El pasado 11 de enero, el Columbia partía hacia la Estación Internacional del Espacio con siete tripulantes a bordo, el comandante Rick D. Husband, el piloto William C. McCool, el comandante de la carga útil Michael P. Anderson, y los especialistas Kalpana Chawla, David M. Brown, Laurel B. Clarl e Ilan Ramón, este último el primer astronauta israelí de la historia, que ocupaba el puesto equivalente a Pedro Duque en la misión STS-95 de 1998 a bordo del Discovery, otro integrante de la flotilla.
A las 2 horas y 15 minutos del mediodía del 1 de febrero (hora española) el Columbia desaceleró para dejar su orbita y volver a la Tierra. 28 minutos más tarde, cuando la misión llevaba en el espacio 15 días, 22 horas y 17 minutos, el Columbia descendía a unos 68 kilómetros de altura con una velocidad de casi 21 veces la velocidad del sonido y se disponía a aterrizar en la pista 33 del Centro Espacial Kennedy, en Cabo Cañaveral.
El contacto con la atmósfera terrestre a esa velocidad es -si descontamos el lanzamiento- la operación de mayor riesgo del vuelo de un trasbordador espacial. Para minimizar el impacto, el Columbia, que viene orbitando cabeza abajo, gira espectacularmente hasta entrar en la atmósfera con un ángulo crítico de 40º, de tal forma que ataca presentando su panza recubierta de azulejos cerámicos resistentes a las altas temperaturas generadas por la fricción. A pesar de ello, el calor generado al atravesar la atmósfera crea una capa de partículas ionizadas alrededor del Shuttle que las señales de radio no pueden atravesar y durante 16 largos minutos el trasbordador pierde la comunicación con Houston. Siempre fue así en más de cien ocasiones y siempre todo ocurrió de acuerdo con lo previsto. Sin embargo, minutos después de comenzar la maniobra de rotación del trasbordador, se detectó desde Tierra un fallo de los sensores de los sistemas hidráulicos del ala izquierda del vehículo, fallo que fue confirmado por el sistema de alarma de a bordo. Tres minutos más tarde, ya dentro de esos dieciséis minutos de incomunicación nominales, el Columbia estalló a 63 kilómetros de altura cuando viajaba a unos veinte mil kilómetros/hora (unas 18 veces la velocidad del sonido). Sólo quedaba para llegar a Cabo Cañaveral algo menos que la distancia Madrid-Berlín. Las causas de la tragedia en la que toda la tripulación perdió la vida están aun por definir con precisión, pero están probablemente ligadas al daño que sufrió esa ala izquierda del Columbia durante el lanzamiento.
Además de su crucial misión como autobús a la Estación Internacional del Espacio, el Columbia llevaba una carga útil con más de cien experimentos para realizar. Experimentos cardiovasculares, de estudio sobre la sensibilidad gravitacional de plantas y peces, sobre osteoporosis y sobre respuesta al estrés; estudios atmosféricos y astronómicos, de física de la combustión, de reología, de fabricación de cápsulas de productos farmacéuticos, y un largo etcétera que incluía varios proyectos educativos presentados por estudiantes de instituto. Entre todos esos experimentos también llevaban dos experimentos nuestros. Eran dos experimentos sobre cristalización de proteínas con la Advanced Protein Crystallisation Facility, el mismo aparato de la Agencia Espacial Europea que habíamos rediseñado para el vuelo de Pedro Duque. Habíamos preparado esos experimentos concienzudamente. Y con suma paciencia, porque aunque estaban inicialmente planificados para el año 2000, los sucesivos problemas técnicos del Columbia fueron retrasando el lanzamiento hasta este último enero. Esa incertidumbre de los experimentos en el espacio es algo consustancial a ellos y uno debe aceptarlo así. Para los que lo vemos desde Tierra, esa tensión no es nada comparable con la de los que se la juegan allá arriba. Porque el Comandante Husband y su tripulación sabían que no hay una misión espacial libre de riesgo. Pero ellos eligieron contribuir en primera fila a conocer más de cerca el Universo y a aprender a movernos fuera de la Tierra, un destino, me temo que inevitable para la Humanidad. A todos ellos, Rick D. Husband, William C. McCool, Michael P. Anderson, Kalpana Chawla, David M. Brown, Laurel B. Clarl e Ilan Ramón, el Laboratorio de Estudios Cristalográficos del CSIC, os agradece vuestra entrega y os tendrá siempre en la memoria.
Juan Manuel García Ruiz
Profesor de Investigación del CSIC
Director del LEC