OPINIÓN
TRIBUNAABIERTA
Violencia contra la mujer
FRANCISCO TORRES GONZÁLEZ/PROFESOR TITULAR DE PSIQUIATRÍA. UNIVERSIDAD DE GRANADA
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SE estima que en uno de cada cuatro hogares hay conductas violentas; probablemente sean niños las víctimas más frecuentes. Pero, el goteo constante de muertes de mujeres a manos de sus parejas, obliga a hablar de violencia contra la mujer. Víctimas adolescentes, ancianas, rurales y urbanas, del norte y del sur, que sólo comparten el sexo. Todos nos preguntamos qué se puede hacer al respecto.
Lo primero sería conocer mejor tan execrable fenómeno. Y nada mejor para ello que empezar evitando las autolaceraciones. No estamos ante un fenómeno típicamente español.
En nuestra cultura colectiva hay valores muy arraigados que pueden ayudarnos a comprender lo que está pasando. La romanza Borrico corre ligero, (zarzuela: La Linda Tapada) comienza con esta entradilla: «Siempre ha de ser una mujer la que pierda a un hombre». Después entre sus estrofas podemos escuchar: «Por sus malas acciones le partí el corazón, pues el mío partido lo dejó su traición. Y los hombres ahora me querrán castigar, qué me importa el castigo si no la he de ver más.»
Con independencia del modo de ejecución y de la identidad del verdugo, no hay diferencia substancial entre lo que se pretendió hacer con Amina (lapidarla) y lo que hizo el protagonista de nuestro romance: la condena a muerte de la mujer adúltera ha estado presente en ¿todas? las culturas desde hace miles de años.
Una procuradora me comentaba que en sumarios por malos tratos es frecuente encontrar amenazas como «tú y yo saldremos en la tele»; es decir, pareciera que el agresor persiguiera un eventual premio de notoriedad.
¿Pretende notoriedad el maltratador? Está claro que algunos pretenden lavar su particular sentido del honor, y qué mejor medio para ello que salir en los periódicos o en la tele. Muchas veces no les importa nada más y por ello se quitan la vida. Hay otras, empero, que el homicida quiere además disfrutar la notoriedad y lo sorprendente es que encuentre pábulo para ello. Hace unos años, la reaparición de un matador de toros fue recibida con una ovación en La Maestranza de Sevilla, tras haber sido encontrado culpable de encargar a un sicario la muerte de su mujer.
Es grave que tengamos todavía en nuestro acervo el criterio moral que nos induce a comprender y compadecer al hombre, que se ha visto obligado a defender su honor por la traición de una mujer. Pareciera producirse a veces una descontextualización de nuestro comportamiento y regresáramos colectivamente a momentos históricos pasados. ¿Es posible que los valores prevalentes en Bodas de Sangre -la tragedia almeriense- motiven todavía parte de nuestras conductas?
Dice Miguel Lorente, autoridad en la materia, que el maltratador no suele mostrar signos de arrepentimiento.
Creo que estamos ante dos perfiles distintos de maltratador y de eventual homicida, que convendría distinguir. De un lado tendríamos el asesino que busca deliberadamente la muerte de la pareja a quien acusa de infidelidad. Con su muerte pretende lavar su honor ante los demás. Podríamos llamarle homicida justiciero. De otro, tendríamos el maltratador castigador, al que se refiere fundamentalmente Lorente. El castigador no pretende matar y si lo hace es porque pierde el control. Su objetivo es educar desde una asunción de autoridad absolutamente injustificada y sobre erróneos principios: ya que ningún ser humano puede atribuirse papel tuitivo alguno sobre su pareja, ni el castigo corporal es aceptable como método educativo. Probablemente el castigador sea más numeroso que el homicida justiciero. Y también es probable que el perfil del castigador sea menos específico y coincida más con el perfil del maltratador doméstico general.
¿Comparten el castigador y el homicida justiciero la necesidad de notoriedad? Probablemente no. Cabe pensar que el castigador cree que no hace nada más que lo que se supone que debe hacer: mostrar su autoridad de varón y enseñar a su pareja cómo ha de comportarse. Carente del sentido trágico y arropado por la opinión de muchos de los suyos -a veces incluso por la de su pareja- no busca la notoriedad y por ello puede que la cifra oculta de castigadores sea muy superior a la que se estima.
Todos nos preguntamos qué se puede hacer al respecto, decía al principio. De inmediato se precisa una legislación y recursos que garanticen la seguridad de la presumible víctima; y, quizás, un endurecimiento de las penas. Estimo la severidad de la pena poco disuasoria frente a los homicidas justicieros, muchos de los cuales ya planean quitarse la vida. En su balanza de valores su sentido de honra pesa más que el miedo al castigo. En todo caso a quienes braman por una justicia penal más retributiva, les recordaré que Mahatma Gandhi dijo: «Ojo por ojo y el mundo quedará ciego».
Hay que ocuparse, empero, también de los maltratadores. A medio plazo, serían necesarios recursos para poder estudiar las posibles patologías psiquiátricas que les afecten. Muchas veces la acusación de infidelidad de la mujer va a ser fruto de un delirio de celos patológicos y debemos recordar que los celos patológicos tienen etiologías conocidas, siendo las más frecuentes el abuso del alcohol y los trastornos delirantes persistentes. Ambos son tratables.
Como ejemplo y de forma simplificada: el alcohol suele generar impotencia, de la cual el hombre tiende a culpar a la mujer. Juzga que no le estimula lo suficiente porque está satisfecha con una tercera persona. Una vez instaurados los celos, el propio alcohol se encarga de desinhibir los impulsos y ya tenemos servida la agresión. Si se interviene a tiempo podríamos salvar una vida y quizás dos. En cualquier caso, estamos sugiriendo un abordaje más integral y que puede y debe ser compatible con la indispensable adopción de cautelas sobre la seguridad de la mujer amenazada.
En el largo plazo tendríamos que poder agiornar nuestras escalas de valores colectivas, no basta con echar la pelota a las escuelas. Para saber cómo hacerlo necesitamos investigación operativa. Y no es fácil investigar en este país con los escasos recursos que a ello dedica. Sin embargo, es esencial que la investigación oriente la forma de afrontar estos problemas. Problemas con los que vamos a convivir, puede, que muchos años todavía, pero se hace preciso, cuando menos, dejar el camino despejado a las próximas generaciones.