HACE 200 años le preguntaron a Napoleón qué pensaba de China. El emperador francés respondió: «Allí duerme un gigante. Dejémoslo que duerma, porque cuando despierte se moverá el mundo entero». Ese día ha llegado. En estos momentos, tal vez sea más acertado decir que el culpable del ‘terremoto’ de Occidente sea nuestra propia caída, esos tres años de turbulencias financieras que hasta se nos ocurre ‘celebrar’ rememorando la intervención de los grandes bancos de Europa, Estados Unidos y Japón de aquel fatídico 9 de agosto de 2007.
Pero seamos justos. Mientras unos luchamos por recuperar derechos y posiciones perdidas, otros avanzan de manera trepidante. A comienzos de semana, China arrebató a Japón 40 años de hegemonía como segunda potencia económica mundial. Un país oficialmente en desarrollo ha registrado en primavera un PIB de 1,34 billones de dólares y nadie descarta que pueda robar el primer puesto a los americanos.
Un par de días más tarde, el popular ranking de Shanghai constataba el auge de sus universidades. Este año se han colado 34 centros entre los 500 primeros del mundo cuando en 2004 apenas había 16. Estados Unidos y Gran Bretaña siguen acaparando el ‘top ten’ y las españolas se hunden. Más bien seguimos donde estábamos, en la rutina de la inercia, mientras los demás suben. Ninguna universidad de nuestro país está ya entre las 200 mejores, sólo las de Barcelona, Madrid y Valencia se sitúan entre el 200 y el 400 y, en la cola, las de Granada, Santiago de Compostela y Zaragoza. La de Sevilla, que hace un año formaba parte del ranking, se descuelga.
¿Qué ha ocurrido? Primera interpretación: el ranking no sirve. Ni siquiera está bien hecho. Lo han preparado los chinos para favorecer a sus centros y ahí están los resultados. Segunda interpretación: el ranking no es representativo de nada. Tener, por ejemplo, un premio Nobel no es indicativo de nada. Tercera interpretación: analizándolo bien, no está mal del todo. El tono medio es bastante aceptable…
Dejando a un lado los argumentos reduccionistas, que sólo llevan al absurdo, podríamos preguntarnos: ¿no es significativo saber cuántos investigadores de reconocido prestigio tiene la UGR? ¿Y la cantidad de artículos publicados en las revistas de mayor impacto internacional? Lo preocupante, lo grave, no es que no estemos en el ‘top’; es que no hay ninguna estrategia para llegar. Más aún. De todo lo que se analiza, no tenemos ni un solo síntoma positivo. No podemos hacer fichajes, no podemos reclutar a profesores de prestigio, no podemos ‘depurar’ el funcionariado… Desde la función pública es complicado alcanzar la excelencia.
Una salida podría ser las alianzas con el sector privado, con centros que tiraran de la propia universidad. Pero esta estrategia, que sí ha funcionado en Cataluña, no termina de cuajar en Andalucía. Es consecuencia de un modelo universitario, pero también político y social. Salvo en deportes, donde marcamos distancias en fútbol, tenis o baloncesto, nuestra tendencia es igualarlo todo, pero por abajo. Sin agravios, es cierto, pero con un riesgo claro: la mediocridad.
Basta mirar las bases de segunda convocatoria de la Estrategia 2015. ¿La teoría? Modernizar las universidades a través de la excelencia docente y científica, internacionalizar el sistema y apostar por la innovación. ¿La práctica? Un ‘poco’ de excelencia para todas y no tener que enfrentarse a las presiones. Pero no todos podemos ser excelentes. No existe la excelencia para todo el mundo. Hay que discriminar. Aunque tenga un coste político. Hay que decidir dónde queremos estar. Fijar las metas, garantizar un sistema público y, a partir de ahí, competir. Sí competir. Aunque sigamos demonizando una palabra que no significa más que aspirar a ser mejores.
Cierto es que no es el mejor momento. Sólo un dato: cómo puede la UGR fichar talentos si tiene que cerrar en agosto para ahorrar y seguir pagando las nóminas…