Dios se ha convertido, para algunos, en una vaca de la que se puede sacar leche y queso!». No se asusten, que no es una blasfemia. Lo decía un místico alemán, Eckhart de Hocheim, un dominico simpático y con buena pluma que nació en la Edad Media y ha inspirado a un sinfín de filósofos, creyentes y no creyentes. El bueno de Eckhart se quejaba simplemente del tan traído y llevado concepto del Sumo Creador, al que se exprime hasta la última gota cuando «por definición se escapa a nuestra comprensión». Pero no importa, siempre hay excusa para entrar al trapo y engolfarse en dimes y diretes con motivo de la existencia (o no) de Dios. En pleno siglo XXI, sigue dando mucho juego a la hora de vender libros. Ver para creer.
El último capítulo lo ha escrito Stephen Hawking junto a su colega Leonard Mlodinow en ‘The Grand Design’ (‘El gran designio’), que sale a la venta hoy en Gran Bretaña y ha hecho correr ríos de tinta antes de que nadie haya tenido oportunidad de leérselo de cabo a rabo. ¿De verdad Dios es una idea superflua? Si lo afirma Hawking, alguna credibilidad habrá que darle. ¿O no es para tanto? Toda la tormenta mediática, que va creciendo por momentos, tiene ese punto de partida. Y muy posiblemente se recrudezca con motivo de la primera visita de Benedicto XVI a Reino Unido -justo dentro de una semana-, ya que no faltará quien saque a colación el tema de marras en un país que cuenta con varios científicos obsesionados con el Más Allá. Además del zoólogo visceralmente ateo Richard Dawkins, autor de ‘El espejismo de Dios’, ahora acaba de saltar a la palestra Hawking con su vehemencia habitual. El debate está servido.
Por lo poco que ha trascendido de ‘The Grand Design’ (extractos publicados en el diario inglés ‘The Times’), el catedrático emérito de Cambridge se reafirma en una idea que lleva años defendiendo a machamartillo: Dios no es necesario para explicar el origen del Universo. Es una hipótesis que encaja a la perfección en su forma de pensar, modelada en su infancia por una madre apasionadamente comunista que más tarde le sirvió en bandeja las obras completas del filósofo Bertrand Russell, un ateo militante que dejó clara su posición en ‘Por qué no soy cristiano’. En aquel ensayo, Russell sostenía que ‘(…) la religión cristiana organizada como Iglesia ha sido y es aún la principal enemiga del progreso moral en el mundo’. Quede claro que Hawking nunca ha llegado públicamente a suscribir algo así, pero le habrá dado mucho que pensar.
Pensar se le da de maravilla y su amplitud de miras llama la atención: no sólo teoriza sobre el ‘Big Bang’ o los multiversos (la posibilidad de que existan universos simultáneos), sino que forma parte de la Academia Pontificia de las Ciencias, un organismo que promueve la investigación bajo la protección del Papa. No depende directamente del Vaticano, pero el protocolo de esta institución prescribe que los miembros sean oficialmente elegidos por el Pontífice. Nada, todo hay que decirlo, que cause malestar al autor de ‘The Grand Design’. Hawking no se encomienda ni a Dios ni al diablo. Va por libre. No hay cosa que le cause más placer que darle vueltas sin límites al magín. Incluso hasta salirse de los estrictos confines de su especialidad para adentrarse en esa nebulosa que algunos, como el mismísimo San Agustín, daban por impenetrable… «Si lo comprendes, entonces no es Dios», alertaba el hijo de Santa Mónica, un apasionado de la especulación y los libros igual que Hawking.
