– ¿Tiene una pregunta para mí?
NICOLÁS MARÍA LÓPEZ CALERA/CATEDRÁTICO DE FILOSOFÍA DEL DERECHO. UNIVERSIDAD DE GRANADA.
¿TIENE una pregunta para mí? ¿O es que lo sabe todo? ¿Por qué no me pregunta, por qué no nos pregunta, antes de meternos en una guerra o de reformar un Estatuto de Autonomía?
El éxito mediático y el interés político del programa Tengo una pregunta para usted no se pueden discutir. El éxito mediático estuvo en el alto porcentaje de televidentes que lo siguieron. El interés político también fue alto, pero no tanto. Casi se podrían haber adivinado las respuestas. Todos, el uno y el otro, tenían respuestas para todo. Salvo las preguntas más tontas, las más inesperadas quizás, como la del café y la del sueldo, todas tuvieron cumplida respuesta. Faltaría más. Lamentablemente las preguntas tontas fueron las más comentadas en todos los medios.
Pero a lo que voy. La estructura del programa seguía casi fielmente algunos aspectos funcionales de nuestro sistema político. Y uno de esos aspectos es que los políticos tienen respuestas para todo, para todo lo que les pregunten. Se da el caso de que a algunos se les preguntan por qué matan y tienen hasta respuestas para explicar su barbarie. Lamentable pero es así. ¿Para qué les preguntamos entonces? ¿Para que se luzcan? ¿Quizás para que demuestren en público las razones en que apoyan sus políticas? Que se expresen en público y ante mucho público (millones de televidentes) es positivo. Que tengan que decir en voz alta qué hacen, por qué hacen lo que hacen o qué van a hacer tiene sin duda importantes ventajas. Elaborar un discurso racionalmente fundado, aun admitiendo la ambigüedad que tiene la expresión un discurso racional, implica de alguna manera desnudarse políticamente y ese desnudarse puede significar también sentirse avergonzado ante un auditorio que no entiende o no comparte las razones expuestas. Que respondan a nuestras preguntas está muy bien. Por eso el programa en cuestión ha tenido éxito y puede seguir teniéndolo.
Ahora bien, hay una cosa que resulta de difícil digestión, al menos para mí, y es que cuando el político responde a una pregunta, al menos en un programa televisivo como éste, habría que decir que el guiso está ya hecho. ¿Por qué no me ha preguntado antes de hacer lo que ha hecho? ¿Tiene usted una pregunta para mí antes de tomar una decisión? ¿O es posible que usted, político, no tenga nada más que respuestas, que no tenga preguntas que hacernos a nosotros, sus mandatarios? Es el pueblo, el demos, quien tiene que dar al menos las respuestas fundamentales sobre cómo se ordena una sociedad política compleja. Ségolène Royal, la candidata socialista en las últimas elecciones francesas, tuvo una pregunta-guía durante su campaña: «¿Qué queréis que hagamos?». No le han ido bien las cosas, pero sus convicciones democráticas le obligaban prioritariamente a que ella preguntara a la ciudadanía lo que quería que se hiciera.
¿Tiene usted una pregunta para mí? Creo sinceramente que la inversión de la pregunta televisiva no es un juego de palabras para expresar un par de ideas que le interesan a uno, sino quiere indicar que se necesita más democracia en la vida política. No hay que dar todo por supuesto en la representación legítima propia de una democracia representativa. La representación política democrática tiene unas altas y peligrosas dosis de discrecionalidad que muchas veces se convierte en arbitrariedad, aunque siempre subsanable en unas siguientes elecciones.
