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Nacidos el 17 de enero

Nacidos el 17 de enero
Nacidos el 17 de enero
Luis
Figuerola-
Ferretti
EL 17 de enero de 1946 Madrid amaneció blanco. Una espesa capa de nieve cubría aquella fría mañana la ciudad, por cuyas sombrías calles adoquinadas aún corrían los taxis de gasógeno. Ocurrían además otros hechos más o menos relevantes. Un joven llamado Antonio Mingote, que aquel mismo año comenzaría a colaborar en «La Codorniz», cumplía 27 años. Un niño llamado Antonio Fraguas, más conocido hoy como Forges, cumplía 4. Un anciano llamado Pablo resbaló sobre la nieve, dio con sus huesos en el suelo y se rompió uno de ellos. Se trataba de un perfecto desconocido, pero era mi abuelo, que probablemente corría para conocer al duodécimo de sus nietos, nacido esa misma mañana en el tercer piso de una casa del centro de Madrid. El recién llegado, por cierto, era quien esto escribe.
Madrid, repito, despertaba cubierto de nieve, y este fenómeno, entonces no infrecuente en el invierno mesetario, marcó después todos mis cumpleaños. A los adultos de la época les gustaba señalar los días especiales con alguna pincelada literaria. La insólita nevada que me acompañó mientras nacía simplificó mucho este trámite a mi padre.
Después de cuatro hijos, yo le debí de sorprender con la retórica aniversaria casi agotada, de tal manera que en lugar de apostillar mis cumpleaños con los consabidos ya eres un muchachote, te vas haciendo mayor, ya tienes edad de ser un chico responsable, debes pensar en el futuro, etcétera, se limitaba a evocar sistemáticamente la misma frase. Hijo… ¡no puedes imaginar la nevada que cayó en Madrid el día que tú naciste!
Desde entonces, cada 17 de enero despertaba no con la ilusión de cumplir un año más, sino de recibir como regalo un Madrid cubierto de nieve. Orham Pamuk retrata en su magnífico libro «Estambul» la misma ansiedad infantil por ver la nieve cubriendo su ciudad natal. «En mi infancia la nieve era una parte inseparable de Estambul -escribe el último Nobel de Literatura-. Estambul me parecía más «bonita» nevada…. Estambul estaba más desierta y se acercaba un poco más a los viejos días de los cuentos…»
Pamuk cuenta que en su ciudad nevaba cada invierno no menos de cinco o seis veces, y que en una ocasión los témpanos de hielo que fluían desde el Danubio al mar Negro bajaron del norte y entraron en el Bósforo ante los ojos atónitos de sus conciudadanos. Pamuk tuvo mucha más suerte que yo, que jamás vi nevar el día de mi cumpleaños ni, mucho menos, témpanos en el esmirriado Manzanares.
Esa frustración reiterativa era la culpable de la melancolía que me invadió siempre cada 17 de enero. Este día celebra la Iglesia la festividad de san Antonio Abad, patrón de los animalitos. El santo eremita asomaba en el calendario tan sólo once jornadas después de los Reyes Magos, plazo demasiado corto a juicio de un adulto como para justificar un esplendoroso regalo de cumpleaños. Unos recortables de soldados o de toreros o un par de tebeos y gracias.
Para acabar de aguarme la fiesta, mis hermanos mayores se choteaban de mí comparándome con los burros que, junto con otros animales, se concentraban tradicionalmente ante una iglesia del Madrid más castizo para recibir la bendición del santo y procesionar después. Pero por encima de omisiones y agravios, insisto, pesaba sobre mi alma ilusa la misma pena que arrastro desde siempre. La decepción, tras seis décadas cumpliendo años, de no haberse repetido nunca en su fecha aquella maravillosa nevada que cubrió Madrid el 17 de enero de 1946.
Todo cambió, sin embargo, cuando, leyendo en la agenda de un periódico la lista de personalidades que cumplían años este día, descubrí que entre los hijos del 17 de enero estaban nada menos que Antonio Mingote y Forges, dos de nuestros genios del humor que más admiro y con los que he tenido la suerte de trabar una cierta amistad. Es imposible derramar un solo elogio más que resulte original sobre Mingote, un tipo que concita el reconocimiento y el cariño de varias generaciones de españoles, y que ha asimilado su condición de leyenda con la naturalidad de un señor nacido en Daroca, recriado en Sitges y glorificado en el Parnaso por obra y gracia de su talento costumbrista y de la gracia de su lápiz. Que Dios le conserve salud para seguir ilustrándonos con sus indispensables viñetas y paseando su elegancia y bonhomie por las arboledas del Retiro.
En cuanto a Antonio Fraguas, autor de forgendros históricos de los que recuerdo trazos y textos tan indelebles en mi memoria como las alineaciones de mi Aleti, baste decir que últimamente presumo de que en su tertulia radiofónica un día me mencionó, y me puso incluso bien. Compartimos hace poco en la universidad de Granada un seminario sobre humor y medio ambiente y, resuelto mi papel, disfruté lo indecible como alumno del profesor Fraguas, que dictaba su lección pasando en diapositivas sus celebérrimas viñetas mientras daba un repaso a la humana condición. Fue desternillante a ratos, pero sobre todo irónico y también entrañable.
No he creído nunca en el determinismo de los signos zodiacales. Pero cuando di con aquella curiosa coincidencia, el obligado Impuesto de Actividades Económicas me encuadraba en el epígrafe de «Humoristas, caricatos y excéntricos» (sic). Puesto que nadie me clasificó oficialmente como esto último, debía considerarme entonces humorista o caricato, más o menos, y salvando las distancias, como Antonio Mingote o como Forges. Nadie lo diría, teniendo en cuenta lo nostálgico que me está saliendo el artículo, pero esa es al cabo la mayor felicidad que me cabe esperar de otro cumpleaños más. Porque los polos se derriten, los osos no hibernan, las cigüeñas no emigran y, con este endemoniado trastorno climático, a saber cuándo vuelve a despertar Madrid nevado un 17 de enero.
Humorista

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