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Contaminaciones diversas
JUAN CARLOS ZUBIETA IRÚN/TALLER DE SOCIOLOGÍA. UNIVERSIDAD DE CANTABRIA
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Unas 16.000 personas mueren cada año en España debido a complicaciones relacionadas con la contaminación. El dato lo ha proporcionado la ministra de Medio Ambiente, Cristina Carbona. La información anterior debería hacernos reaccionar a todos, pero, ya sabe, si el problema no nos toca directamente no nos inmutamos. Somos tan brutos, y tan egoístas, que sólo reaccionamos cuando nos duele. Yo empecé a ser consciente hace más de veinte años; entonces percibí lo que significa la contaminación. Vivía en Madrid, cerca de la plaza de Cuatro Caminos, y observé que si abría la ventana el ruido de los coches me impedía mantener una conversación dentro de mi casa y, además, que los visillos se oscurecían en poco tiempo. También comprobé que, cuando me sonaba, el pañuelo evidenciaba la porquería que me estaba tragando todos los días. Ahora cada vez que llego a Madrid veo con pena la visera de contaminación que cubre a esta querida ciudad.
Sí, ya sé que lo anterior es una minucia ante problemas como: la contaminación radiactiva que originó Chernóbil, el asunto de las vacas locas, el envenenamiento por aceite de colza, los pimientos cultivados con plaguicidas ilegales (por cierto, al parecer investigadores de la Universidad de Granada han detectado pesticidas en el tejido placentario de mujeres del sur de España), el calentamiento del planeta y la destrucción de la capa de ozono (ya casi nadie lo duda, uno de los principales problemas mundiales es el cambio climático, y la relación entre el calentamiento global y la irresponsabilidad de los seres humanos parece demostrada).
Hoy, con su permiso, no voy a referirme a todos esos gravísimos disparates que hacemos los humanos -en la gran mayoría de los casos los que vivimos en las sociedades opulentas- y que afectan de forma muy acusada al medio ambiente y a nuestra salud. Hoy quiero hablar de contaminaciones menores (algunas no tanto), de pequeñas irresponsabilidades, de desatinos singulares, de costumbres molestas, de comportamientos egoístas e insensatos, que, poco a poco, sumados unos a otros, provocan que la vida sea menos agradable y nuestro hábitat esté más deteriorado. Pondré unos ejemplos.
En una localidad de nuestra región, junto a la playa, se alza un aparatoso hotel, de ladrillo oscuro. Por su volumen destaca de todo el entorno. Lo domina todo, se alza majestuoso y amenazante. Además, por si alguien duda de que ese edificio imponente es el único hotel que existe, por las noches encienden una enorme hache de un azul intenso. ¿Será para que ningún huésped se pierda?, ¿tratarán de impedirme ver las estrellas?, ¿será, simplemente, que sus propietarios tienen mal gusto?
La contaminación lumínica nos impide ver el cielo. La bóveda estelar es una de las grandes víctimas de la técnica moderna, dice H. Reeves. Hoy en día es todo un reto pretender ver desde una ciudad española la Osa Mayor, la Estrella Polar o Casiopea. A los enamorados no les queda más remedio que irse al campo, y cada vez más lejos, para contemplar el firmamento y susurrar palabras tiernas.
En el mismo pueblo que antes aludí, y desgraciadamente en otros muchos de nuestra región, se levantan construcciones que rompen absolutamente la armonía del entorno; la ausencia de un equilibrio, es manifiesta. Algunos se comen la playa, otros pisan el arbolado, otros se comen el monte; el exceso de ladrillo y cemento acaba con la panorámica; todos ensucian. Los feos edificios afean el paisaje, hacen daño a la sensibilidad, contaminan el medio, deprimen. Seguramente uno de los ejemplos más repetidos y antiguo es la vista de Pedreña desde el paseo marítimo ¿no han soñado ustedes con coger una goma de borrar y eliminar ese edificio que rompe todo el paisaje?, claro que hoy en día resulta una nimiedad ante tanto desaguisado.
La relación de edificios que chirrían en su entorno es inmensa. Los adosados que crecen sin orden y concierto apabullan a cualquiera que tenga un poco de sensibilidad. En medio de El Sardinero se levantan algunos edificios que hacen daño a la vista. Cuando desde Mataleñas miro al faro siempre pienso que sobra un edificio. También es muy frecuente la insensatez de tapar las vistas: cualquiera que camine por la hermosa senda de Mataleñas se encuentra con que varios edificios impiden ver la línea del mar, el horizonte, el paisaje. La entrada a Santander desde Astillero es un ejemplo muy claro: las paredes de naves y almacenes ocultan la vista del mar y de Peña Cabarga. Un aspecto menor: la preciosa vista de la bahía, cantada por Gerardo Diego, pintada por Gloria Torner, y alabada por cualquiera, también se ha dificultado por las jardineras que separan la carretera del paseo marítimo (cuando se pasa en coche hay que incorporarse para ver el mar, y muchos forasteros manifiestan su frustración por esa barrera visual, a pesar de que últimamente los responsables de las plantas se esfuercen en limitar su altura y en dejar huecos entre unas y otras). Seguro que usted, amable lector, puede poner mil y un ejemplos, de la ciudad de Santander y de otras localidades y paisajes de la región. ¿Qué hacen algunos arquitectos y responsables públicos que no estudian mucho más el paisaje y los efectos en el mismo de cualquier construcción? Sí, también hay contaminación estética o visual.
