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Ciudadanos de Granada: Prácticas de solidaridad

Ciudadanos de Granada: Prácticas de solidaridad

Dos titulados universitarios trabajan como cooperantes en regiones deprimidas de Perú durante tres meses. La experiencia se incluye como parte del proyecto práctico de un postgrado de la UGR.

Un titulado universitario no olvida fácilmente sus primeras prácticas, pero hay experiencias que marcan para siempre. Tanto, que algunos sólo ven claro el rumbo a seguir después de esto. A Cristy Gómez y Rafael Roberto les cambió la percepción de la realidad en poco menos de tres meses. El suyo no fue un rodaje normal. A miles de kilómetros del hogar, sin comodidades y enfrentados a situaciones que a España sólo llegan en forma de documentales que se emiten en tramos horarios de baja audiencia, encontraron el sentido a los duros años de formación.

“He aprendido a entender la vida de otra manera”, asegura Rafael, quien ya sabe lo que es residir en una ciudad del norte de Perú, colaborando como mediador cultural con la asociación Manitos, cuyo objetivo es la formación de menores. Su cualificación es de intérprete y traductor, estudios que compagina con los de Trabajo Social. Es en este campo donde piensa que se halla su sitio. El máster en Cooperación Internacional y Desarrollo de la Universidad de Granada (UGR) le llevó a suramérica.

Poco más de ocho semanas que apunta que le han sabido a poco: “Me muero por volver”. Este granadino de 26 años espera poder dedicarse profesionalmente a esta labor. Allí conoció la cara más dura de la pobreza, de las injusticias que lastran el avance de los lugareños. Es un mundo donde el trabajo acaba con la infancia de los niños y donde los adolescentes son jubilados en potencia. La organización donde prestaba sus servicios trataba de salvar a los chicos a través del estudio, una misión casi imposible cuando se intenta instruir a chavales que no disponen de tiempo para acudir a la escuela. En los arrabales de Piura todo cuesta mil veces más.

Las clases, para los alumnos de Rafael, eran una actividad extraescolar, un motivo de fiesta tras jornadas “de nueve, diez, once o doce horas de trabajo”, señala el joven. “Los métodos no se pueden comparar con los que empleamos aquí. Había que enseñar jugando, adaptarse a los chicos, pues la actividad pedagógica se lleva a cabo en un ambiente extremo. No era extraño que se te durmieran en clase”, lamenta.

Optimismo. El cooperante recuerda la situación de la familia de Cunya –dos padres con ocho hijos–. Se ganaban la vida, entre otras cosas, fabricando adobes en el propio hogar. “Nos desplazábamos desde la ciudad para enseñarles matemáticas, lengua y otras materias. Con grandes dosis de tesón y fuerza de voluntad, se imponían al cansancio”, continúa explicando el formador, a quien sorprende cómo gente con tan poco en lo material afronta cargada de optimismo y alegría su día a día.

En el mejor de los casos y, según el traductor, los escolares deben caminar normalmente un mínimo de una a dos horas cada jornada para alcanzar el aula, que suele encontrarse a varios kilómetros y por vías precarias que convierten el trayecto en un camino de obstáculos. “Para ellos es normal, por ejemplo, recorrer grandes distancias para ir por el agua, que luego portan en bidones de 20 litros con sus endebles cuerpos”, añade.

En el piso que compartía en la ciudad costera con otros cooperantes no contaba con grandes lujos, pero al menos disponía de baño con agua caliente y otras comodidades dignas de mención si se considera el contexto. En la situación doméstica de Cristy no intervenían algunos de estos factores. Casualmente el escenario de operaciones de sus prácticas también se encontraba en Perú. La historia de la periodista de 27 años resulta igual de interesante.

Al servicio de Ayuda en Acción, su misión estaba igualmente en el extremo norte del país. La rutina de los cometidos que tenía a su cargo, relacionados con labores de comunicación, le llevaba a zonas profundamente rurales –muchas de ellas, según cuenta, todavía en proceso de electrificación– , en las que los proyectos sanitarios, educativos y de infraestructuras de las Organizaciones No Gubernamentales siguen siendo prioritarios.

Se movió por la zona de Sierra Norte, región andina con alturas medias de 2.600 metros, en la región de Cajamarca. Se encargaba de la difusión de los avances en las iniciativas puestas en marcha por estas organizaciones. Cambiaba frecuentemente de residencia. Cuenta que no le quedó más remedio que acostumbrarse a los eternos viajes por carriles de tierra que quedaban inservibles con el agua, unos desplazamientos que solía realizar a lomos de una vieja motocicleta: “Iba por los caseríos –pequeños núcleos formados por agrupaciones de habitantes del campo–, conociendo los planes de desarrollo rural de cada ONG”. Las labores de Gómez eran las típicas de una corresponsal.

Elaboraba notas de prensa que luego remitía a medios peruanos y, en ocasiones, españoles. Destaca el contacto directo que mantuvo con la población local, a la que le sobraban los problemas, “pero que avanzaba paso a paso gracias al trabajo comunitario, al llamado capital humano”. “Son personas extremadamente responsables, muy válidas y capaces, que tan sólo necesitan una oportunidad. Todos colaboran cuando se trata de buscar el bien colectivo.

Después de sus jornadas laborales –de sol a sol– no dudan en implicarse en la construcción de escuelas o centros sanitarios, que, aunque con el apoyo de las asociaciones internacionales, construyen con sus propias manos”, explica la ex alumna del máster de la UGR. Aunque reside en España desde los diez años, Cristy Gómez nació en la República Dominicana, tierra desde la que se trasladó junto a sus padres y hermanos, y en la que residen muchos de sus familiares: “Me interesa la realidad de suramérica por cuestiones evidentes”.

Seducida por el trabajo desarrollado al otro lado del Atlántico, añade que ha descubierto su gran vocación en la ayuda al desarrollo y que, por primera vez, “encuentro sentido a mi titulación”. Ha conseguido un contrato con el que continuará su vinculación con Ayuda en Acción. Defiende la profesionalización de la labor del cooperante, “pues, a veces, con la buena voluntad sólo no sirve”.
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