La cárcel es la única del país que enseña a los inmigrantes español en cursos intensivos
De 200 inmigrantes que tiene el centro de Albolote, aunque muchos de ellos son hispanohablantes, cincuenta solicitaron entrar en el curso y sólo 45 pasaron la prueba de nivel El proyecto lo acomete un grupo de licenciados en Hispánicas de un Master de Enseñanza del Español de la Universidad de Granada
ROCÍO GONZÁLEZ/GRANADA
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Waznay Mohamed tiene 21 años. Llegó a España y fue detenido en cuanto puso el pie en tierra. El primer edificio que vio, y el único que ha visto hasta ahora, ha sido el centro penitenciario de Albolote. No sabía nada de español y por no saber, no sabía ni coger un lápiz. Era analfabeto. Escribir su nombre era un enigma para él. Hoy, tres meses después, sabe hablar y escribir en castellano. Entiende perfectamente cuando le hablan y pronuncia de maravilla. Toda una hazaña.
El reto de enseñar español en un curso intensivo de un mes y medio ha caído en manos de un grupo de licenciados en Hispánicas. En concreto, en manos de diez alumnos de un Master de Enseñanza del Español como Lengua Extranjera que ha impartido la Universidad de Granada. El proyecto era pionero en España. A nadie se le había ocurrido antes mejorar el nivel del idioma de los presos inmigrantes en un tiempo récord.
José Santiago, uno de los profesores y funcionario de prisiones en Albolote, tuvo esa genial idea. Pensó que el mejor lugar para enseñar el castellano a extranjeros era la cárcel. La Universidad e Instituciones penitenciarias se pusieron de acuerdo y el pasado mes de mayo se colocaron carteles por la prisión, en todos los idiomas, algo que hizo que muchos internos se sintieran atraídos. Aunque ya existían clases de lengua española que se impartían todas las mañanas por un sacerdote, este curso aseguraba el aprendizaje del idioma en menos de dos meses.
De 200 inmigrantes que tiene el centro de Albolote -aunque muchos de ellos son hispanohablantes- 50 solicitaron entrar en el curso, y sólo 45 pasaron la prueba de nivel. «Intentamos determinar el nivel de dominio de la lengua que tenían, para a partir de ahí, seguir enseñándoles. Dividimos a los estudiantes en 3 niveles y creamos dos grupos en cada nivel», explica José. Y a partir de ahí se utilizó un nuevo método de enseñanza, el método comunicativo, basado en la dinámica de grupo. «Parte de la base de que les enseñamos lo que necesitan para defenderse en su vida diaria, nos situamos en su ambiente y les enseñamos las partes del cuerpo, los tipos de ropa o preguntas de información elemental como pedir un café; porque lo van a necesitar para el economato», aclara José.
Analfabetos en su país
Livia, una profesora rumana del nivel inferior absoluto, tuvo que enseñar español a extranjeros que no sabían escribir bien ni en su idioma. «Se les enseña por asociación y relación, con fotos, y hay veces que he tenido hasta que bailar en clase para que me entendieran».
Los alumnos no necesitaban saber lo que era un sujeto ni un predicado. Como dice José, «muchos hablantes de español lo hablan correctamente sin conocer sus mecanismos interiores, por lo que el éxito de esta forma de aprendizaje está en que los alumnos se sienten integrados al hablar español desde el primer momento».
La experiencia puso de relieve que podían enseñar el idioma de forma amena y dinámica, en grupos reducidos donde muchas veces los propios presos son los que proponen temas. Por ejemplo, Patrick Mejex, un holandés que tiene una empresa en España y otras en el extranjero, pidió que le enseñaran a escribir cartas formales. José se reafirma: «Lo bueno del método es que interactúa con el alumno y tiene que partir de sus necesidades, complementar lo que el alumno necesite».
Magda, otra de las profesoras, cuenta que en su grupo tenía alumnos que no sabían expresarse por escrito pero tenían un buen nivel oral, y estos ayudaban y eran ayudados a la vez, por los que sabían escribir bien pero no sabían pronunciar en español.
José también explica que en las clases se mezclaban los que hablaban mucho y los que preferían ejercicios gramaticales: «Lo que ellos proponían era lo que estábamos trabajando, y por lo tanto, teníamos que hacer ejercicios de tipo participativo o dar gramática para los que prefieren estudiar de manera más reglada».
Eso sí, existe una cosa en la que coincidían todos los presos. Cuando los profesores les pedían que escribieran una redacción siempre comenzaban titulando Querido profesor y posteriormente desarrollaban una carta. En su vida sólo han desarrollado esa forma de relatar experiencias.
Pero hay más anécdotas. Por ejemplo, en el grupo inferior, los analfabetos aprendieron las letras gracias al juego del ahorcado. Diferenciar las vocales fue costoso para ellos, que se habían acostumbrado a decir soy muro cuando querían expresar que eran moros. Sólo se consiguió que pronunciaran correctamente tras haber pasado horas con las manos en sus gargantas, para que comprobaran cómo vibraban las cuerdas vocales.
También fue difícil explicarles que su país no era Nador, y por eso en el grupo superior se dieron unas nociones generales sobre política y cultura española. Mohamed Sabban, un físico marroquí, con una fluidez en el lenguaje asombrosa, recita: «España tiene una monarquía, hay un Parlamento en Madrid y Granada es una ciudad». Y confiesa: «En este mes he aprendido más que en ocho».
José Santiago aclara cuál ha sido su labor: «Nuestro curso fue algo específico para mejorar el español, hemos querido dotar a la enseñanza de una estructura formalizada y nos gustaría que tuviera su continuidad, aunque eso depende ya de las condiciones que se den».
Livia tampoco se ha encontrado con situaciones incómodas por el hecho de ser mujer y enseñar a un grupo de presos. Asegura que «si los tratas normal, ellos lo notan; son cariñosos, respetuosos y educados». Magda coincide con ella y añade que «agradecen un montón todo, se ven sorprendidos y esto es como un regalo para ellos». De hecho, ambas confiesan que los presos las veían como amigas: «Nos decían que no los podías ayudar con los problemas que tienen».
Meses después de acabar las clases, en los ojos de estos estudiantes hay un brillo especial, una ilusión porque este curso vuelva a enseñarles a hablar en castellano, a vivir en España y a relacionarse con los españoles. Una ilusión con la que ocupar sus interminables horas en la cárcel. José, con el mismo brillo de los inmigrantes en su mirada, confiesa que era la «atención, esas caras de ilusión que veías cuando les explicabas, la que nos animaba cada día a seguir enseñándoles».
Todos se han volcado por completo, profesores y presos. Desde el físico hasta el analfabeto, que cuando comenzó el curso dijo: «Si aprendo una palabra, vale la pena». Y así fue.
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