TROCADERO
En defensa propia
JUAN VELLIDO/
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EN defensa propia es la última locución del artículo Los calamares del niño publicado el pasado sábado en El Semanal por Arturo Pérez Reverte. Y es, también, con la venia del aventajado novelista y articulista cartagenero, el pretexto y el ideario de estas palabras trenzadas al hilo de un gran batallón de cenutrios que infligen, mal que nos pese, nuestra vida diaria como si de una gran tela de araña se tratara.
Escribe el académico ilustre sobre un zagal de nueve o diez años que come en un restaurante, acompañado de sus padres, haciendo y deshaciendo a sus anchas de ruidos, de eructos y de cháchara chillona, y describe sus maneras: «agarra el cubierto al revés, con toda la mano cerrada, y clava los calamares a golpes sonoros sobre el plato, como si los apuñalara». Y más tarde, Pérez Reverte afirma: «Lo que pienso, lo que me temo, es que dentro de unos años ese pequeño hijo de puta será funcionario de Ayuntamiento, o guardia civil de Tráfico, o general del Ejército, o empleado de El Corte Inglés, o juez, o fontanero, o político, o ministro de Cultura, o redactor del estatuto de la región murciana; y con las mismas maneras con las que ahora se comporta en la mesa, cuando yo caiga en sus manos me va a joder vivo».
En defensa propia, hemos de guardarnos de esos niños maleducados que luego serán lerdos zoquetes: adultos necios, engreídos capitostes, gañanes redichos, políticos de falsa prosita, intelectuales rúbeos y trinos tan fingidos como las flores de plástico; esos niños serán, quizá de mayores, villanos abyectos y, como dice el maestro Pérez Reverte, fontaneros, policías, y hasta ministros de cultura, como la esclarecida y omnisciente Carmen Calvo, que con tal de salir en la foto y darse ringorrango, le faltó tiempo para anunciar a bombo y platillo, sin que nadie le preguntara, la muerte inminente de la folclórica más rociera de Chipiona. Qué pena, que tan lustrosos ministros hayan quedado para charlatanes de feria y para lucir modelitos en la revista Vogue.
Para defendernos también, andaluces postrados, de nuestro presidente Chaves, ese de inteligencia grande y ancha que, como el acto misterioso del Verbo Divino -que tomó carne humana en el seno de la Virgen María- ha conseguido con su estatuto una suerte de transubstanciación del verbo andaluz en realidad nacional. Ya no somos ciudadanos andaluces; ya somos realidades nacionales, que es como decir ciudadanos metonímicos, o arcanos de un tropo.
Qué manera de hacer el ridículo, dios mío.
Y es que con tanta cabeza pensante al presidente le salen los eufemismos como forúnculos, a borbotones: tropos y filigranas lingüísticas para envolver con papel de colorines lo que no es sino una vergüenza inefable, una tomadura de pelo; como lo es también la vindicación -cada vez que hay elecciones- de la deuda histórica andaluza, o de la modernización de Andalucía, o del Campus de la Salud de Granada, un proyecto que lleva camino de superar en varios lustros la edificación de El Escorial, la obra monumental de Felipe II.
Acaso, como la letanía vieja de los viejos curas de las parroquias de barrio, las promesas se convierten en estribillos en boca de esos adultos que en su día fueron niños maleducados, pero no maleducados de formas, ni de protocolos, ni de estilosillos ellos, que de eso saben mucho, sino de modales de ética, de modales de moral, de la palabra que va a misa, de la palabra de honor, esa que siempre llevaron a gala los bandoleros.
Para defendernos, igualmente, del atropello constante de los políticos de derechas y de izquierdas, que nos avasallan como si fuéramos peleles una vez que hemos soltado el voto; de la televisión que nos abruma -de nada valen los consejeros y los comités de expertos- con esa estulticia de programas tan denigrantes que parecen haber sido ideados ex profeso para aborregar incluso a las liebres; para defendernos de los oradores sublimes que suben al púlpito y cacarean como los gallos sin competencia; para defendernos de los poemas leídos por sus autores, con caritas, y sin telón, y sin que nadie pueda escabullirse; para defendernos de los embaucadores que, como el sapo iscariote y ladrón de León Felipe, nos van quitando poco a poco la vida.
En defensa propia frente a los Georges Bush y los Fideles Castro; frente a la derechona que atribuye a todos los inmigrantes la maldad de nuestros días; frente a las Etas y los Binladenes; frente a la banca que ofrece -y se le permite a manos llenas- créditos fáciles al 20 por ciento; para defendernos de las viviendas hipotecadas de por vida; de los sueldos más bajos de la Europa comunitaria; de los defensores patrios y de los agresores de patrias ajenas; de la telefonía que estafa, y se le permite; del ninguneo de los jefecillos de turno; de la arbitrariedad de los jueces; de los recaudadores de almas; del acoso y del derribo; de los que pregonan a voces solidaridad y justicia, de las estadísticas, de las audiencias y de las multitudes; de las sonrisas que esconden todo lo contrario, de quienes charlan alegremente en el cine en vez de atender a la película.
Para defendernos de la mala muerte que nos espera, alargándonos la vida postrados en camas blancas -y encima nos sentimos satisfechos porque el horizonte de vida es más largo, aunque más negro-; para defendernos de los gritos de nuestros vecinos, del botellón, de los abogados de pobres, de los listillos y de los murmullos, y de los rumores, y del infortunio; de las envidias, de las iglesias, de los credos, de las sectas, de los sectarios; y hasta para defendernos de nosotros mismos, tan lacayos, tan niños maleducados que quizá fuimos. JOSÉ IBARROLA
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