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Niños salvajes

TRIBUNAABIERTA
Niños salvajes
JUAN VELLIDO/ÁLVARO SÁNCHEZ
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A los sumamente tercos, a los necios, zafios o rudos, el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua los denomina salvajes. Pero este adjetivo se emplea también para designar a los animales feroces, a los que no son domésticos, e igualmente se aplica al terreno montuoso, áspero e inculto.

En las escuelas, los niños son intratables, a juzgar por la sonora y larga polémica que en estos días se expande, como una onda, y nos inunda -y nos sobrecoge- pese a que la expresión de la violencia, a estas alturas, forma parte cotidiana de nuestras vidas, como si fuera consustancial al paisaje que nos circunda.

Y es que los niños -según dicen los que saben, no son sino el reflejo de los comportamientos de quienes les rodean- suman y siguen actitudes en esta curiosa carrera para llegar el primero a un lugar sin retorno: suman todo cuanto perciben de sus padres, de sus amigos, de sus profesores, de sus ambientes más lejano y más inmediato; suman complejos, inseguridades, agresividades, ansiedades, adicciones, contradicciones y trastornos de la personalidad, en una sociedad en la que sobran declaraciones grandilocuentes y se echan en falta pequeñas razones cotidianas; en una sociedad -tan institucionalizada- en que se reprende y se prohíbe fumar o beber, pero se incita y se facilita la compra de tabaco y bebidas alcohólicas; se proclaman las buenas conductas, pero se fomenta -incluso en las televisiones públicas- la cultura del mamarracho; se cacarea la honradez, pero se encumbra la picaresca; se predica la solidaridad, pero se colma, a manos llenas, el saco propio.

Mientras, en la pequeña pantalla, los gañanes, los bribones, los haraganes, los dueños de la estulticia, hacen gorgoritos para ganarse -sin el sudor de su frente- el pan de cada día; los telediarios nos tienen al corriente -y nos muestran sin decoro las mutilaciones de niños y de viejos- de las muertes diarias en Irak, esa guerra en la que el ex presidente Aznar nos metió de lleno, invocando una suerte de cruzada contra quienes atesoraban arsenales de armas llamadas «de destrucción masiva» -qué ironía-; y en las escuelas, unos adolescentes pendencieros -como los niños de la guerra- exigen a sus compañeros un canon o tributo, una contribución, a cambio de la cual les aseguran protección, emulando una gloria efímera y romántica atribuida a los pandilleros.

Son acaso tantas -y tan desmesuradas- las contradicciones que concitan una reacción rebelde y agresiva de los jóvenes, descreídos de todo como parecen, desalentados, cautivos de la doble moral que brilla a su alrededor -como si se tratara de hacer alarde de la falsedad que nos impregna- que todo parece seguir una lógica latente e inflexible.

Javier Elzo, catedrático de sociología de la Universidad de Deusto, entrevistado en este periódico el pasado domingo, señalaba: «Los chicos tienen lógicas distintas para cada situación. No es que haya doblez en ellos, es que no saben discernir». Y se refería igualmente al grado de agresividad de muchas familias españolas: «Hay un 15 por ciento de familias en España con un clima de agresividad que puede llegar a derivar en violencia física». El profesor Elzo se mostraba, así, convencido del papel que la sociedad juega en la educación de los niños: «A la banalización de la violencia se une el hecho de que los jóvenes crecen solos, sin que nadie les imponga límite».

En tiempos, cuando la letra entraba con sangre, los niños eran seres indefensos, sometidos, en permanente humillación ante sus profesores, e incluso ante sus padres. En aquella época -no hace más de cuarenta años- las patas de las sillas viejas eran recicladas en muchas escuelas y convertidas en instrumentos punitivos cuando flagelaban las manos de los alumnos. Con esos improvisados palos, algunos maestros -y algunos padres- cobraban sus tributos de poder, y su moralina. Y, así, se hacían valer ante sus alumnos -y ante sus hijos- cuando de ellos no conseguían el respeto que también se ha de ganar con afectos y con algo más que rígidas lecciones sobre buen comportamiento.

Hoy día, ni los profesores, ni los progenitores, parecen hacerse valer y, más bien al contrario, son los niños los que agreden a los maestros -y a sus propios padres- como si un ciclo cambiante hubiera turbado la inercia del poder hasta el punto de que lo que antes era blanco hoy es negro.

El médico sueco Carl von Linne, describió en 1758 en su Systema Naturae, a los hombres ferales o salvajes, como hirsutus, tetrapus y mutus, basándose en 9 niños abandonados y amamantados por animales que sobrevivieron en la selva. Así lo recoge en sus escritos el numerario de la Real Academia Nacional de Medicina, Óscar Valtueña Borque, quien asegura: «Existen varios casos indiscutibles de niños salvajes por su estudio retrospectivo: el niño salvaje dAveyron; Gaspar Hauser; y Amala y Kamala de Midnapore. Cinco niños salvajes se asociaron con lobos; 3 con osos; 2 con gacelas; 2 con cerdos; y con leopardos, monos, vacas y cabras uno por cada tipo de animal. Los niños salvajes, una vez capturados, mostraron insensibilidad al frío y al calor y una visión nocturna total, con un olfato superior al humano. Imitaban sonidos de animales y aves y preferían la compañía de los animales domésticos a la de los humanos».

Pero va a resultar, a tenor de los datos, que los niños propiamente salvajes -como los que recrearon Jacques Rousseau o Rudyard Kipling, o como el protagonista de la película Lenfant sauvage de François Truffaut- se comportan con más educación y urbanidad que los resabiados alumnos que ocupan nuestras aulas; los mismos niños que en la calle se ejercitan como matones y pendencieros, a lomos de su moto estruendosa sobre las aceras; escupen, arrojan al suelo las litronas, pintarrajean, destrozan las papeleras; actúan, en fin, como si odiaran cuanto les rodea. Odian al mundo.

Unos científicos de la Universidad de Granada, dirigidos por José Luis Conde, concluyen -en este maremágnun de datos y estudios sociológicos sobre la violencia de los adolescentes- que los juguetes pueden marcar la personalidad del niño en el futuro, que los juegos de guerra pueden fomentar conductas agresivas y problemas de comunicación.

Juguetes, medios de comunicación, profesores, padres, políticos, todo parece contribuir a una educación deprimida -aún siguen cayendo, como las hojas secas, las asignaturas de humanidades- y carente de estímulos, en la que los maestros -sin medios, sin recursos y sin alicientes- parecen haberse convertido en peleles de una juventud aturdida y confundida que, como un tropel de bravucones, rebeldes, maleducados, matones, pide a voces que alguien le señale un camino.
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