RIBUNAABIERTA
Demopatía, ¿una enfermedad incurable?
ANUEL MONTALVO/CATEDRÁTICO DE ECONOMÍA POLÍTICA DE LA UNIVERSIDAD DE GRANADA
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SITUADOS en el terreno de la metáfora, y al modo que hiciera Hobbes en el Leviatán o Quesnay en el Tableaux Económique, es posible identificar el corpus social con el cuerpo humano, en cuanto ambos pasan por periodos de salud y enfermedad.
A diferencia de las dolencias somáticas, las dolencias sociales no requieren de sabios galenos, los síntomas de padecimientos sociales son tan evidentes que por sí hablan: postración, abatimiento, falta de expectativas y desconfianza, que en su conjunto remiten a un estado de fallos multiorgánicos, a una especie de agonía que no fina en el óbito natural, sino en el quebrantamiento continuo de las instituciones sociales; el corpus social se comporta como un ser disminuido, inmerso en el ensimismamiento del dolor o de la angustia, contra la que no encuentra otro paliativo que la desconfianza: teme incluso a los propios remedios, hasta llegar a la cima del absoluto descreimiento, manifestado estacionalmente en los procesos electorales.
¿A quién votar? ¿Para qué? Los políticos se les presentan a los votantes como una caterva de matachines, carlancones o molondros, movidos a impulsos de los intereses pecuniarios y de realizar las mayores insensateces sin reparar en daños. Son tan estrechos de entendederas estos zorimbos que están creídos de la verdad revelada por la palabra democracia en su propio provecho. Bajo el velo democrático se sienten justificados para mentir, corromper, cohechar o, llanamente, robar, y yendo a las malas, emplear toda clase de argucias legales propiciadas por una administración de justicia en estado ruinoso.
BAJO estas premisas, los políticos al uso son capaces de asumir cualquier clase de presupuestos o idearios: republicanismo, monarquía, anarquía, nacional catolicismo nacional socialismo o comunismo, Términos que les suenan a tediosos galimatías o a hueros ismos, en tanto no se manifiesten de forma dineraria.
Como las cosas son como son, conocido es el fin evangélico del mal ladrón: el cielo, regiones etéreas conocidas en estos ahoras como paraísos fiscales. ¿Y qué de los otros, de los verdaderos demócratas? Pues que despabilen, trabajen, paguen la hipoteca de la vivienda poco a poco durante cuarenta años a tipos de interés legales; o sea, al alza. Se merecen este largo penar por inconformistas, los pobres son muy inconformistas, vienen a quejarse a pesar de la libertad que se les concede: son libres para irse a vivir debajo de un puente, siempre que no sea declarado terreno urbanizable o se grave con un «impuesto sobre la ocupación de puentes».
CON este tan alentador panorama por delante: enflaquecidos salarios, vicarios puestos de trabajo, tremendos encarecimientos del vivir, es normal que los ciudadanos destinados a ejercer su derecho al voto -¿qué grande escarnio!- decidan no votar: los niveles de abstención alcanzan más del cincuenta por ciento del electorado. Estos porcentajes debieran causar estupor o, al menos, preocupación a los políticos; pero no, provocan un «¿allá ellos con sus abstenciones!». Los políticos tienen un buen conformar: con el treinta por ciento, con el veinticinco o con lo que «sea por ciento», llevan adelante sus estatutos de autonomía, elecciones autonómicas o generales, para ellos todos son plebiscitos ganados por «amplia mayoría», ya esté en juego el Estado o España. ¿Qué es eso de la nación española! Les suena a nombre de puta, como la Sevillana, la Maña o la Valenciana.
Considerando que el descenso a la grosera evidencia es suficiente, retomo el término de la enfermedad que me atrevo a denominar demopatía para plantearla dentro de la problemática de la filosofía clásica. En la Grecia Clásica no existía mayor aberración que en los asuntos públicos medraran los ladrones, ignorantes o gentes sin escrúpulos, existía un reverencial respeto por todo aquello que tocara al patrimonio material o cultural de la sociedad, en la preocupación compartida de que la democracia era un sistema ciertamente proclive a la comisión de desmesuras por parte de los miserables. Por esto a los ciudadanos justos les competía velar rigurosamente por las instituciones democráticas.
ÉSTE es un pensamiento claramente platoniano merecedor de mayor glosa, pues Platón ha sido considerado, aberrante error, como adversario de la democracia, cuando con pasión fue enemigo de la corrupción y de la vileza. Viene a recuerdo, que a pesar a de las bien avenidas relaciones que mantenía con el Gobierno de los Treinta por motivos familiares, se mantuvo alejado de los excesos de la tiranía y tuvo por mejora la llegada de la democracia, hasta que el gobierno de los demócratas mandó ejecutar a Sócrates, «el hombre más justo de su tiempo», y el periodo demócrata devino en la persecución del libre pensamiento, la pudrición de los valores y la justificación del robo y el atropello.
Es correspondiente con todo hombre de bien, Platón lo era, ser crítico con este estado de tropelías y abundar en la necesidad de ponerle freno. Y es claro que a la descomposición de la democracia sucede el enfrentamiento civil y a ésta, la tiranía, que nunca es una solución, sino la purgación de los errores y horrores de la democracia.
BIEN, éste es el punto: conocemos qué es la demopatía, la manifestación de sus síntomas y su lúgubre y trágico desenlace, que en absoluto es inevitable, como es la muerte tras el paso de una enfermedad incurable para el cuerpo humano. Para el corpus social la curación de la enfermedad no puede esperarse, como diría Platón, de que los políticos se conviertan en filósofos «por algún designio de la divina providencia», más bien se encuentra en la aplicación de la ley y el cultivo de la escuela: estricta justicia y desarrollo de la cultura y la educación, alma a la postre del hoy adolorido corpus, quien gime, se queja, como decía San Juan de la Cruz, por «alma tan ausente».
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