GRANADA
Por caminos que fueron de hierro
Veinte años después de su cierre la línea Guadix- Almendricos se va deteriorando sin que prospere ninguno de los proyectos de recuperación
M. VICTORIA COBO //FOTOS: LUCÍA RIVAS / GRANADA
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LA estación de tren de Guadix echa de menos las pulsaciones del vapor, aquel ruido acompasado que trajo consigo la prosperidad a la comarca. Han pasado más de cien años desde que la primera locomotora pintara de ilusión las caras de los vecinos y de hollín la de los trabajadores del ferrocarril. Corría el año 1895 y la línea, la Guadix-Almendricos, cruzaba las provincias de Granada, Almería y Murcia. Pero aquella serpiente de carbón y fuego no llegó a cumplir un siglo, desapareció en 1984 dejando a su suerte otras estaciones que no tuvieron tanto futuro como la accitana.
Han pasado veinte años desde aquel fatídico cierre. De los 150 kilómetros de vías que discurrían entre Guadix y Almendricos, apenas se conservan unas pocas decenas y las estaciones aparecen, en su mayoría, abandonadas. De nada ha servido el apoyo de los 25 ayuntamientos de Granada, Almería y Murcia que lucharon por su reapertura. Tampoco ha habido partidas para estudiar esa posibilidad en los Presupuestos Generales del Estado de los últimos años.
A pesar de todo, no se han cerrado todas las puertas para ese camino que fue de hierro y que sigue siendo un auténtico placer para los sentidos y para la memoria. Recorrer la línea deja varios ejemplos de recuperación y un cierto optimismo sobre otras propuestas que no son del todo quiméricas.
Además, aún quedan enamorados del ferrocarril, los que sudaron en las calderas, que se encargan de despertar el interés. Juan Márquez es uno de ellos. Pasó casi cuarenta años como maquinista y con él recorremos la primera parada de esa línea, la única que se mantiene como parada ferroviaria. Pero la estación de Guadix parece ahora una camisa que se hubiera quedado demasiado grande para su dueño. El edificio tiene una cafetería demasiado solitaria y la taquilla está vacía. Aún faltan horas para que alguien se acerque por allí.
«Antes había aquí siempre al menos ochenta máquinas», recuerda Juan, cruzando entre unas silenciosas vías, que antes fueron el segundo hogar para casi quinientos brigadas que trabajaban allí entre fogoneros, mecánicos, mozos o maquinistas. Aunque con menos esplendor, al menos las traviesas siguen en su sitio.
La joya
De camino al andén donde guardan la joya, la locomotora Baldwin que se restauró hace unos años, dejamos atrás el muelle de paquetería «donde siempre había mucha actividad de trasbordos de mercancías», señala Juan. Ahora, son dos almacenes en desuso para la estación.
La Baldwin, o barvi como la llaman los vecinos del pueblo, está dentro de una nave que comparte con un antiguo vagón de madera que restauran un grupo de jóvenes. Juan, que pasó cuarenta años conduciendo máquinas como esta, sube casi de un salto hasta la zona de los mandos, que se conoce al dedillo. Por allí merodean otros nostálgicos de los tiempos del carbón y la pala bellota. Modesto Jiménez, en sus tiempos fogonero y maquinista, vela ahora por que la Baldwin se mantenga en óptimas condiciones. Márquez y él conversan sobre las mil y una ideas que ha habido para resucitar el chup chup del ferrocarril. La última de ellas es la de sacar la máquina y el vagón en restauración para convertirlos en trenes turísticos, pero Juan no lo ve viable porque «ya casi no quedan hombres que sepan arreglarla y conducirla».
Se une al grupo Antonio Martín, que fue jefe de taller. Con ellos recorremos la parte de atrás de esa nave, donde un edificio de ladrillo de dos plantas fue antaño el taller y la escuela de aprendices. Ahora no le quedan cristales, ni puertas, ni funciona el alumbrado. A simple vista, tiene bastantes cualidades para convertirse en un museo con todo el sabor ferroviario.
