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El intelectual, el poeta áulico y el bufón

OPINIÓN
TRIBUNAABIERTA
El intelectual, el poeta áulico y el bufón
JOSÉ LUIS CALVO MARTÍNEZ/CATEDRÁTICO DE LA UNIVERSIDAD DE GRANADA
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EN todas las formas de organización política que en el mundo han sido, se destaca una galería de grupos que hoy quizá no sería inoportuno comentar y resaltar ya sea porque los tenemos ahí a diario -o, al contrario porque los echamos en falta-. Naturalmente, y antes que nada, está el cuerpo ciudadano: éste es el que paga, el que se levanta a las siete de la mañana para trabajar todos los días, y el que sufre. No tiene coche con chófer ni despacho oficial. Sólo los paga. Se los paga a un cuerpo mucho más reducido al que conocemos como clase política. La clase que debería trabajar para el cuerpo ciudadano -para el demos que decían los griegos. Y sí, lo hacen unos pocos; no todos. Pero no quiero hablar de la clase política. Ya habrá tiempo para ello. Hoy me voy a referir a tres grupos mucho más reducidos que pululan inevitable y necesariamente en los aledaños del poder -de ese poder que el cuerpo ciudadano presta a los anteriores por cuatro años-. Estos grupúsculos configuran lo que literariamente hablando se llaman tipos. No son caracteres complejos, sólo figuras relativamente planas y por lo tanto fáciles de describir.

El tipo o figura más relevante, más admirable y deseable es el intelectual. Su contorno y función son bien conocidos: se trata de escritores, profesores o investigadores relevantes que actúan, es decir, hablan o escriben siempre contra el poder en la idea de que éste es, por su propia naturaleza, fácil a la corrupción y a menudo corrupto. Todos conocemos al intelectual: basta con evocar las figuras de Gandhi, Martín Luther King y, quizá, sobre todo a Sartre, Bertrand Russel o el propio Einstein. Tendemos a pensar que la figura del intelectual es de creación moderna, pero en realidad no lo es: el primero y quizá más grande fue Sócrates que hace 25 siglos fue condenado a muerte por denunciar sin rodeos y con coherencia la democracia en la que vivía: sobre todo, aquello que repugnaba a la racionalidad en lo legislativo y a determinados comportamientos viciosos. En la edad moderna también hubo figuras relevantes que podríamos calificar así: Erasmo y Lutero -y los contrarreformistas- en relación con la coyunda Iglesia-Estado; o Galileo en relación con la ciencia. Pero éstos no son propiamente intelectuales en el sentido que estamos dando a este concepto.

¿Y en nuestro país? En el siglo XVI hubo unos cuantos humanistas que tuvieron la osadía de pensar por su cuenta y sufrieron las consecuencias con el exilio. Pero en puridad tampoco eran intelectuales. Aquí el primero que hubo fue don Miguel de Unamuno como demuestran sus exilios y deportaciones. Y luego sí hubo más. En el franquismo hubo un grupo de intelectuales activo, aunque su existencia fuera puramente testimonial y graciosamente tolerada: se reunían en el Parador de Gredos (Ávila) todas las primaveras y entre ellos estaban personajes de prestigio como Aranguren, Julián Marías, Laín Entralgo, etc. Hoy sencillamente no los hay porque unos han desaparecido, otros han enmudecido y otros, finalmente, han sido absorbidos por el poder. Es decir, se han convertido en el segundo tipo de los que estamos considerando: el poeta áulico. El poeta áulico es un intelectual que vive parasitariamente del poder. Antiguamente hacían versos o biografías de -o para- su amo. Generalmente lo hacían, quizá, in statu necessitatis porque no tenían otro oficio. Y naturalmente ello les reportaba pingües beneficios: un buen sueldo, una elegante mansión, la fama y a veces la gloria: en ocasiones eran laureados, es decir, se les otorgaba una corona de laurel, un premio, un título, que simbolizaba la gloria. Pero, claro, ésta no es más que un trasunto de la de su amo quien se la cede unos instantes sub conditione. Hoy los poetas áulicos ya no hacen versos; hoy escriben libros o artículos de prensa, y hablan por la radio. Lo verdaderamente llamativo es que ni siquiera lo necesitan, porque en su mayoría son funcionarios del Estado. De hecho están por encima de aquellos a quienes adulan, pero, algunos al menos, parecen no verlo porque los ciega quizá más su ansia de notoriedad que de dinero. Y su actividad es patética: produce verdadera piedad el verlos y oirlos, ¿con lo que fueron!, argumentando como adolescentes.

Finalmente está el bufón. Tampoco ha faltado éste nunca entre los componentes del cuadro del poder. Vean, sí no, las Meninas. El único objetivo del bufón es complacer al amo: no necesita hacerle reír a carcajadas, sólo sonreír y que se sienta jaleado. Pero no hay que confundirlo, sin embargo, con el cómico. Este tiene, más bien, la noble ocupación de complacer y hacer feliz al cuerpo ciudadano: es para él un elemento necesario; a veces su única diversión verdadera y su válvula de escape. Pero sucede que, en nuestros días, algunos cómicos se han travestido y/o se ajustan alternativamente el traje de bufones. Si ello fuera sólo así, no importaría. Lo más grotesco de todo en esta grotesca figura es que se travisten de intelectuales. O, si lo prefieren, ocupan el lugar que éstos han dejado vacío. No deja de tener su gracia. Porque son justamente la contraimagen del intelectual más llamativo que ha habido en Occidente: Diógenes el cínico. Diógenes, un filósofo inteligente, decidió un día disfrazarse: se vistió de saco, tomó un bastón y se fue a vivir a una tinaja bajo el pórtico del templo de la Diosa Madre en el Ágora de Atenas. Y con ese atuendo y clase de vida se dedicó a denunciar las convenciones de la sociedad y especialmente a zaherir a los poderosos en un estilo cómico e ingenioso: que te retires y dejes que me dé el sol, contestó a Alejandro el Grande cuando éste le preguntó qué quería como regalo. Sin embargo la grandeza de Diógenes consistió -por lo que aquí nos concierne-s en que fue justamente lo contrario de un bufón.

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