OPINIÓN
TRIBUNAABIERTA
Violencia, sin género
JUAN VELLIDO/JESÚS FERRERO
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EL infortunio parece cebarse, en general, con las gentes de poco vigor y escaso ánimo, y suele ocurrir que los males abundan alrededor de la escasez y de la miseria; mientras que, por el contrario, la fortuna inunda a los optimistas y se muestra amiga íntima de los más favorecidos. Sin embargo, y aunque esta máxima pueda aplicarse a las mayorías, la violencia que tan reiteradamente ejerce el hombre sobre la mujer -al igual que las otras violencias, de palabra y de obra, de arma blanca o de cadenas, de tanques o de bombas- se ha instalado a sus anchas en nuestra sociedad, como un virus que muta y se nutre de su propia sinrazón. ¿Cómo rebelarse?
La llamada «violencia de género» -pocas veces una locución en español fue tan tenida en boca y a la vez tan desafortunada y tan impropia– copa las páginas de los periódicos desde que en 1984 se hicieran públicas, por primera vez, las cifras de denuncias por malos tratos registradas en las comisarías de policía. Y lo hace como si con esa fórmula gramatical aberrante: «violencia de género», se apresara entre rejas la significación más indigna y se designara, así, la bajeza que semejante humillación comporta. Y es que lo que en lengua inglesa supone un hallazgo idiomático -en el Congreso sobre la Mujer celebrado en Pekín en 1995 los traductores de la ONU dieron al término gender el significado de sexo y a la vez de género y así designaron en un solo vocablo un nuevo objeto semántico, como ya explicó hace un lustro el desaparecido maestro de la palabra Fernando Lázaro Carreter en sus irónicos y precisos dardos- en español se torna aberración lingüística, pues como mínimo cabría preguntarse a qué género nos referimos cuando de género hablamos.
Otra cosa es, sin embargo, la aceptación plena y reconocida que la sociedad española de hoy ha otorgado a esta locución que, por mor de su uso y abuso en boca de vates, plebeyos, plenipotenciarios y trotaconventos, ha acabado por definir, como ninguna otra, aquello a lo que en verdad se refiere.
El escritor madrileño Juan José Millás así lo acredita en el capítulo Sexo y género, de su libro Todo son preguntas, publicado en Ediciones Península, en el que ilustra con rica prosa fotografías de rango, imágenes todas editadas en la prensa diaria. Dice Millás, justificando el uso, aunque impropio, de esta alocución que, no obstante, «entre las palabras también hay violencia de género porque el lenguaje es machista y misógino, como la vida misma, y no es raro que los términos masculinos se ensañen con los femeninos».
Y es que, en el fondo, todo parece impregnado de ese talante de masculinidad al que se refiere Millás y, mal que nos pese, el hombre -macho o no- ejerce como tal, y abusa como tal, y como tal delinque en los casos en que la urbanidad, las buenas costumbres y su honor, si lo tuviera, se lo permiten.
No es baladí el hecho de que cientos de machos de las sociedades civilizadas en que habitamos pregonen en público, a los cuatro vientos, sus solidaridades, sus sensibilidades, y sus respetos y luego, en privado, olviden cuanto claman y se transformen en prepotentes alimañas.
La profesora de Filosofía del Derecho de la Universidad de Granada, Juana María Gil en su Análisis jurídico sobre la violencia contra las mujeres, publicado en Sevilla por el Instituto Andaluz de la Mujer afirma, refiriéndose al agresor que -paradojas de la vida- se siente protector y tutor: «El tutor que arremete entiende -sin sentirse responsable del hecho en cuestión- que se vio obligado por el incorrecto comportamiento de la agredida, o que actuó de motu propio en virtud de su facultad correctora y educadora. Y ello debe ser así en atención a algunos datos sociológicos: el 41,1 por ciento de la ciudadanía europea del año 2000 entiende que la mujer ha debido provocar al agresor de algún modo». Son pues, los ciudadanos europeos, los que amparan o justifican, en un porcentaje que debiera ruborizarnos, la actitud agresiva, violenta, humillante, del hombre.
En 2004 murieron en España 72 mujeres a manos de sus parejas (una cifra que aumenta cada año), mientras que en Estados Unidos fueron más de 4000 las que fallecieron por causa de la llamada «violencia de género». No deja de ser terrorífico el hecho de que los abusos físicos constituyan la mayor causa de lesiones entre las mujeres de Estados Unidos, más aun que la combinación de todos los accidentes automovilísticos, ataques callejeros y violaciones.
Las medidas tomadas al respecto por los poderes, político, legislativo y ejecutivo en los últimos años no parecen suficientes para atajar un mal que tiene mucho que ver con la actitud del ser humano, y también con valores inculcados tradicionalmente en el seno familiar y en las aulas. Otras actitudes más educadas exigen otros talantes y otros valores que, sobre todo, tienen que ver con la dignidad que cada cual se profesa a sí mismo.
La violencia, de géneros masculino o femenino -como las demás manifestaciones agresivas-, es de carácter tan común en las sociedades antiguas, modernas y contemporáneas, que su erradicación exige algo más que declaraciones voluntariosas y brillantes arengas políticas en favor de la solidaridad. Hay violencia en la palabra, en los gestos, en las miradas; y hay violencia en el trabajo y en la calle, y en las escuelas, y en los recintos abiertos y cerrados. Y hay abusos y persecuciones, y acosos, y hay parcelas de poder que cada cual maneja a sus anchas, pese a las normas establecidas, a las leyes dictadas y a los organismos internacionales.
La invasión y bombardeo de un país -poderoso el invasor, débil el invadido- es un acto de violencia tan indigno, como equiparable al abuso que un macho español ejerce sobre su pareja -tan enamorada-, al liderazgo de un rufián en su barrio -repleto el pecho de corazones tatuados-, o al acoso que un donnadie practica, con malas artes, sobre su más inmediato subordinado; pues cada cual en su parcela viene a representar un mismo papel dominante, producto, al fin y al cabo, de la tradición, de la educación y de las muchas o pocas sensibilidades que cada uno ha amasado durante su vida. ¿Cómo rebelarse?
Las actitudes, como los días y las noches, son cíclicas e incluso constantes, pero cabe la suerte, como ocurre con las estaciones del año, de que se alarguen o se achiquen, de que cambien. Habrá que rebelarse, pues, cada vez que alguien alce la voz, levante la mano, o agite la metralla. Habrán de rebelarse las mujeres, y los hombres, los poderes, las instituciones; hasta que los que alzan la voz y levantan la mano sientan vergüenza por lo que hacen. Tendremos que rebelarnos.
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