora, como se sabe, la realizada por el arquitecto Antonio Jiménez Torrecillas en el espacio libre producido por el derrumbamiento de un sector de la muralla del Albaicín. Sobre las burdas descalificaciones que han dado inicio el debate -verdadero eufemismo en este caso- ya se ha expresado con rotundidad en estas mismas páginas J.M. Gómez Acosta, en un tono razonado y sosegado que contrasta con las soflamas de quienes sólo saben reclamar demoliciones de edificios y linchamientos de arquitectos en nombre de no se sabe qué Granada eterna. También el Colegio de Arquitectos ha recordado oportunamente que algo debe funcionar mal en la administración de la ciudad cuando, ante el menor ruido producido por ciertas personas o colectivos cuya representatividad ciudadana sigue siendo una hipótesis por demostrar, aquellos que nada malo vieron en su momento en el proyecto original y otorgaron todas las licencias y vistos buenos necesarios son de repente presa del pánico y comienzan a exigir reformas en el mismo, demostrando, además, una inquietante despreocupación por el uso de los caudales públicos.
Mal proceso es aquel que empieza con la sentencia dictada de antemano y con el reo ya condenado sin posibilidad de defensa -además de vilipendiado con una energía digna de mejor causa-. Sobre Antonio Jiménez Torrecillas podría decir muchas cosas, y todas buenas. Podría recordar, por ejemplo, que suyo es el edificio del Centro José Guerrero, una institución que desde hace cinco años, gracias a la magnífica dirección de Yolanda Romero, viene nutriendo a Granada de cultura artística contemporánea de primera línea. Me limitaré, sin embargo, a señalar, en el terreno que me compete como Director de la Escuela de Arquitectura de Granada, que es un profesor extraordinariamente apreciado justo porque intenta siempre fundamentar su enseñanza de la arquitectura en el sentido crítico, el análisis riguroso y el debate de ideas, alejado de cualquier sectarismo preconcebido (exactamente lo que más se echa de menos en sus contradictores).
Y es que, otra vez, vuelve a ser lamentable que las voces de personas que aman sinceramente nuestra ciudad y que desean lo que creen mejor para ella en lugar de exponer sus argumentos prefieran el terreno del exabrupto al del diálogo y se atrincheren en posiciones numantinas desde las que no cabe sino un discurso monolítico autoconvencido de su propia Verdad. Otra vez más, se yerra en la identificación del blanco. La indignación podría dirigirse a objetivos de mucha más enjundia que esta intervención sobre la muralla del Albaicín. Por ejemplo, a esos Ayuntamientos (y no sólo el de Granada: prácticamente todos, sin distinción de color político) que abdican vergonzosamente de su función pública al renunciar al papel que pudiera corresponderles en la moderación del mercado del suelo y entrar en él como especuladores privados en busca de financiación para las arcas municipales. Podría también alzarse la voz contra ese modo perverso de crecimiento de la ciudad que son las urbanizaciones de adosados, una manera de habitar despilfarradora de suelo y recursos, antiecológica por antonomasia y que, al tiempo que halaga nuestra vanidad de propietarios, supone la muerte de la ciudad entendida como algo más que mero agregado de casas. Podría protestarse con energía contra los eternos retrasos en la configuración de un sistema de transporte público a nivel del área metropolitana. También podrían y deberían ser criticados -siempre, insisto, con argumentos intelectuales y no desde el dudoso terreno del gusto- muchos arquitectos, por ejemplo los que disfrazan sus edificios con una ridícula piel seudo-histórica (un paseo por la costa granadina es muy instructivo al respecto). Igualmente podría haberse hecho algo más que verter escarnio y bilis sobre los famosos minipisos de la ministra de la Vivienda, una valiente propuesta a la que no se le ha dado ni el tiempo necesario para ser concretada y desarrollada y que como mínimo es merecedora de una discusión seria. Pero todo eso son fruslerías: la verdadera cuestión vital para Granada es que a algunos no les gusta -repito: no les gusta, eso es todo- cómo se ha solucionado con un proyecto contemporáneo una abertura en la muralla.
Por supuesto, la crítica puede y debe ejercerse también contra la arquitectura más estrictamente contemporánea (aunque, por otro lado, ¿acaso no es también contemporánea, motivada por argumentos de aquí y de ahora, la opción tradicionalista que propone congelar la ciudad en el siglo XIX?). Es más, la buena arquitectura no puede vivir sin el alimento del debate crítico. Mal asunto sería denostar el fundamentalismo de los nostálgicos sólo para sustituirlo por otro de diverso cuño. Pero si queremos discutir sobre arquitectura con conocimiento de causa, recordemos que la verdadera materia de la arquitectura es el espacio y la relación con la ciudad y el territorio, no la estética de las fachadas. Estudiemos con ojos libres de prejuicios las numerosas y brillantes contribuciones que la arquitectura contemporánea ha hecho a Granada. Recordemos, por lo demás, que toda ciudad es siempre contemporánea y que su vida se basa en un inevitable ciclo de destrucción-construcción, de memoria consolidada e innovación. Nada es más necesario hoy que la conservación de la memoria histórica. Pero la memoria de un pueblo deja de jugar su papel de progreso cuando se retuerce su sentido para alzarla como dique contra una modernidad que venga a turbar nuestra plácida paz de última provincia en renta per capita. Bienvenida sea, pues, la polémica. Discutamos de arquitectura desde la confrontación de ideas y desde el reconocimiento de la existencia legítima de diversas sensibilidades y opciones, no desde la descalificación mutua, y armémonos de argumentos para un debate sereno que, lejos de ser un lujo intelectual prescindible, es hoy para nuestra ciudad una necesidad perentoria. Espero y deseo que en este proceso pueda tener un papel significativo la contribución de la Escuela de Arquitectura de Granada, que concibe su función no sólo de puertas adentro, para la formación universitaria de los futuros arquitectos, sino también con una vertiente insoslayable de intervención en los problemas de la ciudad.
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