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Gil de Biedma: retrato del artista en 2006

Gil de Biedma: retrato del artista en 2006

en 1959. De izq. a dcha.: Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, José María Castellet y Carlos Barral.

JOSÉ MANUEL GARCÍA GIL
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Pocos poetas como Jaime Gil de Biedma han conseguido tanta notoriedad con una obra cuantitativamente tan breve. Su huella ha marcado profundamente el panorama poético español de las últimas décadas. Sin embargo, no fue la suya una de esas obras dignas de los más bellos juegos florales. A poco que se adentre el lector en ella, descubre versos como estos: te acompañan las barras de los bares/ últimos de la noche, los chulos, las floristas,/ las calles muertas de la madrugada/ y los ascensores de luz amarilla/ cuando llegas, borracho,/ y te paras a verte en el espejo/ la cara destruida,/ con ojos todavía violentos. Es el autorretrato que el poeta nos propone en Contra Jaime Gil de Biedma. El mismo que quiso dejar claro en su libro Retrato del artista en 1956, aparecido en 1991, un año después de la muerte del escritor, tal y como dejó dispuesto.
Del diario de ese año, 1956, se cumplen cincuenta, y en él Gil de Biedma recrea sin concesiones a la galeria sus experiencias eróticas, recordándonos que hay siempre una clave privada,/ hay siempre un secreto perverso. En el primer capítulo escribe: Está uno hecho a tentarse a sí mismo, tan acostumbrado a no esperar, puesto en el trance de algún repentino apremio erótico, de ninguna ocasión graciosamente calva, son los caminos del placer tan solitarios y tan arduos, que si en un día de esos, cuando enteramente estamos a favor de la virtud… llega la tentación igual que a un don divino, a una gracia actual y refrescante, nos descubrimos tan indefensos como Saulo debió de descubrirse al caer del caballo.

Su muerte en los primeros días de 1990 conmovió a los círculos literarios; el eco de su vida y de sus poemas los sigue conmoviendo. Dos nuevos libros vuelven sobre su controvertida figura, sobre esa indefensión tan humana, sobre sus secretos y sobre su poesía. Son Retratos (con flash) de Jaime Gil de Biedma (Seix Barral, Barcelona, 2006) de Luis Antonio de Villena y Leer poesía, escribir poesía (Visor, Madrid, 2006) del propio Gil de Biedma. El primero, fruto de muchas noches agotadoras y de una relación cordial de varios años entre ambos escritores, es un retrato respetuoso del hombre, en toda su intimidad, acompañado de testimonios que vienen a desmentir los delirantes inventos respecto a los desmanes del poeta ya mortalmente enfermo.

Villena recoge la doble faz de la persona con la idea feliz de unir al doctor Jekyll y al Mister Hyde que conviven en el escritor y hacer que se peleen como una pareja de amantes corrientes y sinceros que desnudan la dualidad de su alma.

El segundo libro es la transcripción de dos conferencias con las que Gil de Biedma participó en diciembre de 1983 en un seminario dirigido por Álvaro Salvador y organizado por el Aula de Poesía de la Universidad de Granada. Él mismo reconoce en esas charlas que su vida estuvo determinada por su poesía, a pesar del poco tiempo que dedicó proporcionalmente a ella.

El retrato que Villena nos ofrece ahora es menos tendencioso, más objetivo, que el último de Miguel Dalmau (Jaime Gil de Biedma. Retrato de un poeta, 2004). No trata la homosexualidad del poeta como algo que le atormenta, pues Gil de Biedma no vivió trágicamente su homosexualidad, sino sólo –durante el franquismo– como un problema familiar, pero nunca como problema íntimo. Pero con la sana libertad que llegó en los días de la Transición, llegó, prácticamente, a convertirse en un discreto militante por los derechos de gays y lesbianas.

Y es que el morbo no es la mejor compañía para una poesía ciertamente memorable. Jaime Gil de Biedma es un clásico que acertó –en los años 60– a llevar a nuestra poesía una voz coloquial, muy trabajada y muy refinada de materia literaria, que alguien definió como una confesión junto a un vaso de whisky. Le gustó escandalizar, en el mejor sentido. Escandalizar a la izquierda –a la que pertenecía– mostrando gustos de señorito bien educado por la derecha. Quiso entrar dos veces en el PSUC pero no le dejaron por su condición sexual y, en cambio, votaba al partido comunista porque, decía, era el único partido de derechas que había en España. Y escandalizar también a la cerrazón hispánica –tan llena aún de posguerra– con su poderosa inteligencia y su saber cosmopolita, de hombre viajado, que citaba un alejandrino de Racine, en su original francés, o una sentencia de Eliot, en un inglés muy bien aprendido.

Como dice Francisco Rico, y confirman estos libros que acaban de publicarse, su poesía es directa y descarnadamente autobiográfica. Sus poemas constituyen una biografía imaginada que no podría ser otra que la del poeta Jaime Gil de Biedma: … mi poesía consistió –sin yo saberlo– en una tentativa de inventarme una identidad. Como sabemos, tuvo una iniciación literaria tardía y siempre fue muy honesto al evocar las circunstancias de su nacimiento poético: Tenía unas copas encima y me di cuenta de que podía ser poeta porque tenía en la cabeza un poema. Esto demuestra que en la propia génesis de su literatura refleja su múltiple personalidad. La faceta del amante constantemente derrotado, la del noctámbulo empedernido que llega a la oficina con sueño que vencer tras una de esas noches memorables de rara comunión con la botella. La del ejecutivo brillante durante el día y el loco de la vida a partir de las ocho de la noche. Una doble vida de alto empleado de una gran empresa y de visitante asiduo de locales nocturnos de todo tipo. La del poema y la del poeta que, después de serlo, se daba una ducha rápida y se encaminaba a su despacho en la Compañía General de Tabacos de Filipinas. Como esa vertiente suya de frecuentar chaperos, a los que con mucha ironía llamaba críticos cuando se refería a ellos en público.

Dicen, quizás exageradamente, que fue destruyéndose mediante empresas sexuales cada vez más desgarradas y canallas que le eran imprescindibles para soportar la inutilidad y desesperación de su vida adulta. Me odio a mí mismo porque tengo que envejecer, porque tengo que morir. La angustia por el tiempo marca su obra poética. El poeta mismo lo declaró: en mi poesía no hay más que dos temas: el paso del tiempo y yo.

Pero vivió como el decía una esquizofrenia controlada y deliberada, conectando y desconectando cables según el lugar donde me encontraba. Así se deduce del libro de Villena. Su complicada vida amorosa, el exceso de alcohol y una vida sin límites le llevaron a situaciones muy complicadas. Pero fue feliz mucho tiempo y tuvo también grandes amores, como Luis Marquesán o Pep Madern, al que nombró heredero universal.

Desde su muerte hasta nuestros días, el prestigio como escritor de Jaime Gil de Biedma ha ido creciendo hasta convertirle en el gran referente de su generación, un referente controvertido y sacralizado, de quien Valente dijo que era el otro medio, al reducir su generación poética, con irritante impertinencia, a un poeta y medio.

En su últimos años, recitó sus versos en los más variados foros. Acabados los actos bebía y hablaba hasta el hartazgo. Su resistencia al alcohol le permitía contar el último y contar mejor en las noches más largas. En Madrid se le recuerda en Oliver, cubriéndose la calva con su gorro ruso. El sida puso fin, tristemente, a toda esta militancia positivista y positiva, pero su poesía quedará, por encima de todo, para siempre.

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