OPINIÓN
TRIBUNAABIERTA
La primavera de Atocha
ANTONIO ROBLES ORTEGA/PROFESOR DE SOCIOLOGÍA Y CIENCIAS POLÍTICAS DE LA UNIVERSIDAD DE GRANADA (1988-1998). CATEDRÁTICO EN EL LICEO ESPAÑOL DE PARÍS CARLOS HERNÁNDEZ
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LA primavera de Madrid no es como la de París. Sus calles y jardines no parecen un mosaico de petunias y tulipanes, una cascada de prímulas y hortensias. Los decorados florales de sus parterres no alcanzan la perfección geométrica de Versalles ni el aire falsamente rural de Monceau o del bosque de Vincennes. Las vitrinas de Gran Vía no guardan celosamente increíbles orquídeas entre diamantes y esmeraldas como ese relicario del lujo parisino en que se convierte Place Vendôme. Pero en Madrid, al llegar la primavera, renace cada año la vida como un manantial de esperanza, se derrama por las arterias de la ciudad para fundirse en el torbellino callejero de su gente alegre llegada, como un aluvión, de todas partes. El aire de Madrid, además, es siempre más cálido, su luz es más intensa y en sus tabernas y plazas la gente ríe más fuerte, habla a voces y nadie allí se siente extraño. La primavera de Madrid tampoco es la de Praga, es menos exquisita; los muros de sus casas y edificios, menos armónicos y decadentes, no reciben, con los primeros rayos del nuevo sol, ese baño húmedo se siglos imposibles, ese aura de cuento de hadas que envuelve siempre a esta ciudad en un tiempo pretérito.
Un triángulo invisible, de fatalidad y esperanza al mismo tiempo, parece haber unido este año en un destino compartido a tres ciudades tan lejanas entre sí, haciéndolas confluir en lo que podríamos empezar a nombrar como el espíritu de Atocha. Tras los desgraciados sucesos del 11-M, ha renacido aquí, tres décadas más tarde, el espíritu de la ya lejana primavera parisina de mayo del 68, aquella imprecisa manifestación ciudadana, estudiantil y obrera, reclamando un mundo sin guerras y el derecho a imaginar una ciudad sin violencia, un mundo no competitivo, sin represiones, un lugar y un tiempo para el ocio creativo. En el Madrid del 11-M no se gritan ya las viejas proclamas que resonaban entonces en la ciudad del Sena, nadie quiere levantar los adoquines para pisar la arena ni aspira más a entregar el poder a la imaginación; pero muchedumbres solidarias como un río de dolor, interminable y mudo como un glaciar, van dejando a su ribera doscientas velas de duelo y, al desembocar en la estación de Atocha, despliegan cada amanecer una alfombra de crisantemos en memoria de tantas vidas inocentes segadas a destiempo y sin razón.
Hace ahora un año denunciaba en estas mismas páginas de opinión (IDEAL, 8.03.2003) la paradoja incomprensible de una guerra y sus secuelas en la que, como siempre, sólo mueren personas inocentes sin saber por qué. Como muchos de nosotros temíamos, la respuesta terrorista al apoyo español a la guerra preventiva de Irak ha provocado una masacre de personas inocentes. Madrid estos días ha vivido sensaciones traumáticas, sus calles han unido a ciudadanos de muchos signos, de muchas etnias y religiones. Eso la ha unido un poco a las sensaciones que vivió también la capital checa en los meses que siguieron a la truncada primavera de Praga. El proceso de reformas liberalizadoras iniciado en 1968 se interrumpió bruscamente en agosto del mismo año. El estruendo de las tanquetas soviéticas por las calles de Praga, intentando amedrentar a una población que no soportaba el totalitarismo comunista, despertó a una población dormida y abotargada. Después empezaron a brotar las primeras flores de libertad, esa semilla que, como decía Kant, la naturaleza cuida con extrema ternura. Las flores tardías de aquella primavera treparon después como la yedra por el muro de Berlín, desmoronando el símbolo que separaba dos mundos, cuando ya la Unión Soviética había hecho su perestroika y se incorporaba al club de los países democráticos. Nacía una nueva época, el fin de la guerra fría, mientras se esfumaba por las bambalinas de la historia una esperanza truncada, el paradigma comunista como abrigo de los pobres y oprimidos de la tierra. Con un sistema económico y político planetario, divulgado por la poderosísima industria cultural norteamericana, apuntalado con la hegemonía militar de los Estados Unidos, los predicadores del nuevo orden mundial anunciaban con Fukuyama el final de la historia y, parangonando al viejo racionalista Leibniz, el mejor de los mundos posibles.
