España es, desde hace tiempo, uno de los líderes mundiales en cuanto a la expectativa de vida de sus habitantes. Son muchos los factores que han hecho posible este buen logro colectivo: el crecimiento socioeconómico, la mejora de las comunicaciones, el gran desarrollo de la salud pública? Y, por supuesto, los avances médicos: cobertura universal y gratuita, nuevas tecnologías, nuevos fármacos? Vivimos más y, con ello, la muerte se ha hecho más compleja. Las potentes armas terapéuticas de las que disponemos consiguen alargar la vida de las personas. En muchos casos, para disfrutar los últimos años en buenas condiciones. Pero en otros, soportando una gran merma en la calidad de la existencia.
Por eso es importante debatir abiertamente sobre la dignidad de la muerte y plasmarlo en iniciativas legislativas que garanticen los derechos de pacientes, profesionales y familias. La Comunidad de Andalucía, estimulada por el impacto del caso de Inmaculada Echevarría -la mujer que sufrió un largo proceso para conseguir ser desconectada del respirador que la mantenía con vida a su pesar-, aprobó hace unos meses, con el máximo respaldo social y político, una ley al respecto. El Gobierno español ha anunciado otra, de rango estatal y en la misma línea, para marzo del próximo año.
Ninguna de las dos entra en cuestiones más espinosas, como la eutanasia o el suicidio asistido. Ninguna de las dos introduce novedades sustanciales. La sedación terminal y el derecho a rechazar tratamientos no deseados ya están recogidos en la Ley de Autonomía del Paciente, vigente desde el 2002, y no ofrecen discusión en la buena práctica médica. Ahora bien, ambas leyes pueden servir para aclarar y ordenar conceptos y procedimientos que a veces se confunden, dándoles cobertura jurídica y evitando conflictos como los vividos en el Hospital de Leganés. Bienvenidas sean, por tanto.
Pero la realidad es que la búsqueda de un buen final para una buena vida tiene lugar en escenarios más íntimos, con los matices y la complejidad del caso individual. Donde es básico escuchar y ser escuchado.
Un reciente estudio de la Universidad de Granada sobre la forma de afrontar los cuidados paliativos por profesionales, familias y pacientes, muestra abundantes lagunas conceptuales en cuanto a su puesta en práctica. En general, no existen dudas sobre los enfermos con cáncer terminal en los que el objetivo fundamental está claro: evitar el sufrimiento y, en su momento, acortar la agonía con sedación y analgesia.
Pero no sólo se sufre por cáncer al final de la vida. Muchas condiciones crónicas e irreversibles convierten los últimos meses en un calvario sin aparente sentido. En una batalla condenada de antemano al fracaso. Y es precisamente en estos casos donde el estudio demuestra que demasiadas veces reina el silencio. Donde la aplicación del protocolo y la rutina terapéutica alivian de los compromisos éticos. Donde la tecnología en ocasiones retrasa la toma de decisiones compartidas sobre la buena muerte. Tal como cada persona la entiende. Incluyendo el inalienable derecho a delimitar las rayas rojas que no se quieren atravesar.
Es precisamente en estos territorios, a día de hoy fronterizos, donde más importante es que pacientes, familias y médicos, hablen sin prisa ni prejuicios del beneficio real del esfuerzo terapéutico a desarrollar. Sobre todo, cuando no va a servir para recuperar la calidad de una vida en precario.
Por todo esto, para que los avances del conocimiento médico se complementen con la opción de no utilizarlos en determinadas situaciones, las leyes razonables, la palabra y la empatía deben vencer al silencio y al miedo.