Ejercicios de redacción
¿La menos fiable crítica del mundo se hace hoy en las universidades? En lo que se refiere a la literatura actual, a la estrictamente contemporánea, no parece demasiado aventurado afirmar que sí. Al menos si hablamos de poesía, que es lo que mejor conozco. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en Deshabitados, la antología de poesía última que acaba de publicar Juan Carlos Abril.
No pretende ser «una antología al uso, que hay ya bastantes en el mercado, y muy parecidas», afirma en la introducción. Poetas nacidos entre 1971 (Julieta Valero) y 1985 (Elena Medel) se reunieron en un congreso en la Universidad de Granada el año 2007. Posteriormente se les solicitó que realizaran «una redacción» sobre sus inicios como poeta, lecturas e influencias (el texto completo se reproduce en la página 42 y no es precisamente un modelo de redacción). Esos textos, completados con algunos poemas (a menudo prescindibles), conforman el volumen.
Abraham Gragera se limita a copiar unas páginas de Santayana sobre Lucrecio. Alberto Santamaría es el más teórico de todos los colaboradores; entre sus abstractas reflexiones sobre lo sublime (es doctor en filosofía y ha dedicado un libro al tema), sorprende una escueta afirmación: «No puedo negar en este punto que la poesía de José Hierro ha sido para mí, desde el principio, un modelo poético a seguir».
Ana Gorría glosa cada uno de sus poemas con unas breves líneas en prosa: «La palabra poética (no es una idea nueva y mucho menos mía) es cicatriz, cauterización de la propia existencia».
Andrés Navarro, licenciado en arquitectura, afirma: «No me atrevo a decir que en España la poesía española esté sobrevalorada, pero sí que hoy en día leo más poesía extranjera que española». Alude luego a la «atmósfera feudal» que aquí se respira, a la «paulatina supresión de matices» que ha caracterizado las dos últimas décadas españoles, y un ejemplo de ello sería reducir los registros poéticos «a las categorías de enigma y transparencia». Elude los nombres propios, según mala costumbre de los críticos apocalípticos.
Antonio Lucas se refiere a la dificultad de encontrar un marbete generacional para los nacidos entre 1968 y 1980; a su poesía le pide lo mismo que le pide a la música: «No necesariamente entenderla, pero sí comprender de su interminable capacidad de invención, de conmoción». Para Carlos Pardo «el proyecto posmoderno de disolución del sujeto parece especialmente acorde con el moderno mundo del mercado». Elena Medel no incurre en la pedantería de sus compañeros. Con un tono autobiográfico, a ratos deliberadamente ingenuo, afirma que la poesía es para ella una «necesidad» y termina: «Podría vivir sin escribir. No podría vivir sin leer».
A las anécdotas autobiográficas, les añade Fruela Fernández una cáustica enmienda a la totalidad: «Cuando alguien escribe (y es tan frecuente ahora) que la crítica española está anticuada y fuera de lugar, suelo pensar en Fulano, aquel crítico por vocación (y poeta solo aproximado), tan tierno él en su acomplejada cascarilla de universidad y de suplemento, y me digo que no es la crítica, sino el país, y que los críticos son a todo eso como los temblores de las manos al párkinson: síntomas. Mientras la zona más visible de la literatura -la universidad, los suplementos, las revistas, los catálogos de las editoriales importantes, los premios- esté controlada por una mayoría de escritores, críticos y profesores reaccionarios, la cosa pinta mal, como Magritte».
Guillermo López Gallego comienza afirmando: «Me veo en el apuro de escribir una poética». Y un poco más adelante incurre en el consabido tópico: «Tampoco estoy muy seguro de la utilidad de escribir poéticas». No me parece que el lector necesita mucho más para saltarse sus prescindibles divagaciones.
Josep M. Rodríguez nos ofrece sus «Memorias de un lector», correctamente escritas, sin pedanterías ni salidas de tono, algo que no resulta muy común en estos «ejercicios de redacción»: «La poesía que me interesa habla de mí. La leo en Rilke, Pound, Vinyoli y en el resto de los autores con los que me identifico».
Para Juan Andrés García Román el acontecimiento fundamental de su iniciación literaria ocurrió a los diecinueve años cuando, en la biblioteca de la Universidad de Heidelberg, toma en sus manos «aquel volumen rojo de Poesía completa de Fernando Pessoa» que es para él «el comienzo de todo; la voz de Álvaro de Campos, porque curiosamente aún no amaba a Rilke como ahora y a Hölderlin lo había leído todavía sin comprenderlo demasiado».
Juan Antonio Bernier, acorde con su poesía desasidamente minimalista, escribe una serie de notas discontinuas y algo imprecisas: «Ya no puedo ser un poeta popular. Es tarde, he leído demasiado. Pero sí un poeta culto con gusto por la poesía tradicional: un poeta de cancionero».
Para Julieta Valero el poema es «espacio de momentánea expresión de una identidad que se reconoce de entrada (y hasta sonriendo) como algo mutilado, pues no hay tiempo ni espacio para realizar todas las posibilidades del ser». Marcos Canteli menciona a sus amigos asturianos: «Se está mejor en la topera cuando se sabe de otros topos: Fernando Menéndez, Hermes González, Alfonso Fernández García, Jordi Doce, José María Castrillón, Jaime Priede. Compartida ceguera, a tientas por el laberinto de un aprendizaje fundamental, no solo de la escritura, sino también de la amistad, de la creencia en lo colectivo y del tajo de su evolución». Para Mariano Peyrou «quien habla en el texto no es un sujeto, real o ficticio, sino un lenguaje», la poesía sería así «una crítica de la praxis lingüística».
Miriam Reyes, poeta del cuerpo (»Mi vientre es mi mundo interior», comienza uno de sus poemas), coincide con Elena Medel cuando afirma vivir la escritura «como una necesidad»: «Escribo porque cuando no lo hago estoy como muerta».
Rafael Espejo recurre a inventarse un heterónimo, el «poeta, comediante y filósofo» Rosendo Palma, y eso le permite darle un tono vagamente humorístico a sus elucubraciones.
Las páginas autobiográficas de Yolanda Castaño son quizá lo más interesante del volumen. Su manera de hacer de la poesía, además de una forma de vida, una profesión, de relacionarla con otras artes (fundamentalmente con las artes del espectáculo), está contada con inteligente pasión, con desarmante sinceridad.
La introducción de Juan Carlos Abril (que también se incluye a sí mismo como poeta en la antología) ejemplifica las dificultades de un estudio académico de la literatura más reciente. La alusión a polémicas periodísticas se entremezcla con conceptos teóricos no bien digeridos y con generalizaciones abusivas: «La crítica literaria española, acostumbrada a comprender con bastante facilidad una poesía figurativa -y sin rugosidades- ha hecho tabula rasa respecto a todo lo que no se entiende, denominándolo como irracional». ¿También Miguel Casado, Andrés Sánchez Robayna, Túa Blesa, Rafael Núñez Ramos, Jenaro Talens, Jaime Siles?
Pero la confusión conceptual y la continua imprecisión no son lo más censurable. A Juan Carlos Abril, poeta, crítico, profesor universitario, le costaría aprobar un examen de redacción.
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