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Mujeres de bandera

TROCADERO
Mujeres de bandera
JUAN VELLIDO/
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«UN día, ya estaba yo entrada en años, se me acercó un hombre en el vestíbulo de un edificio público. Se presentó y me dijo: La conozco desde siempre. Todo el mundo dice que de joven era usted hermosa, me he acercado para decirle que en mi opinión la considero más hermosa ahora que en su juventud. Su rostro de muchacha me gustaba mucho menos que el de ahora, devastado». Así comienza El amante, un relato autobiográfico de Marguerite Duras (Marguerite Donnadieu), la escritora y cineasta nacida en la Indochina francesa en 1914 y fallecida en París en 1996, que habría de ser considerada como adalid de la literatura femenina, como mujer de bandera de un movimiento protagonizado por damas que, sin alharacas, se venía gestando desde el siglo XIX en distintos ámbitos de lo creativo.

Con El amante, la escritora afincada en París reivindicaba su condición de mujer, su sensibilidad y su sensualidad, sus anhelos, y un espacio literario que la historia había prohibido tradicionalmente a las damas.

Pero las mujeres son, en general, mujeres de bandera, por la simple y única razón de que han debido -y deben aún- sobrevivir en un mundo de hombres -y acaso de machos- en el que abrirse paso supone, de antemano, un esfuerzo añadido a la común tarea de competir. Mujeres de bandera fueron, y son, las anónimas luchadoras que se han dejado, y se dejan, la piel, en favor de los derechos y la igualdad que, por añadidura, sólo le fueron concedidos a los hombres. Son las miles de trabajadoras que perciben -hoy, aún- menor salario por el mismo trabajo que sus compañeros hombres; son las que reciben maltrato de palabra y de obra de sus consortes; son las que soportan abusos e insinuaciones de sus jefes de trabajo, son las perseguidas y las ignoradas, son las muy señoras y las poco señoras; las cortesanas, las fulanas y las menganas, las rubias y las morenas, las creídas y las descreídas. Todas son mujeres. Todas tienen alma de mujer.

Así, millones de damas anónimas, contestatarias, trabajadoras, rebeldes, incluso cuando ha estado en entredicho su propia vida, son las protagonistas de este traído y llevado cambio social tan cacareado ahora por los hombres, aunque el peso de la historia se deje caer como un voluminoso fardo sobre nuestras espaldas y nos presente, a derecha y a izquierda, el trato generalizado que hasta las agrupaciones y partidos más progresistas han otorgado históricamente a la mujer. Se diría que el hombre absorbe toda contestación hacia su poder milenario, lo asume como suyo, y lo manifiesta públicamente. Ahora los triunfos -si es que puede hablarse de triunfos en lo que a igualdad entre los sexos se refiere- parecen haber sido ganados por el hombre, y cedidos gratuita y generosamente a la mujer.

En 1851 Sojourner Truth, una esclava afroamericana huida de sus amos para lograr su libertad, respondió públicamente a las declaraciones de un clérigo, en una convención que sobre los derechos de la mujer se celebrada en Ohio. Cuando el sacerdote negaba el voto a «esas criaturas físicamente desvalidas que son las mujeres», la que había sido esclava se encaramó a la tarima y señaló: «Este hombre dice que las mujeres necesitan ayuda para subir a los carruajes o para salvar obstáculos, y añade que en todas partes se les ceden los mejores sitios. A mí nadie me ayuda a subir a los coches ni a saltar los charcos, ni me ofrece nadie su asiento y ¿acaso no soy una mujer? ¿Miren este brazo! Con él he arado, sembrado y recogido cosechas, sin ayuda de ningún hombre Y ¿no soy acaso una mujer? He sido capaz de trabajar y, cuando podía, de comer tanto como un hombre, y ¿también de aguantar el látigo! Y ¿no soy acaso una mujer?».

La denuncia, la contestación y la rebeldía ante la flagrante desigualdad de la mujer ha sido un hecho desde el comienzo de las civilizaciones. Han pasado, pues, miles de años de dominación, hasta que en los tiempos que corren la mujer puede alzar su voz sin ser agredida y humillada, si bien ocurre que mientras en las constituciones argelina, egipcia, iraquí, jordana, kuwaití, libanesa, libia, marroquí, mauritana, omaní, siria, sudanesa, tunecina y yemení, entre otras, se establece la igualdad entre los sexos, los códigos de estatuto personal, por el contrario, recogen y perpetúan los principios patriarcales del modelo de familia tradicional, hasta el punto de que mantienen el deber de la mujer de obedecer a su marido -excepto en Túnez desde 1993, Marruecos desde 2004 y Argelia desde 2005-, según se recoge en el libro de Caridad Ruiz de Almodóvar Códigos de Estatuto personal publicado por la Universidad de Granada.

La conmemoración del día de la mujer trabajadora, que mañana se celebra, ha de ser entendida, pues, como un ejercicio de reflexión para todos los hombres, y como un acto de desagravio y de vindicación general para las mujeres, ya que todas cuantas damas han contribuido durante siglos a este principio de igualdad que ahora se atisba, han luchado en soledad, a veces durante lustros, e incluso en perjuicio de su propia vida, unas con su actitud vital, otras con su discurso literario o artístico, las más en las fábricas y en los tajos de trabajo.

Las mujeres, que han pasado de musas a heroínas, de esclavas a dueñas de su propia realidad, tienen mañana una cita con los nombres que públicamente dieron los primeros pasos, con la esclava Sojourner Truth, con las escritoras Marguerite Duras, Virginia Wolf o Simone de Beauvoir, con la revolucionaria en la comuna de París Louise Michel, con Rosa Luxemburgo, con Flora Tristán, pero también con millones de mujeres anónimas que fueron, y son, humilladas a diario.

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