GRANADA
Un tipo tranquilo y de aspecto inofensivo
Los periodistas de IDEAL narran los pormenores de la cita y sus impresiones sobre Antonio Herrera
ImprimirEnviar
ANTONIO Herrera es el promotor del mayor y más rápido milagro económico de buena parte de la Alpujarra, y también el autor de la mayor presunta estafa de los últimos tiempos en España. Ahora se oculta en un país en el que pasan los días envueltos en merengue, salsa y reguetón, y huele a lima y a agua salada. Desde que huyó, ha contactado únicamente con dos personas en ocasiones muy contadas y ha seguido a través de Ideal Digital el acontecer de un caso, el suyo, que ha sacudido como un terremoto voluntades y economías de muchos granadinos, entre ellos algunos que apostaron fuerte y quisieron lavar el negro de millones de procedencia seguramente inconfesable.
Al principio sólo quiso huir porque temía por su vida. Ahora sabe que en los juzgados la historia, su historia, se calienta por procesos de deudas reconocidas o no.
Quería explicarse
A una de esas personas con las que ha estado en contacto, un amigo al que conoció hace un tiempo, le pidió que concertara una entrevista con IDEAL. Quería hablar. No deseaba que en los juicios se manchase más su nombre y la dignidad de su familia sin decirle a todos que mucho de lo dicho en corrillos y periódicos no es verdad. La única condición: no revelar su paradero. El acuerdo final se cerró con la elección de un país caribeño diferente al que reside.
En los días previos a la partida, surgían todas las dudas del mundo sobre la oportunidad de entrevistar a un personaje rodeado de misterios.
Un temor y mil presentimientos, pero la oportunidad de descubrir directamente en los ojos de Antonio Herrera las respuestas que todavía desconocemos de una de una historia sorprendente, una farsa quizá.
Las amenazas casi diarias hacen pensar que aquí hay gente implicada, gente poderosa que se mueve fuera de la ley, que se ha propuesto recuperar su dinero, mucho dinero, al precio que sea.
La gran pregunta que nos hacíamos entonces y hoy es si realmente Antonio Herrera era un fugitivo en paradero desconocido para la policía, la Guardia Civil o la justicia. Desde su fuga había dejado demasiados rastros que intentó borrar pasando por varios hoteles de Madrid y Panamá hasta llegar a donde se encuentra en la actualidad, uno de esos paraísos latinos en los que todo se disfraza. Aquí el dinero hace milagros.
Sin amoríos
Antonio Herrera dice que no estuvo nunca en un país del Este, ni se había fugado con otra mujer, una joven hermosa que podría haber trastornado su juicio. No hubo historia de amor. El rey del jamón huyó de todos un buen día, dice que casi sin hacer preparativos, apremiado por un grupo de acreedores que le puso hora y minutos a su vida si no recuperaban su dinero, un dinero según algunos, que había salido del negocio de las drogas y la prostitución.
Para la entrevista definitiva debíamos esperar instrucciones. Conocíamos el país en donde nos íbamos a encontrar, pero del lugar y la hora tendríamos noticias poco antes a través de una llamada de móvil. El empresario alpujarreño, que escapó de bandas criminales organizadas y de decenas de pequeños acreedores con los billetes de avión que compró usando la tarjeta de crédito de una gran superficie, y que ha tenido contactos desde su móvil con personas de su entorno, se muestra ahora más temeroso y asustadizo. Teme por su vida, dice una y otra vez y habla y se mueve con cierto recelo, como si esperara toparse de un momento con alguien que no quiere al cruzar una calle o al salir de un restaurante. No se fía de nadie y al principio tampoco mucho de nosotros. Le asusta la idea de ir a la cárcel, pero la única cosa que le horroriza de verdad es la posibilidad de morir.
Precauciones extremas
Adoptaba tantas precauciones que acabó por contagiarnos su nerviosismo. Nos enfrentábamos a una situación donde todos los riesgos no estaban medidos ni calculados. Desde el coche que nos lleva hasta el lugar pactado se ven a ráfagas hileras interminables de casas cochambrosas coloreadas de azul y pastel. Aunque es invierno y es temprano, la temperatura pasa ya de los 24 grados. Hace calor y huele a mar y a lima. Se ha despertado un día de azul intenso y la brisa mece cocoteros y bananos.
