Inicio / Historico

Opinión – El derecho a ser un Estado

TRIBUNAABIERTA
El derecho a ser un Estado
NICOLÁS MARÍA LÓPEZ CALERA/CATEDRÁTICO DE FILOSOFÍA DEL DERECHO DE LA UNIVERSIDAD DE GRANADA
Imprimir Enviar
EL texto del futuro Estatuto de autonomía define a Cataluña como una nación. Alfonso Guerra es quien ha visto el problema más claramente. La mayoría de los políticos del PP y del PSOE que han opinado se han reducido bien a negar rotundamente que Cataluña sea una nación, o bien a quedarse en una especie de escapismo constitucional, en un ya veremos lo que dice el Tribunal Constitucional. El exvicepresidente del gobierno es contrario a que se defina a Cataluña como nación, porque ello «puede tener alguna complicación indeseable». Y añade: «Pues si somos una nación, ¿por qué no tenemos un Estado?» Hace pocos días se lo ha reconocido Carod Rovira: «Que nadie se olvide que para Cataluña no queremos un Estatuto, sino un Estado». No le demos demasiadas vueltas a la cuestión: el problema no es propiamente el derecho a ser una nación, sino el derecho a ser un Estado.

Sin embargo, la confusión anda por medio. Por de pronto habrá que reconocer que todos los que hablan contra Cataluña como nación hablan como nacionalistas. Rajoy dice: «España es una nación; lo demás son nacionalidades históricas o regiones». Bono es de la opinión de que «España es la única nación que reconoce la Constitución». Rodríguez Ibarra dice que Cataluña «nunca fue una nación». Esto es, curiosamente todos los que se ponen las manos en la cabeza ante las reivindicaciones nacionalistas catalanas suelen ser los más nacionalistas, porque defienden que la única nación que existe en este Estado es la Nación española. Aunque se dan argumentos históricos y sentimentales, sus argumentos son prioritariamente constitucionalistas. Siempre terminan haciendo referencia a los artículos 1 y 2 de la Constitución Española que dicen que «la soberanía nacional reside en el pueblo español» y que «la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indisoluble de todos los españoles». Lo demás son nacionalidades y regiones.

Pero las gentes en general y la clase política andan nerviosas con este tema. Evidentemente el nacionalismo está planteando retos importantes al Estado español, sobre todo plantea la posibilidad constitucional de que Cataluña puede ser definida como nación en su próximo Estatuto de autonomía. Muchos constitucionalistas de prestigio han dicho ya que el reconocimiento de Cataluña como nación es compatible con la Constitución de 1978. De hecho el título VIII de la Constitución y su desarrollo son un reconocimiento efectivo como naciones de las llamadas nacionalidades históricas. Desde este punto de vista no creo que las comunidades que se tienen por naciones se sientan mal tratadas por la Constitución. Lo que quieren ahora, particularmente Cataluña y Euskadi, es el nombre, la etiqueta: somos una nación.

Ahora bien, lo que se teme es un «luego, ya veremos». Por eso lleva razón Alfonso Guerra. Lo que se discute no es sólo el derecho a que Cataluña sea reconocida como nación, sino si el derecho a ser nación implica el derecho a ser un Estado. Lo que amenaza, según muchos, es que esa reivindicación terminológica sea un argumento para reclamar más autogobierno y para hacer menos traumática su constitución como Estado independiente.

El derecho de una nación (o un pueblo) a ser un Estado tiene un complicado tratamiento en el derecho internacional. Los internacionalistas lo saben bien. La legalidad internacional vigente admite interpretaciones diversas y contrarias. Pero, si no me equivoco, de acuerdo con normas internacionales tales como el Pacto de los derechos civiles y políticos de Nueva York de 1966 y las conocidas Resoluciones de la Asamblea General de NN UU, 1.514 (XV), 1.541 (XV) de 14 diciembre de 1960 y 2.625 (XXV) de 24 de octubre de 1970, el derecho internacional vigente afirma dos principios claros y contradictorios que, además, deben ser interpretados en el contexto descolonizador en el que se formularon (por lo menos eso dicen algunos). Esos principios son el derecho de libre determinación de los pueblos y el respeto de la integridad territorial y la unidad nacional de los Estados soberanos, independientes y democráticos. Sólo cabría admitir la secesión de un Estado cuando se haga según la legalidad de ese Estado.

Sin embargo, si de lo que se trata ahora es afrontar razonablemente los retos del nacionalismo catalán, no basta reducir esos retos a un problema de derecho constitucional o de derecho internacional. No creo que un juridicismo simple tenga respuesta a la cuestión nacionalista de Cataluña o de Euskadi. Se trata también de replantear los principios y las actitudes de las que parten o deben partir los políticos del nacionalismo constituido, en este caso, del nacionalismo español, así como los políticos del nacionalismo periférico. En este sentido me permitiría hacer unas breves consideraciones sobre la necesidad de unas más altas dosis de realismo político y de relativismo a la hora de intentar resolver el problema.

Un razonable realismo político ha de obligar a los nacionalistas españoles a reconocer la importancia histórica y la vigencia de los nacionalismos. Ele Kedourie decía que el nacionalismo es uno de los absurdos más atractivos de nuestro tiempo. Pero el nacionalismo existe, no ha muerto y se muestra como una de las concepciones políticas más duraderas de los tiempos modernos, aunque tenga que convivir en tensa dialéctica con el universalismo o el cosmopolitismo que también caracteriza a nuestro siglo. No debe olvidarse, pues, la vigencia de los nacionalismos. Por eso aludía antes con más o menos ironía a que todos eran nacionalistas (incluso los que niegan que Cataluña sea una nación).