Siempre he considerado que junto al catálogo de las maravillas de nuestra región, de los pueblos y de la capital, había que elaborar otro con los disparates construidos y con la destrucción del medio. También sería oportuno que detrás del capítulo de las zonas hermosas y bien ordenadas, estuviese otro con los barrios y pueblos degradados. En el libro de la fealdad habría que incluir un capítulo con los monumentos artísticos, ¿no les parece fea la escultura que representa al Cardenal Herrera Oria? Además, junto con los nombres de los arquitectos y gobernantes que han hecho edificios y obras de infraestructura dignas de elogio y que han contribuido a mantener la belleza del entorno, habría que citar a los responsables de los destrozos. Opino que sería justo que cada cual reciba lo suyo, al mismo tiempo podría ser muy aleccionador.
Hay anuncios, carteles y letreros que, además de cumplir con su función, constituyen una aportación estética y que se integran con el paisaje, el urbano o el natural. El toro de Osborne es seguramente el ejemplo más claro. Por el contrario, cuando uno pasea por el centro de Santander y ve los anuncios que hay junto a la plaza del Ayuntamiento es muy difícil que no tiemble. ¿No les resulta a ustedes horrible el anuncio de Caja Cantabria?
Las sociedades más desarrolladas se preocupan por la calidad de vida y por la búsqueda de un equilibrio entre el hombre y la naturaleza. Entre los valores de la postmodernidad se encuentra la preocupación por la vida sana, por obtener el equilibrio interior, por la salud, por la armonía, por el goce estético. Dicho en otros términos, la sociedad industrial-moderna persigue el crecimiento y atiende poco al coste del mismo; por el contrario, la sociedad postindustrial-postmoderna se preocupa más por la calidad de vida. Es decir, se pasa de la cantidad a la cualidad, del más al mejor, al diferente. Si se admite lo anterior, tenemos que concluir que nuestra sociedad todavía está lejos de las más desarrolladas; somos como nuevos ricos, despilfarramos sin sentido, carecemos de medida y la consecuencia es grave: nuestra Cantabria infinita se deteriora, se afea.
Existe demasiado ruido. Nuestras ciudades son muy ruidosas. Al ruido provocado por los vehículos hay que sumar el de las mil actividades urbanas y, además, el que es producido con toda intención por muchas personas. A muchos españoles les encanta el estruendo (no hay fiesta en la que no se tiren cohetes, tracas o se toquen los tambores). Como a los niños, a muchos lo que más les gusta es tocar la bocina, y pitan y pitan sin parar: al conocido para saludarle y al que se cruza en su camino y le resulta molesto para agredirle. Otros gozan poniendo el aparato de música a todo volumen y bajan las ventanillas para que todo el mundo pueda oír el tachún- tachún o la última canción de Bisbal. Además, no son pocos los que tienen la costumbre de gritar. En muchos bares no se puede oír a la persona que está al lado porque todo el mundo grita, en consecuencia hay que gritar más fuerte. Por la calle hay gente que da tales voces cuando habla por el móvil que fácilmente podría ahorrase la llamada (en esos casos siempre pienso en que el silbo gomero es una magnífica creación cultural). Ese frecuente problema de volumen creo, otra vez, que es produzco de la inmadurez, ¿no se han dado cuenta de que los niños y los adolescentes gritan para casi todo? Mucha gente no ha llegado a la conclusión de que por gritar no se tiene razón. ¿No estaría bien enseñar a muchos el valor del susurro y del comentario a media voz? No soy muy optimista, pero quizá se logre convencer a alguno subrayando que tanto la declaración de amor como el pensamiento profundo se suelen expresar de ese modo, mientras que, por el contrario, el exabrupto y muchas palabras necias se acompañan frecuentemente con el tono elevado (por cierto, ¿no se han dado cuenta de que muchos políticos sólo saben gritar?).
El exceso de luz nos impide ver, el ruido no nos deja oír lo verdaderamente importante, lo feo entristece, deprime. Quizá no esté de más educar a los jóvenes y al conjunto de la población para que protesten contra la contaminación lumínica, la contaminación estética y el ruido. No se trata de un lujo, estas contaminaciones también deterioran nuestro medio y perjudican la calidad de vida. Sí, por supuesto, los problemas más importantes son los que se mencionan al comienzo de este escrito.
Perdón, quizá no esté de más, para concluir, recoger los términos que están asociados con contaminar. El diccionario de María Moliner cita los siguientes: contagiar, infectar, corromper, envenenar, perjudicar, Pervertir y ensuciar, añade el de Joan Corominas. ¿No les parece a ustedes que existe demasiada contaminación a nuestro alrededor? El exceso de luz nos impide ver, el ruido no nos deja oír lo verdaderamente importante, lo feo entristece, deprime. Quizá no esté de más educar a los jóvenes y al resto de la población para que protesten contra la contaminación lumínica, la contaminación estética y el ruido
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