Casi es la hora de la cita, prevista en un lugar a orillas del malecón, junto a una docena de tenderetes, cerrados todos salvo uno donde se bebe ron y se baila bachata. Apenas hay clientes ahora en un lugar donde la noche se eterniza junto al mar. Allí, una pareja que se hace caricias y un chavalillo betunero de no más de diez años que lleva los pies casi descalzos y cubiertos de llagas. Antonio no ha llegado aún. Han pasado cinco minutos de la hora.
Los próximos serán minutos eternos en los que una idea se hace fija hasta lo insoportable: ¿se habrá arrepentido a última hora de la entrevista o era simplemente que se retrasaba?
Si todo salía según lo previsto, faltaba muy poco de conocer las respuestas de una historia que empezó como el sueño de un hombre emprendedor hecho realidad y acabó en una pesadilla. ¿Qué tipo de personaje nos íbamos a encontrar? ¿Cómo sería realmente el presunto delincuente? ¿Qué explicación tendría para tantos que lo buscan y tantos a los que arruinó, para los muchos que siempre dijeron de él que era un buen hombre?
Hasta ahora, quienes no le conocían personalmente, sólo sabían de él que era un tipo de mediana estatura, de barba poblada, mofletudo y barrigón, y de ojos azules claros y pequeños. Alguien así se acercaba ya a lo lejos. Portaba una cartera de piel que parecía pesada. Parecía incluso más obeso que en las fotografías que había ido publicando en los últimos años este periódico para contar las excelencias de una industria que crecía como la espuma.
Su primera palabra fue un hola escueto. La barba era ahora una perilla. Un apretón de manos modesto y, en una terraza al borde del mar, Antonio empezó a contarnos cosas, sin esperar a las preguntas. Escuchábamos sin interrumpir. Se le amontonaban las palabras y las ideas, las excusas y los lamentos, sobre todo los lamentos.
Antonio baja el tono cuando el camarero se acerca. Se la nota extremadamente desconfiado. Dice que en países donde se vende y se compra casi todo por dos duros también podrían venderlo a él.
El rey del jamón No es un individuo que asuste. Más bien se asemeja al sancho quijotesco que provoca la ternura del sinvergüenza que no quiso serlo ni parecerlo.
Con alevosía o no, con premeditación o no, Antonio es probablemente el estafador al por menor, conocido y marcado, más grande de la reciente historia granadina y española. Pero no da miedo. No es un hombre duro. Cuando lo tienes enfrente y le escuchas lamentarse de su suerte con acento granadino, resulta francamente difícil hacerse a la idea de que este tipo de aspecto inofensivo y bonachón ha sido capaz de generar tanto revuelo, de estar en la diana de rusos cabreados o de murcianos furiosos, o que cinco juzgados de media Andalucía acumulan decenas de causas en su contra. Incluso cuesta trabajo hacerse a la idea de que hubiera sido capaz de montar un emporio empresarial que daba tanto dinero, mucho de caja b, que tenía que meterlo en sacos. «Muchos días en mi casa había más dinero en efectivo que en las cajas fuertes de las cajas de ahorro». Lo dice y por su tono no se sabe bien si presume o lamenta.
¿Listo o pobre hombre?
O es listo, muy listo, o sólo es un pobre hombre al que la suerte le dio la espalda.
Durante las siguientes horas nos encontramos varias veces más y hablamos mucho. No rehuyó ninguna pregunta, pero no sabríamos decir si mintió o recurrió a verdades a medias. .
Hizo Magisterio -«tengo mi título pero nunca ejercí»- e incluso estudió Psicología en la Universidad de Granada -«era de sobresalientes, era muy bueno»-, pero se gusta en el papel de lugareño cateto y cabal, de ley, podría decirse, de no ser porque anda reñida con ella.
Es tranquilo hasta exasperar y se inmuta tan poco para algunas cosas que acabó con la paciencia de los periodistas en más de una ocasión.
Si la calma tuviese un nombre se llamaría Antonio Herrera, y aunque en algunos instantes de la entrevista pareció que la cosa -este enorme jaleo que le puede llevar a la cárcel si no algo peor-, no va con él, se apresura a aclarar que «la procesión va por dentro» y que se siente prisionero de una vida «que no es vida».
Para Antonio Herrera, en la vida hay que atreverse, es necesario ser ambicioso. «Yo arriesgué y me salió mal, qué quieren que haga», concluye como con pesar.
Descargar