– Homenaje a Saramago
Los portugueses son extremadamente religiosos. En Les Mureaux, pueblo de las cercanías de París que conozco muy bien por haber vivido en él varios años, los domingos hay dos misas: una en francés, con una asistencia mínima, y otra en portugués, que llena todos los bancos de la iglesia. Huelga añadir que la colonia portuguesa en este pueblo es muy numerosa y que para comprobar estos pormenores no hay necesidad de tragarse ninguna de las dos misas: basta con pasar por la puerta de la iglesia al final de estas ceremonias. Suficiente para hacerse una idea. En Lisboa, la única ciudad importante de Portugal que conozco, si uno siente la urgencia de vejiga y visita alguno de los urinarios de la capital, puede encontrarse con la sorpresa de que el cuadro de un santo o una virgen se halle presidiendo tan insólito lugar. Todo un alivio para quien sufra mal de orina y un gran antídoto para evitar que ocurra.
Si traigo a la palestra estos pormenores sobre la religiosidad portuguesa no es por capricho; su finalidad no es otra que explicar el ‘milagro´ –milagro laico, pero milagro a fin de cuentas–, que a continuación voy a relatar: el recibimiento que el pueblo de Azinhaga hizo el pasado sábado, 31 de mayo, a su hijo más ilustre y universal: el escritor José Saramago. Universal e ilustre, pero también ateo convicto y confeso. En tiempos de Salazar lo habrían declarado hijo espúreo, en los siglos de la Inquisición lo hubiesen abrasado en un bonito auto de fe, como los que él describe, por ejemplo, en ‘El memorial del convento´; en estos albores del siglo XXI lo recibieron con banda de música, alcalde encorbatado y las chicas del pueblo vestidas con el traje regional. Lo único que faltó fue que el cura también hubiese ido a recibirlo. Acaso también estaba entre la multitud. Si esto hubiera ocurrido en la volteriana Francia, incluso en la España de Zapatero, sería hermoso pero no tendría nada de particular; pero que haya ocurrido en un país tan marcadamente católico, apostólico y romano, con esa fe de carbonero, (es decir, irracional) que pedía Menéndez y Pelayo, aunque jamás él ejerció tal profesión, como es el caso de Portugal, mucho más el Portugal profundo y rural, es como para quitarse el sombreo y felicitar con todo respeto y admiración al verde y allanado pueblo de Azinhaga, donde hace 86 años vino al mundo el reputado escritor. Chapeau!, como dirían los franceses. Yo, que no tengo sombrero, me despojo de mi humilde gorrilla, saludo al pueblo y me uno al homenaje.
Un homenaje que, aunque no le guste al escritor, se parece a la divina trinidad, pues es uno y se compone de tres: 1) inauguración de la Fundación José Saramago, 2) hermanamiento de tres pueblos, Azinhaga, la aldea donde estábamos, Tías de Lanzarote (Canarias) y Castril (Granada); y 3) dedicación de una de sus calles a Pilar del Río, traductora y compañera de dichas y desdichas del mencionado escritor. Cada uno de estos actos merecería un artículo completo y separado. Acaso otro día lo escriba. De momento sólo voy a hacer parada en un pequeño detalle: la cama de los abuelos del escritor, expuesta en el piso de arriba de la Fundación Saramago. Basta echarle la más fugaz ojeada para calar en la honda raigambre popular de nuestro autor. Alguien dijo que en España lo que no hizo el pueblo, se quedó sin hacer. Yo propongo que se cambie la palabra España por Iberia para que la frase alcance toda su amplitud. Aquí tenemos un ejemplo palpable de lo que un hijo del pueblo de Iberia ha sido capaz de hacer.
Esta trilogía de actos, con la grata presencia del homenajeado, se cerró con una popular comida al aire libre que ofreció con generosidad el Ayuntamiento de Azinhaga a nativos y foráneos. No era el banquete de la boda de Camacho, que con tanta profusión de detalles nos describe Cervantes en la segunda parte del Quijote, pero se aproximaba. La generosidad en el vino se notó después, ya anochecido, a la hora de tomar el autobús de regreso a Lisboa y ver y oír cómo se desataban las lenguas y las gargantas cantoras de la juventud.
Al día siguiente, domingo primero de junio, asistimos a la inauguración de la exposición sobre José Saramago en uno de los muchos palacios que salpican la ciudad de Lisboa. Auspiciada por la Fundación César Manrique de Lanzarote y montada por la mano experta de Fernando Gómez Aguilera, pone al alcance del visitante toda la vida y la obra del genial escritor. Sólo le encontramos un defecto: el catálogo-libro que perpetua el evento –todo un legado para las generaciones futuras–, tan sólo existe en portugués. Aprovecho la ocasión para pedir su traducción –lo pido por orden de simpatías lingüísticas– al español, francés e inglés. La universalidad del escritor lo está exigiendo. La cátedra José Saramago de la Universidad de Granada –todo un acierto del nuevo rector–, a través del profesor Alberto Matarán Ruiz, tuvo la delicadeza de ofrecernos a cada uno de los expedicionarios un ejemplar del catálogo.
Viendo a la gente que iba y venía, oyendo los elogios y leyendo algunos recortes de prensa que salpicaban las paredes del palacio, no pude evitar que me viniera a la cabeza el recuerdo de los tiempos pasados: ¡si los inquisidores levantaran la cabeza! Por fortuna para él y nosotros, todos están muertos y bien muertos.
No quiero terminar sin una sugerencia a quien corresponda: cuando esta exposición cierre sus puertas de Lisboa y de Madrid sería de desear que también visitase Granada. Es verdad que las arcas municipales no están para muchos derroches, pero si aquí no falta dinero para lo superfluo –valga de ejemplo el traslado del caballito, las obras de afeo y acatetamiento de los jardines del Genil o las sucesivas talas de árboles y arbustos– tampoco debería faltar para algo tan esencial y perentorio como es la cultura.
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