TRIBUNAABIERTA
La plaza de las Pasiegas
ANTONIO UBAGO/
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SI el Arzobispo de la Granada del s. XVI, Don Gaspar de Ávalos, levantara la cabeza y la asomara, al anochecer, a la plaza de la Catedral por una de las platerescas ventanas del edificio que acababa de alzarse como sede del Estudio General y, compartiendo su espacio, el Colegio Imperial Santa Cruz de la Fe, no podría dar crédito a sus ojos. Releería incrédulo el lema fundacional de la Universidad inscrito en latín y distribuido en ellas para cerciorarse de que no se encontraba en otro lugar: «Para ahuyentar las tinieblas de los infieles esta casa literaria fue fundada por mandato del cristianísimo Carlos ( ), con trabajo e industria del ilustrísimo y reverendísimo Don Gaspar de Ávalos ( ) en el año del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo de 1532». Sí era él, pero casi todo había cambiado a su alrededor y se le ofrecía irreconocible.
No podían ser sus colegiales del Colegio Catalino, que él mismo fundara en 1537 frente a la Catedral para hacer los estudios preparatorios a los de la sagrada teología, aquellos jóvenes que ocupaban las escaleras de la plaza, mirando sin atención lo que parecía una escuela de circo autodidacta especializada en toda suerte de juegos malabares. Se entregaban con afán los muchachos en mantener en equilibrio inestable todo tipo de objetos, lanzándolos y recogiéndolos. Erraban muchas veces y no observaba entre ellos preceptor alguno. Largos tubos de madera, a modo de instrumentos, y extraños atabales de horrísonos sones acompañaban el espectáculo. Biciclos singulares por el suelo. No eran sus estudiantes, ni por pienso; ellos no se solazaban así. Sus ropajes no eran tan descuidados pues vestían hábitos de matos pardos y becas azules, y más aire de vagabundos y pícaros presentaban los congregados que de aprendices o estudiantes; además, eran doce los suyos y éstos, sinnúmero. El acento de sus hablas, pensaría el Arzobispo, más se diría de allende los mares que de este reino o del de Castilla. Ninguno iba tocado sino que algunos llevaban luengas e irregulares trenzas.
Ni siquiera los perros, que ya correteaban, jugaban entre ellos o dormían, le resultaron familiares por ser tan numerosos en un recinto exiguo, y no parecer ninguno de ellos de pura casta o raza, tal que galgos, alanos o perdigueros sino más bien falderos y, por la hora, lucharniegos los más. Pero lo que le confirmó que se supiera aparición y volviera a su descanso fue comprobar que ni existía ya su Colegio de San Ildefonso y Santa Catalina ni el de San Miguel, que también fundó el Emperador para la educación de cien hijos de moriscos y que habían de pasar al suyo antes de ingresar en el Imperial o en el Eclesiástico. Había sido fundado éste, recordó, a espaldas de la Catedral por el primer Arzobispo de Granada, Fray Hernando de Talavera, en 1550; estaba ubicado en una casa nazarí a espaldas de la Catedral y había pasado en 1563 a ser Seminario de San Cecilio, según las directrices de Trento. Para total confirmación, ya era plaza aquel recinto y su nombre en una placa se leía: de las Pasiegas.
El edificio primitivo de la Universidad de Granada está ocupado por la Curia Eclesiástica desde 1769, año en el que Universidad y Colegio se trasladaron al edificio que ocupó hasta entonces la Compañía de Jesús y que actualmente es sede de la Facultad de Derecho. El Colegio Catalino fue derribado en 1692 para dar vista a la fachada al templo catedralicio, y a finales del s. XVIII desapareció el de San Miguel formándose en sus solares la actual plaza de las Pasiegas, así llamada, desde 1807, porque en ella tenían varias mujeres del Valle del Pas sus comercios de tejidos. Antes era conocida con el nombre de las Flores, por el mercado que de ellas allí existía hasta que, según relata Gallego y Burín, se instalaron los puestos de las floristas en la plaza de Bibarrambla, al urbanizarse toda la zona de la Catedral.
La toponimia del nombre de esta plaza viene determinada, por tanto, por la actividad que allí se generaba, relacionada con ese comercio y, según otra versión, con otro al que las cántabras también se dedicaban: el del amamantamiento mercenario, el de la crianza de los niños. En las familias pobres de todos los tiempos eran las madres quienes amamantaban y cuidaban de sus hijos, pero en la mayoría de las familias con un mínimo de bienestar o en circunstancias nada excepcionales como la muerte de la madre en el parto o a consecuencia de fiebres puerperales, lo habitual era que se encomendara su crianza a una nodriza o ama de cría cuyos servicios estaban bien pagados y considerados. Además de amamantarlo, lo dormía al son de sus canciones, aliviaba sus molestias y le enseñaba las primeras palabras; era, por ello, frecuente que estas mujeres desarrollaran con el niño vínculos afectivos que perdurarían toda la vida. La práctica habitual era que el niño fuera lactante hasta los tres años. Por todo ello, este modo de crianza llegó a adquirir tanta importancia que se acuñó el término hermano de leche para distinguir entre los niños amamantados por las amas y sus propios hijos. La práctica del amamantamiento mercenario, constatada en todos los tiempos y pueblos, aparece ya desde el s. XIII como una conciencia social con la que se identificaban las familias más distinguidas, y se difundiría notablemente a partir del s. XV entre las clases medias urbanas.
Durante buena parte de los siglos XVIII y XIX tuvieron especial fama en nuestro país, por sus especiales condiciones físicas y dotes para la crianza las pasiegas, que empujadas por la mísera situación en que a veces vivían, hubieron de abandonar sus hogares y familias. Raras veces marchaban solas, a no ser que estuvieran recomendadas en la casa donde acudían; solían partir en grupos y cuando llegaban a sus destinos, se iban a las plazas principales ofertando su servicio y esperando que alguien las contratase. En la plaza de la Catedral de Granada eran muchas las montañesas que se ofrecían como amas de cría, razón por la que, según otros, era conocida familiarmente esta plaza.
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