Juan Márquez suspira recordando aquellos años. «Para ferrocarril, el de antes. Antes trabajábamos con mono y ahora llevan camisa y corbata». Juan no recuerda ni un sólo momento malo, aunque las jornadas eran a veces de más treintayséis horas. Y de lo mejor, lo tiene claro: «Esas pulsaciones tan acompasadas. Cuanto más rítmicas, mejor cuidada estaba la máquina», explica.
En el olvido
Si Guadix es el ejemplo del mantenimiento del uso, las siguientes estaciones son el ejemplo del abandono. Y también de lo fácil que sería retomar la propuesta de hacer una vía verde, una ruta con fines recreativos y turísticos. Con este fin se firmó en 1995 el acuerdo por el que Renfe cedía las estaciones a los municipios. Gor y Gorafe, siguientes paradas en la línea, están en un marco inmejorable para acoger a amantes de la naturaleza.
A la primera se llega tras pasar por un precioso puente que salva el río Gor. Sobre unas enormes pilastras de piedra, esta plataforma de hierro conserva aún los raíles que se elevan sobre el cauce del arroyo, sin agua pero lleno de vegetación. Un poco más arriba está lo que fue la estación, ahora custodiada por una familia de gatos. Sólo conserva unos metros de vía, justo delante del menudo edificio que mantiene su marquesina de madera y el anejo de los lavabos. Unas casas abandonadas de piedra justo detrás, dan idea de que aquello fue un pequeño núcleo de población que ahora sólo huele a romero.
Gorafe no ha corrido mejor suerte. Se erige con un cierto orgullo decadente en medio de un manto de hojas amarillas. Ha perdido las vías y la parte de atrás del edificio parece un redil, por los excrementos de animales y la valla metálica que delimita un pequeño establo. Junto a la estación, como un pueblo fantasma, casi una veintena de casas desvencijadas dejan claro que cualquier tiempo pasado fue mejor. El marco perfecto para un aula de interpretación de la naturaleza, un albergue o una zona de recreo. Almendros no le faltan y el silencio de esa zona sólo lo rompen los silbidos de los coches que cruzan por la autovía, esa carretera que dejó sin aliento al tren.
En este recorrido casi nostálgico hay otras estaciones que se han recuperado pero con otros usos. Baúl es uno de los casos más extraños. La estación se conserva porque dentro vive una familia. Protegen sus coches en el andén donde antes esperaban los pasajeros. Allí queda una torre de agua, como los cambios de aguja que se conservaban en Guadix. Auténticas joyas inertes de la ingeniería.
La de Baza, sin embargo, ha sido restaurada para convertirse en una escuela-taller. Pero sólo la primera planta, ya que la de arriba aún no se ha arreglado. Ahora, donde antes había raíles, sólo hay cemento.
Caniles, ya muy cerca de la provincia de Almería, cierra nuestro viaje por esos caminos que ya no tienen hierro. Allí se han llevado hasta los azulejos en los que lucía el nombre de la parada y donde brillaban las vías sólo hay membrillos caídos del árbol. Detrás, una enorme fábrica azucarera, que también vivió tiempos mejores, recuerda otro de los efectos del cierre de esta línea. Y es que los productos de la zona norte de Granada o el mármol almeriense, por ejemplo, perdieron empuje al no contar con una buena vía de distribución. Se cercenó aquella arteria de progreso y aún hoy no se ha dado ninguna alternativa.
Hace ya quince años, un estudio llevado a cabo por la Universidad de Granada concluía que no era rentable reabrir la ruta con el mismo trazado, porque las carreteras cruzaban por muchos puntos y se había perdido la vía en la mayor parte. Pero hay otras muchas posibilidades para resucitar, aunque sea con otros usos, aquella emblemática línea.
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