En aquel mundo feliz, que es nuestro mundo globalizado de hoy, había otros vecinos que no eran tan felices y que emprendían largos viajes iniciáticos a la tierra prometida. Les llamaban inmigrantes. Venían como hordas famélicas del sur y del este. En sus países de origen no solamente no vivían en el mejor de los mundos posibles sino que pasaban hambre y sufrían enfermedades sin esperanza de curación por falta de medios. Sufrían explotación y desigualdad, especialmente si eran mujeres, persecución y marginación, sobre todo si eran de otra raza o de otro grupo étnico o religioso. En sus países de origen, sobre todo en el norte de África, en Palestina y en otras regiones deprimidas de la zona geoestratégica de los países árabes, había chicos jóvenes cuyas opciones de futuro eran la emigración, en caso de sobrevivir al naufragio en una patera, el contrabando de armas, el tráfico de droga o la militancia en una célula integrista. Como una nueva tabla de salvación para muchos oprimidos de esta región, el credo fundamentalista islámico es la nueva ideología de la liberación que ha sustituido al marxismo, llenando su hueco.
En esta prehistoria de la era planetaria que nos ha tocado vivir, incivilizada y bárbara aún, es irremediablemente cierto que los problemas y las soluciones locales adquieren al mismo tiempo una dimensión global. En este contexto, la impresionante respuesta ciudadana en la primavera de Atocha y el eco mundial que ha alcanzado podría ser un jalón importante en el incierto camino de la humanidad por encontrar un proyecto solidario y civilizador. Frente a los fines y medios del programa imperialista, la dominación y control geoestratégico de los recursos del planeta, a través de la guerra preventiva y su falsa legitimación ideológica como expansión de la supuesta seguridad y libertad de todos, no vale tampoco el programa fundamentalista. Este último, al retroceder a un concepto civilizador paleomedieval, pierde la fuerza que podría otorgarle su objetivo de justicia porque implica un totalitarismo de las ideas y de la práctica, quedando totalmente deslegitimado cuando utiliza los medios, siempre cobardes e injustos, del terror a gran escala
La primavera de Atocha debería servir para que un movimiento planetario de ciudadanos críticamente concienciados impulsara la acción de gobierno fuera de toda dominación imperialista, siempre injusta y humillante, y fuera de toda cobertura interesada a cualquier forma de totalitarismo y de fanatismo. Convertir en patrimonio común de la humanidad el petróleo y el agua, someter al control de la ONU los flujos financieros soterrados que permiten la financiación del terror pero también el tráfico de armas y de drogas, crear solidariamente un banco mundial de medicinas que haga frente a los problemas más acuciantes de salud en los países pobres, son algunos de los objetivos de un proyecto de civilización. En este campo, no estaría de más recordar la lección que nos puede seguir dando aquel personaje de Voltaire cuando, al final de su periplo por varios continentes, huyendo de guerras, terremotos y fanatismos religiosos, renuncia a su vieja ingenuidad de vivir «en el mejor de los mundos posibles» para dedicarse finalmente a hacer lo posible para vivir «en un mundo mejor» sencillamente. Como el volteriano Cándido, podríamos empezar ahora mismo a cultivar nuestro jardín.