Mira mi pecho ex tatuado
Dejaron de ser exclusivos de ex convictos, marines y roqueros y se convirtieron en una moda popular. ¿Pasajera? Eso parecía, pero diez años de auge otorgan al tatuaje la categoría de artículo de consumo de masas para más de una generación. Nada de elemento diferenciador de grupos ni símbolo de una vida alternativa: desde que Angelina Jolie, Mel C, de Spice Girls, o Pamela Anderson lo pusieran de moda a principios de milenio, han sido muchas las «celebrities» que imprimen en su cuerpo todo tipo de dibujos a base de tinta. Entre ellos, mucho antes de que llegara David Beckham o Robbie Williams, estaban Johnny Depp o Tommy Lee. Y del celuloide a la calle, pues según un estudio de American Academy of Dermatology, el 25 por ciento de los adultos americanos entre 18 y 30 años tiene un tatuaje. En Europa no hay datos, pero tatuadores y médicos expertos en su eliminación lo confirman: el «tatoo», aunque ya no es símbolo macarra, sigue en pie de guerra. Y, además, se perfila como un negocio con mayúsculas. Tony Mr. Crowley es el nombre artístico del dueño de Voodoo, en Barcelona, uno de los locales con mayor prestigio del país en la realización de esta práctica. «Vemos menos gente, pero el motivo está en que en 2000 éramos cinco locales en esta ciudad y hoy hay 15 y la clientela se reparte. Lo que ha cambiado es el concepto: la gente ha pasado de querer copiar el tatuaje de Angelina Jolie y Beckham, los más solicitados, a demandar un diseño personalizado», explica.
Entusiasmo femenino
Parte del éxito está en el incremento del entusiasmo femenino. Para la doctora Rosa Ortega, dermatóloga y profesora de medicina en la Universidad de Granada, la mujer es de clase media, de más de 40 años, y a menudo lo hace porque no se resigna a envejecer. Ella, como el resto de sus colegas, ve una agresión dérmica donde otros descubren arte. «Lo peor es que a menudo se hacen un día de fiesta, sin pensar en las condiciones de higiene», explica el doctor José Luis López Estebaranz, jefe de Dermatología de la Fundación Hospital Sur de Alcorcón. Según este colectivo, puede ser caldo de cultivo de dermatosis, reacciones alérgicas e infecciones (el 20 por ciento acaban en una), en ocasiones grave, como la hepatitis B, C o incluso sida. «A nivel lumbar podrían impedir la aplicación de anestesia epidural en un parto, pues muchos anestesistas se niegan a inyectarla por un posible riesgo de transporte de partículas a nivel raquídeo», añade López Estebaranz. Extremar la higiene resulta fundamental, algo en lo que hoy la legislación es muy firme: se utiliza material homologado, aunque las denuncias de lugares de dudoso rigor son muchas.
Con titulación
Desde el Centro Médico IML en Madrid advierten de que el profesional especializado debe obtener una titulación avalada por su comunidad autónoma en referencia a la prevención de riesgos higiénicos sanitarios, o bien ser técnico superior en Estética, licenciado en enfermería o medicina. Además, debe estar vacunado de hepatitis B y tétano. El cliente tiene que exigir que todo el material sea abierto y desechado en su presencia. Pero, ¿qué ocurre si el tatuado quiere dejar de serlo? Hasta la fecha, borrar un «tatoo» era la crónica de una tortura y sólo los portadores de los mensajes más comprometidos tenían las agallas para someterse a una criocirugía (quemadura por nitrógeno), dermoabrasión («peeling» con microcristales, que requiere muchas pasadas) o láser CO2, de acción ablativa y muy agresivo, y todos ellos dejaban cicatriz por añadidura (quizá sea el motivo de que Johnny Depp sólo borrara de su «Winona Forever» el «na» una vez que rompieran).
Actualmente, el sistema más perfeccionado es el láser Q-Switched, que dispara en nanosegundos y, de esta forma, confinan la lesión a la partícula de tinta produciendo muy poco daño en la piel circundante. Elimina la tinta roja, azul o verde oscuro, las más difíciles (el negro se borra mejor), dañando poco la piel. La novedad, no obstante, aún no ha aterrizado en España, pero en EE UU causa furor: se trata de una tinta desarrollada en Boston de pigmentos desechables con microesferas encapsuladas: en una sesión se logra borrar lo que con láser u otros se consigue en 10. Eso sí, el «arrepentimiento» puede costar desde 600 a 6.000 euros. Tiempo, dinero y recuerdo en forma de leve marca o hiperpigmentación. En última instancia, un «cover» o tatuaje que tape el anterior, algo que, gracias a las técnicas cada vez más perfeccionadas, comienza a estar out.
La generación de los anillos
Veintitrés son los «piecings» que han llegado a decorar el cuerpo de Christina Aguilera. Su favorito es el situado en uno de sus pezones. También lo es el de Nicole Richie, que ha comentado en alguna ocasión la incómoda situación que pasa cada vez que en un aeropuerto camina por el detector de metales. Pero éste es, de lejos, el más leve inconveniente para los amantes del «Body Art». «Los piercings pueden tener más complicaciones de las que se piensa, pues alteran la barrera epidérmica y pueden transmitir enfermedades sistémicas, como el VIH, hepatitis A, B o C, verrugas, originar eczemas o cicatrizar anómalamente», afirma el doctor López Estebaranz. Además, es uno de los casos más habituales de alergia al níquel. Aunque anillos y pendientes han experimentado un leve descenso en su popularidad, siguen adornando los ombligos de modelos, actrices y gente de a pie. Una premisa básica: que sean de calidad. Acero, oro de 14 quilates como mínimo o titanio son, sin duda, la mejor alternativa, según los expertos.
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