¿Hacia dónde apunta mi reflexión? Apunta precisamente a la necesidad de superar los déficit de la democracia representativa. No se trata, por supuesto, de suprimirla, ni de cambiarla, sino de implementarla con la democracia deliberativa. Para ello hay que tener en cuenta el siguiente argumento. No hay principios absolutos cuando se va a hacer política. Puede haber principios y valores fundamentales, aquéllos que una sociedad democráticamente se da como base de su orden político. Ellos son las llamadas constituciones democráticas. Pero a partir de ahí los políticos deben andarse con mucho cuidado y no es malo que tengan dudas y que tengan la necesidad de preguntar. En primer lugar, porque esos principios pueden cambiarse. Basta preguntar al pueblo, no que le pregunten a uno: ¿debemos cambiar los principios constitutivos y constitucionales de nuestra vida colectiva? Pero, en segundo lugar, porque en una democracia representativa no basta con presentar un programa y someterlo, por supuesto, al juicio democrático de unas elecciones. Eso es necesario, pero para elaborar un programa e incluso para ejecutar un programa, que muchas veces está lleno de generalidades, hace falta preguntar, con frecuencia y obviamente no sobre todo, ¿qué queréis que haga?, y desde luego hace falta no caer en el funesto paternalismo de que «yo sé lo que quiere mi pueblo» o «a mí me eligieron y ya rendiré cuentas en las urnas de las próximas elecciones».
Que los políticos nos pregunten qué queremos que hagan es la sustancia, en términos propios del programa televisivo aludido, de una democracia deliberativa. Jon Elster (Jon Elster, La democracia deliberativa, Gedisa Editorial, Barcelona, 2000) sostiene que la democracia deliberativa incluye dos grandes principios. Primero: que la toma colectiva de decisiones ha de hacerse con la participación de todos los afectados. Y segundo: que esa toma de decisiones ha de hacerse por medio de argumentos ofrecidos por y para los participantes que están comprometidos con los valores de la racionalidad y de la imparcialidad, que es la parte más propiamente deliberativa de este modelo democrático.
La deliberación es enemiga de cualquier clase de elitismo político, es la fe en la discusión, en el diálogo. La toma de decisiones huye aquí de una representación incondicionada dentro de un plazo de cuatro años y huye también de cualquier solución populista, esto es, de que un pueblo se exprese inorgánicamente ante el líder, incluso ante el líder representativo y democráticamente elegido, como está sucediendo en algunos Estados latinoamericanos. Lo importante es que todos hablen, que todos razonen, que todos argumenten para que se pueda llegar a una voluntad común racionalizada más allá de una suma de votos. Evidentemente una democracia deliberativa obliga a agregar nuevas sedes de debate, de discusión y de deliberación, junto a la insustituible sede del Parlamento. Se trata de elevar la deliberación pública a instancia ética de legitimación de la toma decisiones políticas, deliberación que no puede encerrarse en los estrechos límites de unas elecciones generales ni consecuentemente dentro de una representación política que tiene indudablemente una legitimidad originaria, pero que muchas veces falla en su legitimidad de ejercicio precisamente por falta de deliberación, de diálogo, con el pueblo.
La experiencia del llamado Presupuesto Participativo en Porto Alegre (Brasil) demuestra que, aunque difícil, es posible una democracia deliberativa. El Presupuesto Participativo ha implicado a la ciudadanía a intervenir en debates públicos sobre cómo han de ser los ingresos y los gastos de la ciudad, cuáles han de ser los planes y las prioridades que debe acometer el gobierno local tras debates y discusiones en los numerosos colectivos de diversa naturaleza en que, geográficamente, funcionalmente y por intereses, está dividida la ciudad. No decide la autoridad representativa ni los técnicos y si deciden en un momento es sobre la base de las deliberaciones del pueblo, de la ciudadanía.
No es lugar aquí de exponer todo lo que hoy significa teórica y prácticamente la democracia deliberativa sobre la que hay miles de monografías y centenares de experiencias políticas. Pero sí ha llegado el momento de plantear como exigencia de ética política que la democracia deliberativa debe implementar la democracia representativa. Ello significa, hablando en términos televisivos, que los políticos deben preguntar, deben tener preguntas que hacer a la ciudadanía. No me cuenten su vida. Pregúnteme qué quiero, qué queremos que hagan o que no hagan.
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