En estos días de tanta memoria histórica, en los que muchos le preguntan a los muertos de qué bando eran, también hay científicos volcadas en llegar a certidumbres sobre los restos más ilustres de nuestra historia y de nuestra memoria. No es lo mismo tratar de arrojar luz sobre una traumática represión y lo que ellos hacen. Y también es distinto examinar el cúbito de un señor del Paleolítico Medio y intentar identificar a Cristóbal Colón, al Príncipe de Viana o a Quevedo.
José Antonio Sánchez y Bernardo Perea, director y secretario de la Escuela de Medicina Legal de la Universidad Complutense, participaron hace un año en el reconocimiento de los restos del mordiente escritor. Se trató de una tarea ardua, de meses de trabajo. En primer lugar había que conocer lo mejor posible al personaje. Biógrafos e historiadores se convierten en cómplices de la ciencia forense. Todo puede ser útil: cartas, obras literarias, documentos, inscripciones… «Hay que estudiar históricamente al individuo para conocer sus rasgos físicos, si padeció alguna enfermedad, a qué edad murió…», explicó a ABC el doctor Sánchez.
Más tarde llega el trabajo de laboratorio: intentar poner en correspondencia toda esa información con los restos óseos de los que se disponen. Se inicia así el estudio antropométrico, morfológico y patológico de los huesos, clasificándolos (sexo y edad) y examinando posibles dolencias (la cojera).
Los años pesan y se dejan sentir en la estructura que sostiene al hombre. Según Sánchez, «a partir de los 20 años los huesos comienzan a envejecer. Se aprecia en el cierre de la metáfisis, y sobre todo en articulaciones y en la columna vertebral, donde se van formando unos rivetes o rugosidades. Éstas aumentan a medida que pasan los años, y nos dicen si un individuo es joven, de edad media o viejo». Un segundo factor para conocer la edad se observa en las radiografías internas del hueso, ya que según envejecemos se produce una reabsorción medular. La dentadura es otro elemento que facilita la identificación.
Los avances tecnológicos han permitido que con pequeñas muestras óseas se puedan realizar análisis fiables. «Ahora somos mucho más precisos. Podemos comparar miles de datos con nuevos métodos como la tomografía o a la reconstrucción en 3D», comenta el doctor Miguel C. Botella, profesor de Antropología Física de la Universidad de Granada.
Cuando la investigación se complica, los esfuerzos se centran en los estudios genéticos, aunque no son ninguna panacea. Hay que analizar el ADN mitocondrial, el que se transmite por línea femenina, de madre a hijos; los hombres tienen el de sus progenitoras, pero ellos no lo transmiten. «Los análisis de ADN mitocondrial son complicados. Es difícil que un personaje histórico mantenga una línea genética pura, pero si existe la posibilidad hay que intentarlo», comenta el doctor José Antonio Sánchez.
«Si tenemos algún familiar coetáneo se podría hacer el estudio y ver si los marcadores genéticos coinciden», añade. En el caso de Quevedo lo descartaron, puesto que no existía una genealogía clara, sólo rumor de una supuesta hermana.
Sin embargo, en otros casos el ADN ha resuelto las dudas. Se empleó hace pocos años para identificar los restos del zar Nicolás II de Rusia y la familia imperial, fusilados por los bolcheviques en 1918.
Uno de los mayores problemas que plantea el ADN es la contaminación de los restos. «Cuando hablamos de restos de hace tres o cuatro siglos, hay que hablar también de mucho movimiento de huesos, de sacas, profanaciones,… Si comparamos a un individuo con presunto familiar y no coinciden, la duda es saber cuál de los dos no es el real» explica doctor Perea. El conocimiento avanza a pesar de las limitaciones. Y Colón está en la catedral de Sevilla, y Quevedo descansaba en Villanueva de los Infantes, y el joven infante Don Sancho, hijo de Pedro el Cruel, no fue envenenado. Luces en las sombras de la Historia.
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