erano en primera persona hoy miguel botella (director del laboratorio de antropología física de la ugr)
Un verano de trabajo y de secano…
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MIS veranos son de lo más atípico: siempre trabajando. Desde que empecé en el año 1968, sólo he pasado un par de veranos de vacaciones. No existen para mí como tal porque, en estos meses, lo que he hecho ha sido dedicar el tiempo a las campañas de excavaciones y, más recientemente, a trabajos de investigación de campo o de laboratorio. Esta misma semana acabo de regresar de México, de estudiar una interesante colección de huesos humanos prehispánicos que se utilizaron como herramientas, algo magnífico. Y así es como estoy siempre. Y cuando regreso de los viajes tampoco tengo tiempo para irme de vacaciones porque ¡hay tanto trabajo acumulado..! Pero lo cierto es que no me puedo quejar porque hago exactamente lo que me gusta, es un privilegio.
De todos estos mis veranos tan particulares, recuerdo el de 1976, especialmente intenso y ajetreado. Aquel año fuimos a excavar a un extraordinario yacimiento en Fonelas –precioso, anterior a 300.000 años, con restos de caballos, elefantes…–; también trabajamos en un gran yacimiento paleolítico en Darro y comenzamos otro proyecto en el Peñón de la Reina, en Almería. Precisamente en julio de 1976 leí mi tesis doctoral: un amplio estudio sobre restos humanos de la Edad de Bronce que se convirtió en tres tomos, más de 1.700 páginas… Fue un año especialmente difícil y duro, pero precioso por las vivencias y todo lo bueno que pudimos encontrar y todas las investigaciones apasionantes que llevamos a cabo. Recuerdo también que después de las excavaciones, ya en octubre, emprendí un viaje a Kenia para estudiar los restos fósiles de los australopithecus y homínidos que habían aparecido en el Lago Turkana.
Pero, con todo, lo que me viene a la memoria de aquellos veranos es la gente. Las vivencias resultaron inolvidables por muchos motivos: en primer lugar, el trabajo, que era muchísimo, muy duro, pero merecía mucho la pena; en segundo lugar, por la convivencia con tantos y tan excelentes compañeros y amigos, porque eran ya entonces, y siguen siendo ahora, personas excepcionales –la mayoría hoy son profesionales importantes en la Universidad de Granada y en otras universidades e instituciones–; y, por último, porque fue un periodo de formación intensa, en lo personal y en lo profesional. Aunque tal vez ahora se pueda comprender poco, entonces era una escuela difícil: es verdad que había pocos medios, pero siempre resultaba impresionantemente bonita. Éramos muy jóvenes y teníamos muchas ganas de aprender, aprovechábamos hasta lo último las oportunidades que nos ofrecía la vida. Y, sinceramente, creo que trabajábamos muy bien. Nos pasábamos meses muy duros, viviendo fuera de la casa en tiendas de campaña o durmiendo en hamacas colgados en una cueva, sufriendo pero disfrutando momentos inolvidables. Con los años, ahora casi seguimos viviendo y trabajando de la misma manera en otros lugares, a veces mucho más lejanos, pero con más edad las cosas se ven de otro modo, quizá la intensidad de todo varíe. Se vive con la misma ilusión, nunca se pierde, pero se siente de una forma más tranquila y reflexiva. Aquellos eran días verdaderamente apasionadísimos, intensos y vibrantes para todo. Recuerdo ahora, por ejemplo, cómo nos arreglábamos para la comida, cocinando y organizándonos para realizar todas las tareas. Lavarse podía llegar a ser hasta un gran problema, porque había que ingeniarse mil cosas para poder hacerlo, desde ir a la fuente pública del pueblo hasta improvisar una ducha en medio de un cerro. Y, evidentemente, era imprescindible con el calor que hacía y con el polvo y la tierra de la excavación que nos cubría por entero. Si, tal vez, lo logísticamente más complicado era la ducha, parece que ahora estoy sintiendo el agua helada, siempre muy fría, de esa maravillosa Depresión de Guadix…
En estas vacaciones especiales, la familia también participaba con frecuencia. En realidad, como siempre me han conocido así, pues ya no les suena raro y lo asumen como algo casi normal. En aquel verano se vinieron mis dos hijos, María Dolores y Miguel, con cinco y tres años y pude disfrutar de su compañía. Ellos estaban allí a gusto, participaban en la excavación, jugaban… También se lo pasaban muy bien en ese ambiente.
Ahora ha cambiado mucho todo el proceso de investigación de campo. Hay más medios, la investigación es más multidisciplinar todavía y, en mi caso, ahora me dedico más a la antropología física, al estudio de los huesos humanos y de las circunstancias en que vivió y murió esa gente, mucho más apasionante y completo para mí que el análisis de los restos arqueológicos. Fue una etapa preciosa, pero ya pasada y sustituida por otra de más amplia visión.
En aquel verano de 1976 tenía 27 años, pero con este tipo de trabajos comencé en 1968 y, ya como director de las excavaciones, a partir de 1971. Y lo malo, o lo bueno, de esto es que no se acaba nunca. Todo sigue su curso, surgen nuevos proyectos en otros lugares del mundo y la ilusión continúa siendo como la del primer día.
Es verdad que son vacaciones atípicas, pero no las cambiaría por nada, son de lo más gratificante y es que esta profesión que tengo es exactamente la que siempre soñé y me he forjado a través de tantos años. De hecho, aunque a veces me quejo de demasiada carga, me aburriría soberanamente pasándome quince días sin hacer nada. Ahora sé por qué he hecho eso siempre: no querría cambiar, sería incapaz porque es mi vida.
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