PUERTA REAL SORIA
Relatividad
GREGORIO MORALES/JESÚS FERRERO
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CUANDO era niño, la Guerra Civil me parecía inmensamente lejana. Esta sensación se intensificó conforme fui creciendo. Sin duda, contribuía a ello el silencio general y la falta de información fidedigna. Recuerdo que, aun en 1976, con el dictador ya sepultado, tuve que hallarme en París para poder conseguir La muerte de García Lorca, de Ian Gibson (Editorial Ruedo Ibérico). Era tanta la angustia y campaba tan poderoso el inconsciente colectivo de los vencedores, que sólo muy tarde se atrevieron a revelarme en casa que tanto mi abuelo paterno, Gregorio Morales Martínez, alcalde de Alomartes por el PSOE, como mi tío mayor, Gregorio Morales Linares, también miembro del partido socialista, habían sido fusilados por los insurrectos. Pero incluso con este dolor, con esta desconsolada rabia por que me desposeyeran de mi abuelo -un hombre de una inmensa curiosidad intelectual, muchos de cuyos libros conservo con orgullo en mi biblioteca-, y de un jovencísimo tío, la Guerra Civil me seguía pareciendo remota. El pacto de silencio de la democracia mantenía en hibernación cuanto estaba relacionado con ella.
No sé en qué momento traspasé el espejismo del tiempo. Sólo que, a partir de determinado instante, mi abuelo y mi tío estuvieron cada vez más presentes. Sin esperármelo, como si se hubieran encarnado en mí, me vi continuando su lucha. A mucha gente del país le había sucedido lo mismo. De pronto, se aireaban historias. Se abrían archivos. Se cavaba en las cunetas. Se perforaban fosas. Surgían en todos los lugares asociaciones para la recuperación de la memoria histórica. Familiares reivindicaban el desenterramiento y reconocimiento de sus víctimas. Y, por todas partes, próximas y lejanas, horrendos casos, el último de los que he llegado a conocer, gracias al esfuerzo de Mercedes del Amo, es el de Salvador Vila, rector de la Universidad de Granada.
Hoy tengo la sensación de que la Guerra Civil ocurrió hace unos meses. Se habla de ella en todas partes. Los cadáveres salen de los armarios. Las historias se desgranan con libertad. Almuerzo en un restaurante y de la barra me llega una documentadísima conversación sobre la República. Alguien proclama su fervor por Azaña. Me emociono. No puedo evitar preguntar al dueño quiénes son los que hablan. El dueño, pese a mi oposición, me los presenta: un prestigioso abogado, un historiador, un médico Han formado entre ellos un gobierno republicano, del que el primero es presidente. Con admirado vértigo, me uno a la tertulia.
He comprendido que de nada sirve ocultar las cosas. La vida, la historia, tienen su propia energía. Si se la reprime, brotan en otro momento del espacio y del tiempo. Por eso, no llevan razón quienes llaman retrógrados, nostálgicos o vengativos a los que invocan el pasado. Son las voces por las que éste, escamoteado en su momento, brota ahora. Está ocurriendo también en Alemania, que igualmente tendió un oscuro velo sobre el nazismo, y lo está haciendo con la misma fuerza que aquí. Lo que hoy hurtemos a nuestros hijos, tendrán que enfrentarlo nuestros nietos.
Debemos aprender la lección y hablar libremente de lo que nos apetezca y desde los puntos de vista que queramos, sin tapujos ni exclusiones. De los nacionalismos. De ETA. De los matrimonios entre personas del mismo género. De la III República. De la convivencia. De la impostura. De la verdad. Sólo así el pasado no emergerá como un fantasma en el corazón sediento de nuestros hijos.
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