TRIBUNAABIERTA
2.-El dogma vasco ¿Un callejón sin salida?
ICOLÁS MARÍA LÓPEZ CALERA/CATEDRÁTICO DE FILOSOFÍA DEL DERECHO DE LA UNIVERSIDAD DE GRANADA
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EL contencioso planteado tiene un agravante peculiar y es la importante dosis de sentimentalidad que la idea de nación conlleva y que desde luego los nacionalismos fomentan. El nacionalismo tiene un núcleo fanático de exclusión y de negación y trata de convertir a la nación en una especie de comunidad de creyentes (J.Keane). Isaiah Berlin hablaba del «nacionalismo apasionado» y estaba convencido de que intentar domesticar los sentimientos nacionales era peligroso porque los nacionalistas reaccionan como la rama doblada que se endereza con violencia, como decía el poeta Schiller. Este dato agrava las dificultades para encontrar una salida a este contencioso.
Pero las dificultades que permiten hablar de una especie de callejón sin salida no están sólo en esta alta dosis de sentimentalidad que lo nacional despierta, sino están también en el siguiente problema teórico-práctico.
Desde el punto de vista teórico el argumento central de esta reflexión no era introducir los argumentos a favor o en contra del derecho del pueblo vasco a su soberanía, ni tampoco -aunque ello sería menos complicado- de referir los fundamentos de la soberanía española sobre Euskadi, aunque algo he tenido que decir al respecto.
No, la cuestión importante y grave que quiero dejar planteada ahora es la enorme dificultad o, quizás mejor, la imposibilidad de que coexistan dos derechos a la soberanía sobre un mismo territorio y una misma población, cuando se hacen planteamientos tan radicales o absolutos como ambas partes en conflicto hacen sobre su derecho soberano. Dos soberanos sobre un mismo territorio y sobre una misma población es una «contradictio in terminis», algo así como un círculo cuadrado. Esto es, el problema de fondo más grave que plantea este proyecto de Estatuto no es quizás la justificación del dogma de la soberanía vasca, sino cómo salir de ese callejón sin salida que es la afirmación de dos soberanías sobre un mismo territorio y una misma población. Ninguna de las partes implicadas parecen dispuestas a reconocer que la otra es más soberana que ella, si es que se puede hablar con rigor científico en estos términos.
Puestas las cosas así, el conflicto puede deslizarse hasta un punto en el que los argumentos legales y políticos se agoten y entonces aparezca como la única vía de resolución del conflicto el principio de efectividad, es decir, sería soberano en Euskadi quien pudiera serlo de hecho. Ello sería indudablemente entrar en los territorios del drama político, pues se habría marginado la razón para resolver un conflicto. La fuerza sería la gran solución, bien en forma de una legalidad aplicada, en este caso la legalidad del Estado español, o bien en forma de resistencia de las instituciones vascas y de aquella parte de la sociedad vasca que está de acuerdo con los planteamientos soberanistas (¿boicot a las órdenes del Estado español?, ¿la Ertzaintza? ¿una Eta renacida y reforzada socialmente).
Llegar a que una soberanía se pueda afirmar sobre la base del principio de efectividad es de una irracionalidad profunda que debiera evitarse. No creo que en el siglo XXI y en el interior de la Europa se puedan producir hoy conflictos políticos de esa enorme gravedad. En todo caso hay diferencias fundamentales entre las dos posibles efectividades. La soberanía del pueblo español está fundada en la Constitución de un Estado democrático de Derecho, mientras que la soberanía del pueblo vasco estaría fundada de manera muy inconsistente en los Pactos de Nueva York de 1996, o se entendería, por lo que se deduce de las argumentaciones de ese nacionalismo vasco radical, como una especie de derecho pre-positivo, por encima y anterior a la Constitución Española de 1978, como una especie de «derecho natural a ser un Estado».
Desde planteamientos relativistas, cabría tal vez una soberanía compartida, solución enormemente difícil en sociedades complejas. Pero esa posible soberanía compartida, que el proyecto de Estatuto simplemente insinúa, se niega rotundamente en artículos muy abundantes y radicales. Así el proyecto de Estatuto Político afirma en su artículo 14 que las relaciones entre ambos soberanos (el Estado español y la Comunidad de Euskadi) estarán basadas «en los principios de lealtad institucional recíproca, cooperación y equilibrio entre poderes». Incluso se refiere a «un proceso de negociación para establecer las nuevas condiciones políticas», pero enseguida añade que todo ello sería para «materializar, de común acuerdo, la voluntad democrática de la sociedad vasca» (Artículo 15.3). Es decir, no hay en este proyecto un planteamiento relativista y flexible del derecho a la autodeterminación del pueblo vasco, porque las escasas referencias que hay a una posible soberanía compartida quedan reducidas a la nada, cuando constante y reiteradamente se afirma que todo lo que se haga en ese sentido habría de respetar, en última instancia, la voluntad del pueblo vasco. Siempre que haya conflictos o desacuerdos, dice el proyecto, las propuestas que resulten serán siempre sometidas «a la ratificación de la sociedad vasca» (artículo 17) e incluso en esos casos se llega a afirmar que la Constitución española es la que ha de ajustarse al Estatuto, no al revés. «El Estado, en el ámbito de la Comunidad de Euskadi, ajustará el ejercicio de las facultades y competencias que le atribuye la Constitución a lo dispuesto en el presente Título» (Artículo 55).
En términos teóricos tan radicales y absolutos con que se expresan ambas partes (por supuesto, una con más razón que otra, en mi opinión) el conflicto tiene, pues, poco arreglo, porque nadie va a reconocer que el otro es soberano en Euskadi. Sin embargo, la política tiene una lógica muy distinta de la que asume la teoría política. Y como yo no soy un político sino un modesto teórico de la política, no propongo soluciones. Para eso están los políticos y los políticos son capaces de sacar conejos de la chistera con tal de evitar conflictos más radicales en los que todas las partes podrían perder. Ésta es la esperanza que me queda.