Recibe don Arsacio Peña (2 de marzo de 1914, Valladolid) a los periodistas trajeado y de pie, los saluda con un fuerte apretón de manos, los guía a paso ligero por el pasillo de su céntrico piso granadino hacia el despacho donde pasó consulta hasta que cumplió 75 años y en él – ya sentado en una antigua silla de madera y rodeado por su orla y otras placas honoríficas- quita importancia de un plumazo al homenaje que le rindieron hace solo unos días por su centenario en la Facultad de Medicina de Granada, un solemne edificio donde él tiene el honor de ser la única persona viva que cuenta con un espacio dedicado a su nombre: el aula Arsacio Peña.
«Esas cosas ya me dan igual», narra con ímpetu este maestro de maestros que resume con una sencilla fórmula -«me ha tocado la lotería genética»- el secreto de una sana longevidad como la suya. «Soy de ese 2% de centenarios que no tienen enfermedades crónicas», reconoce con una especie de sonrisa que apenas desaparece de su boca. «A esa suerte natural yo también le he ayudado, no he malgastado mi herencia genética. Le di una chupada a un cigarro encendido a los ocho años y me resultó tan desagradable que nunca lo volví a probar; no bebí casi nunca, solo un vino dulce o un licor ocasionalmente; comí todo lo que mi mujer me presentó en la mesa, como me enseñaron desde pequeño; y nunca hice ni una pizca de deporte, porque eso desgasta mucho el cuerpo. Caminar sí, bastante, pero deporte no, es forzar demasiado el organismo», enumera con firmeza el enjuto doctor, cuyo currículum está jalonado de éxitos y reconocimientos.
Arsacio, hijo del médico rural de Langayo, una población vallisoletana que hoy apenas tiene 300 habitantes, estudió la misma carrera de su progenitor, con inmejorables notas, en la capital, Valladolid. De aquella primera época guarda uno de los mejores recuerdos de su vida: «Cuando era alumno interno de Clínicas en la universidad, teníamos que atender a los pacientes urgentes y distinguir (antes no había pruebas de imagen) si era un caso médico o había que operar. Poco después se impuso la práctica de emplear los cadáveres, los muertos, para estudiarlos en la Facultad de Medicina. Fuimos pioneros en España. Venían fundamentalmente del manicomio de Valladolid, quien entraba allí normalmente se moría allí, porque entonces no había tratamiento para esas enfermedades. Los diseccionábamos para estudiar su anatomía y alteraciones. En aquella época fue cuando más aprendí».
Él, que dice no estar al tanto de la actualidad y rehúsa pronunciarse sobre los recortes, el traslado del Clínico al PTS o los avances de la medicina en los últimos años, recuerda sin embargo a la perfección que logró ser Catedrático de Patología y Clínica Médica por oposición y con el número uno en 1944, en la Facultad de Cádiz. Algo más tarde, en 1952, revalidó su título tras pedir traslado a Granada, donde se quedó para siempre.
«Llegaban pocos enfermos»
Aparte de por sus méritos científicos, alcanzó notoriedad por su didáctica, por ser un gran profesor, de esos que escriben el libro con el que uno estudia y suelta frases que la audiencia repetirá el resto de su vida. «Cuando llegué a la ciudad aún se atendía a los pacientes en San Juan de Dios, luego nos pasamos al Clínico. Nos llegaban pocos enfermos», rememora.
También sacó huecos entre tanto fervor médico y miles de horas de estudio para la economía y los dulces, sus mayores aficiones. «He llevado una vida muy austera y ahorrativa, me apreté el cinturón para que mis tres hijos (uno de ellos ya fallecido) y mis seis nietos llevaran una vida mejor», narra este asombroso hombre que por motivos de trabajo vivió un año en Estados Unidos, un año en Alemania y otro en Sudamérica, en concreto en Paraguay. Precisamente en ese último país aprendió una de las cosas que más fama le concedió cuando retornó como profesor a la Facultad de Granada. «Allí vi la costumbre de presentar cada día en clase a un enfermo real. Sí, a un paciente. Cuando ya tenía el sujeto sus pruebas hechas, los alumnos lo podían interrogar y luego debatíamos el caso. Lo mismo empecé a hacer yo a mi vuelta a España, con muy buenos resultados».
Ese es otro de los mejores recuerdos que guarda Peña de su dilatada trayectoria profesional. Y al igual que a él, les ocurre a sus alumnos. Llegaba Arsacio al aula acompañado de una persona, siempre distinta, aquejada de determinado mal; y allí, ante los estudiantes, le interrogaba sobre su dolencia, sobre sus síntomas, antes de abrir sesudas sesiones con los aprendices para establecer un diagnóstico certero. «¡Si era yo durante mucho tiempo el encargado de traer a los pacientes!», apostilla al otro lado del teléfono Blas Gil Extremera, jefe de Medicina Interna del hospital Clínico y catedrático de Patología y Clínica Médicas.
Gil Extremera es solo uno de los tantos alumnos ilustres de Arsacio Peña. Francisco Pérez Jiménez, catedrático de Medicina Interna en Córdoba; Juan Jiménez Alonso, jefe del mismo área en el hospital Virgen de las Nieves; Javier de Teresa, presidente del Colegio de Médicos; o María Castellano, catedrática de Medicina Legal, son otros de los relevantes doctores que figuran entre sus discípulos. «Hay especialistas de su escuela por toda España», añade el representante de los galenos en la provincia. «A José Rico Irlés, unos 20 años más joven que él, también catedrático y profesor de Patología en la Universidad de Granada, le tiene un especial cariño», confiesa la nuera del protagonista, Cristina Caffarena, ya que a Arsacio le da pudor nombrar a alguien en la categoría de predilecto.
Y es que la discreción y la exactitud han sido dos de sus fuertes. Según algunos de sus conocidos, siempre se lo encontraban en el mismo sitio y a la misma hora, siempre con la misma forma de andar. «Nunca lo vi con abrigo, nunca con paraguas y llevaba siempre la misma cartera y un traje que parecía siempre el mismo», lo describió el ya desaparecido Miguel Guirao.
Poco a poco, Arsacio se ha quedado sin compañeros de generación. Su esposa, de 98 años, aún sigue a su lado, aunque con menos ímpetu que el incombustible doctor, quien no quiere ni oír hablar de un enterramiento. «Nosotros somos de incineración. Y ni de cenizas ni nada», sonríe ya de camino a su paseo diario por la Avenida de la Constitución. Agarrado del brazo de su nieto, la surca con más ligereza que la mayoría de los viandantes que se cruzan con él a pesar de ser dos o tres décadas más jóvenes que el individuo en cuestión. «A estas edades lo que nos ocurre es que todo el conocimiento que hemos atesorado se va perdiendo, no nos acordamos de nada. Sobre todo, de lo más reciente. A veces digo, jo, no sé dónde he dejado un libro que solté hace cinco minutos», describe una persona que no conoce la enfermedad, salvo un par de heridas de guerra que sufrió siendo médico militar y que le sanaron bien pronto.
Durante aquel periodo bélico, él realizó investigaciones que sirvieron para su tesis doctoral y descubrió la cura de la fiebre de trincheras -provocada por un parásito-, cuyo efecto se comprobó por los médicos alemanes durante la II Guerra Mundial. «Aquel hallazgo fue importante», remarca como quien no quiere la cosa.
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