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El dolor silente

– El dolor silente

El título exacto era ´el dolor silente de los ancianos´. Una carta publicada en estas páginas ha estado, durante días, dándome vueltas en el magín. Más acá del tema que abordaba, era una carta bien escrita, rematadamente bien escrita. Da gusto tener lectores así. Mientras nos lean personas con esta capacidad de análisis y con esa hondura estaremos salvados. Y lo estaremos porque estaremos espoleados a hacer todos los días un periódico digno de la inteligencia de nuestros lectores. Dicho esto, vaya esta columna de hoy a subrayar lo que allí se decía: nuestros ancianos están solos en muchos casos, sufren más de lo debido y no están lo atendidos que debieran. Cargaba nuestro comunicante, con contundencia y sin rebozo, contra la Junta de Andalucía. Él sabrá. Lo que yo he hecho ha sido ir en busca del informe referido en la mencionada carta. Se trata de un informe elaborado por dos profesores de la Universidad de Granada para el Centro de Estudios Andaluces, dependiente de la Consejería de Presidencia. Hombre, puestos a ser indulgentes y misericordiosos en la crítica, hay que reconocer la gallardía de los que han encargado un informe, que ese informe no los pone guapos y que, al final, lo hayan publicado. Mejoramos. El antedicho informe tiene más de cien páginas. Pero como en un periódico estamos, toda esa parafernalia verbal necesita un titular, y es este: Sólo el 2% de los ancianos está atendidos por los Servicios Sociales en Andalucía. Y es aquí, claro está, donde se comienza a complicar la cosa. Mucha farfolla verbal, mucho aspaviento publicitario y el 98% por ciento de los viejos andaluces se las tienen que aviar como puedan.
Pero, una vez más, aparece el colchón, el amortiguador social por excelencia, el bálsamo de Fierabrás de todas las dolencias de una sociedad enormemente dolorida: la familia. Sí hombre, sí, la familia tradicional, la de toda la vida, esa que tanto os empeñáis en postergar, ningunear y ridiculizar. Ese entramado de relaciones, ese conjunto de hilos y cordones recios y firmes, esa red de acero conformada alrededor de la unión amorosa, fiel y mutuamente entregada de un hombre con una mujer. Esa, sí, la de nuestros padres, la de nuestros abuelos, la de toda la vida. Esa, para algunos, antigualla es la que está sosteniendo el tinglado para que no se desplome del todo y nos coja debajo y nos sepulte. La familia tradicional, querido, esa vetusta carroza, que veis tan poco moderna, es la que está sacándoos las castañas, y hasta la olla de las castañas, del fuego. Del incendio de los hijos en paro, de las hijas maltratadas, de los atrapados en la drogadicción, de los hijos e hijas separados y divorciados antes casi de haberse conocido, de los que no saben qué hacer con los niños a las siete de la mañana porque se tienen que ir los dos a trabajar, de los que hay que pasarles algo porque no llegan a final de mes. La familia tradicional, sí, figura, la de toda la vida, es también la que está apagando la pavorosa quema social de decenas de miles de ancianos inasistidos, solos, enfermos, incapacitados. ¡Qué cosas!
Tendríais que estar, listos, modernitos, poniendo velas, alfombras y encendiendo el botafumeiro por este modelo de familia, y mira por donde tratáis de embaularla, pasaportarla y mandarla al panteón de la historia. Pero va a ser que no. Parece que el personal no está por la labor. Antes al contrario, parece que la gente quiera seguir teniendo padre, madre, hermanos y primos . Va a resultar que la familia tradicional no es un reducto de reacción, conservadurismo y carcundia. De momento es el corcho al que estamos agarrados como fieras y que nos permite sacar la cabeza del agua, de la inundación, del naufragio.
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