Inicio / Historico

Vírgenes

– Vírgenes
JUAN ANTONIO AGUILERA MOCHÓN/PROFESOR DE LA UNIVERSIDAD DE GRANADA

¿NO es de lo más chocante que se discuta tanto acerca del celibato de los curas sin que a casi nadie se le pase por la cabeza el de las monjas? No se trata de elucubrar sobre el sexo de los ángeles, pues es evidente que las monjas sí lo tienen, pero aún hoy parece tan inexistente como el de aquellos supuestos seres celestiales. (Y cuando se descubre su sexo, demasiado a menudo es para violarlo, a veces por hombres que también han hecho juramento de castidad).

Es evidente que, en la Iglesia católica, estas mujeres consagradas a Dios están muy lejos de las prerrogativas de los hombres consagrados a Dios. A ellas apenas se las escucha más que hablando de repostería, pero de todas formas es muy improbable que ninguna reivindique, y menos públicamente, el derecho y la conveniencia del sexo. Supongo que quienes deciden meterse a monjas ya han interiorizado una educación religiosa en la que la represión del sexo es primordial especialmente para las mujeres.

Sabemos que la Iglesia considera el sexo como pecado salvo cuando se practica como medio para la procreación. Esta condena mórbida ha hecho un daño difícil de estimar, pero sin duda ha sido mayor entre las mujeres. Seguramente casi todos tenemos entre las mujeres próximas (empezando por las de la familia: madre, tías, abuelas) ejemplos de personas que han vivido una vida peor (que han pasado a peor vida, podríamos decir) por esa causa, y a menudo sin conciencia de ello. El nacional-catolicismo franquista también fue criminal por esta masacre sexual ejercida sobre la población, en especial sobre la femenina.

El principal símbolo de la represión sexual específicamente femenina lo tenemos en la Virgen, en las Vírgenes. El catecismo vigente de la Iglesia católica sigue presentándonos a la madre de Jesús como la «segunda Eva» que redimió a la mujer del comportamiento nefasto de la Eva original, la primera mujer sobre la Tierra, la desobediente con hambre de conocimiento. Y, junto a la sumisión, la característica más reseñable de esta segunda Eva, hasta el punto de darle nombre, es la virginidad: María, dócil, quedó embarazada y parió a Jesús siendo virgen, se afirma en el Catecismo. Esta visión virginal de la madre de Dios tuvo un éxito popular enorme, quizás en parte porque es un mito edificado sobre ancestrales y extendidos mitos matriarcales. Y, unido a las necesidades de diferenciación local, dio lugar a miles de advocaciones que son visiones diversas de la misma persona: la Virgen del Rocío, la de las Angustias, la de la Misericordia, etc., etc. A cual más milagrosa. A cual devoción más apasionada, más fervor popular.

Me he referido a la Virgen como un mito, lo que quizás requiera una breve explicación. Para empezar, es un mito porque datos históricos serios sobre la madre de Jesús sencillamente no existen. E, incluso para quien otorgue a los Evangelios un alto valor histórico, le será difícil sostener sobre ellos lo que dice el Catecismo vigente: «la virginidad real y perpetua» de María. En segundo lugar, parece claro que, como otros mitos cristianos, el de María se gestó sobre mitos paganos anteriores. Por otro lado, las personas con cierta cultura científica lo saben, aunque generalmente prefieran no decirlo: evidentemente, la madre de Jesús (la nueva Eva) no fue virgen. Y, no menos evidentemente, Eva no existió, es otro mito. Por fin, que se haya comprobado con rigor científico, ninguna Virgen (y ningún otro ser) ha hecho un milagro. En resumen: no sabemos nada relevante de la madre de Jesús (no podemos decir siquiera que era «buena» ni que era «mala»), pero sí sabemos que no era virgen y que no ha hecho milagros. Y que con su mito (sostenido por los rasgos positivos de un amor específicamente femenino, maternal) se ha hecho un daño formidable a millones de personas, sobre todo a las mujeres. Ha servido para violar su autonomía y su percepción de la realidad, para enemistarse con su propio e «impuro» cuerpo… para hacerlas menos felices o más desgraciadas. Me parece, en definitiva, un símbolo ominoso, que merece el rechazo de quienes anhelan la emancipación femenina, la emancipación humana. Mi alegato contra las Vírgenes no es producto de una antipatía irracional, sino fruto de una defensa apasionada de los derechos humanos: los derechos sexuales y los derechos femeninos en particular. Las mujeres educadas bajo el influjo de ese símbolo virginal suelen casarse con un vestido blanco, sin la más mínima conciencia de que eso suponga una sumisión, una humillación respecto a la pareja masculina. Por el contrario, lo hacen a menudo con una ilusión enorme, alimentada desde la infancia. Ya a las niñas se las viste de pre-novias (hasta lo cantaba Juanito Valderrama: «lo mismito que una novia») virginales en las primeras comuniones, que son un punto álgido en el adoctrinamiento infantil católico. Precisamente merece un rechazo especial la perpetuación de ese perverso mito irracional (junto a otros relacionados) quizás de la única manera posible: a través de la educación infantil. Lo que es aún más grave: de la educación infantil pública, mediante las clases de Religión.

Sin embargo, es claro que las Vírgenes gozan de gran devoción popular. Contra esto no puedo más que mostrar mi razonado desagrado: ni quiero ni puedo pedir que desaparezca. Tampoco pido que un Ayuntamiento o cualquier otra instancia pública proclame o apoye ideas, afectos y desafectos como los aquí expuestos, por muy argumentados que estén: no deben hacerlo. Como tampoco deben las administraciones y sus representantes -como tales- participar en las devociones marianas ni en otras similares. Que un Ayuntamiento participe en la coronación de una Virgen, que salga en procesiones, que una Virgen sea la patrona de una ciudad, que el Ejército rinda honores a otra, Todo esto es incompatible con un Estado aconfesional. Es decir, cada vez que se hace algo de esto (aunque la mayoría lo apoye), se está actuando contra la Constitución y se están vulnerando derechos fundamentales de los ciudadanos.

Descargar