Desde esta perspectiva me parece que no es razonable horrorizarse ante las reivindicaciones nacionalistas. El nacimiento de las democracias modernas está ligado al nacionalismo como ideología política. Afirmar el derecho de una nación a ser un Estado no es un invento de los fanáticos nacionalistas de nuestro tiempo. Los ilustrados y los revolucionarios del XVIII nos dejaron una herencia a la que casi nadie renuncia hoy: «El origen de toda soberanía reside esencialmente en la nación. Ningún órgano, ni ningún individuo puede ejercer autoridad que no emane expresamente de ella» (Artículo 3 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789). La idea de nación como sujeto político legitimante tuvo un papel decisivo en la constitución política de los Estados modernos, que precisamente por ello suelen denominarse Estados-nación. Las democracias modernas no se pueden entender sin la referencia al concepto de soberanía nacional, aunque nadie sepa o pueda saber en concreto qué es una nación o, lo que es más decisivo, qué colectividades son naciones. Hoy todavía nos movemos por postulados nacionalistas, somos herederos de aquel nacionalismo político revolucionario del XVIII que elevó la categoría sociológica de nación a fuente legitimadora del Estado. Por tanto, primero: no escandalizarse, no horrorizarse cuando una colectividad pretende afirmarse como nación. Eso entra dentro del juego de nuestra historia contemporánea, todavía no acabada.

Pero, en segundo lugar, nos gusten o no nos gusten, me parece que los nacionalismos deben ser tratados con especial cuidado, pues han sido y son una de las causas más decisivas de los conflictos y las guerras de nuestro tiempo. Por ello no se pueden minusvalorar, despreciar, ignorar o negar las reivindicaciones de los nacionalismos en general y concretamente de las llamadas naciones sin Estado, porque esas reivindicaciones suelen tener fundamentos ontológicos muy complejos y profundos (como son las cuestiones de la identidad y la dignidad colectiva, no ya como propias de un sujeto colectivo, sino también como exigencias de los sujetos individuales, como realización de derechos individuales, como sostiene Hill Química).

Por otro lado tampoco debe ignorarse la fuerte carga de sentímentalidad y de pasión que dichas reivindicaciones nacionalistas generalmente llevan consigo. La experiencia histórica confirma la conveniencia de una especial prudencia en el tratamiento de las reivindicaciones nacionalistas. Isaías Berlín hablaba del enorme respeto con hay que tratar los nacionalismos para evitar, decía, la reacción de la rama doblada que se endereza con violencia, como se dice en un poema de Schiller.

La consecuencia más importante de estos argumentos es la necesidad o conveniencia de añadir una importante dosis de relativismo al tratamiento de la cuestión nacionalista porque hay motivos para ello y también para no empeorar las cosas. Por ejemplo, la primera dosis de relativismo sería reconocer que los Estados no son eternos. Muchos Estados han desaparecido y otros existentes pueden desaparecer. La segunda dosis de relativismo sería negar dogmas nacionalistas tales como que un hombre sin nación es como un hombre sin sombra (E.Gellner). A estas alturas del siglo XXI no se puede aceptar una loca carrera de colectividades que quieren ser reconocidas como naciones y, en última instancia, como Estados, como si en ello estuvieran siempre en juego derechos fundamentales del individuo. No creo que los derechos fundamentales de los catalanes estén negados ahora mismo porque Cataluña no sea llamada nación y no sea tampoco un Estado. Las reivindicaciones que vinculan estrechamente el derecho a ser una nación al derecho de ser un Estado tienen que quedarse en su sitio. No puede decirse que exista una especie de derecho natural de las naciones a ser un Estado. El Plan Ibarretxe tenía implícito e incluso explícito una cierta clase de iusnaturalismo nacionalista, para el cual el derecho de una nación a ser un Estado estaba por encima de toda la legalidad, incluso de la legalidad de un Estado democrático como es España. No existe ningún derecho natural y ese tampoco existe. Tal derecho llevaría consigo el absurdo de que miles de colectividades que tienen razones para llamarse naciones exigieran también ser Estados. Nadie se imagina una sociedad internacional formada por tantos Estados como naciones existen o se dicen existir (miles).

La tesis de que el poder político se legitima por las naciones puede ser una forma de hacer política, pero no puede elevarse a la categoría de un principio ético-político absoluto, como si el hecho de que una nación no pudiera ser un Estado soberano fuera un delito de lesa humanidad. Hoy se impone la necesidad de desmitificar el concepto de Estado-nación, más aun cuando el Estado, nacional o plurinacional, está fuertemente cuestionado por los diversos procesos de globalización. El capitalismo del XXI está haciendo obsoleto el Estado-nación. Jürgen Habermas ha dicho que las sociedades modernas se están convirtiendo en sociedades postnacionales, en cuanto tratan de disolver sus diferencias dentro de colectividades más amplias, como es el caso de la Unión Europea. El destino de las naciones no está hoy en ser un Estado, sino en colaborar a la democratización de los Estados existentes para que las diferencias identitarias colectivas sean respetadas y promover la construcción de las nuevas entidades supraestatales con legitimidad democrática. De todos modos habrá de tenerse en cuenta (y ésta es una razón a favor de las reivindicaciones de los nacionalismos, de los regionalismos y de los localismos) que, frente a una política de la entropía (M.Watson), que consiste en disolver las diferencias de los grupos dentro de un grupo más amplio (Unión Europea) y frente a una pretendida ciudadanía del mundo que se asienta en la llamada aldea global, los seres humanos a veces se ven agobiados por una especie de soledad cósmica y tratan de plantear demandas nacidas de un derecho a las raíces, a lo local, a lo nacional. Las reivindicaciones nacionalistas deben ser tratadas siempre con una razonable dosis de realismo y relativismo político. Es lo mejor que nos puede pasar a todos. JOSÉ IBARROLA
Descargar