La diferencia es que nuestro hombre se dedica a la ciencia y, aun así, no echa el freno. Ya en ‘Breve Historia del Tiempo’, su ‘best-seller’ de 1988, coqueteaba con el concepto de Dios para en última instancia dejarle poquísimo margen de acción. Hoy por hoy, ni eso; lo borra del mapa. Algunos colegas -como el catalán Daniel Arteaga- ya le auguran un gran número de ventas pero, al mismo tiempo, chasquean la lengua. «Ay, este tipo de polémicas le hacen un flaco favor a la Cosmología… ¡Todo este debate sobre Dios se sale del marco científico! Normal que muchos digan que la ciencia se ha convertido en la religión del siglo XXI… ¡Y no es así! Nosotros no estudiamos la naturaleza intrínseca de las cosas ni el sentido de la vida», aclara este joven doctor en Física Teórica por la Universidad de Barcelona, que no tiene reparo en declararse agnóstico.
En su caso, tampoco se trata de una conclusión precipitada; como científico de pro ha reflexionado largamente antes de inclinarse por una opción. «Mire, he pasado por distintas etapas. Algunas cercanas al ateísmo y otras próximas a la religiosidad. Como cualquier ser humano, nosotros también nos planteamos las grandes preguntas sobre la existencia… Y, claro, hay de todo. Tengo compañeros profundamente creyentes, otros son como yo y hay muchos ateos», detalla Arteaga. Puestos a hacer estadísticas a ojo de buen cubero, no le cabe la menor duda de que «la mayoría no tiene fe».
El problema del mal
Lo propio de la ciencia es la cautela. Pisar sobre suelo firme. No obstante, para abrir camino hacen falta hipótesis que luego se confirman o descartan. Pues bien, como recordaba recientemente Jorge Wagensberg, profesor de Teoría de los Procesos Irreversibles en la Universidad de Barcelona, «la no necesidad de Dios es una hipótesis, ¡no una tesis!». O sea, se trata de una conjetura, nada que esté probado. Y eso no hiere la sensibilidad de nadie: baste recordar el caso emblemático del biólogo molecular y genetista Francisco José Ayala, un ex dominico que se define como ‘neodarwinista’. En su trabajo diario prescinde de Dios tranquilamente y, a la hora de posicionarse más allá de la ciencia, no duda en defender su existencia.
¿Religión y ciencia son, por tanto, compartimentos estancos? «Nosotros nos ocupamos de la mente, vosotros del cerebro», solía repetir Juan Pablo II a los científicos, apelando a la típica distinción cuerpo-alma. Una separación que, como es lógico, trae de cabeza a los neurólogos: ¿puede haber mente sin cerebro? En fin, ahí queda el debate. Nada que escandalice al jesuita Juan Antonio Estrada, catedrático de Filosofía de la Religión en la Universidad de Granada: «La ciencia es metodológicamente atea». Su campo de trabajo son los hechos comprobables y punto. Sería un milagro que pudiera probar la existencia (o no) de Dios. «Y sabe lo que le digo, yo creo que la gente de a pie, sobrada de sentido común, tampoco lo entiende perfectamente», añade el teólogo.
A su juicio, la verdadera dificultad para defender la existencia de Dios es otra muy distinta, alejada de la ciencia y tan antigua como el hombre. Lo mismo piensa Javier Leach, director de la Cátedra Ciencia, Tecnología y Religión de la Universidad de Comillas. «El mal es una pregunta sin respuesta». Ahí reside el mayor de los problemas: ¿cómo explicar la existencia de un Dios misericordioso ante la muerte de un niño? Ese dolor remueve los cimientos del alma mucho más que cualquier teoría sobre el ‘Big Bang’ o los ‘multiversos burbuja’ que nacen de forma espontánea en el ‘continuum’ espacio-tiempo.
Juan Antonio Estrada reconoce que, desde la perspectiva cristiana, sólo queda entonces emular la figura de «un hombre que luchó contra el mal y puso en manos de Dios su destino». Aquella figura es Jesús de Nazaret. En definitiva, no hay nada nuevo bajo el sol. Estrada está convencido de que los ‘multiversos burbuja’ y el ‘Big Bang’ no hacen sombra al inspirador del cristianismo. Seguro que le haría gracia el chiste que una vez soltó el premio Nobel de Física Leon Lederman: «¿El origen del mundo? Puuuf, qué difícil. ¡Dios sabe lo que pasó!».
Al tiempo. La ciencia es imparable.
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