TROCADERO
La endemoniada y el cura Cucurull
JUAN VELLIDO/
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LLEVA cuatro años, la criatura, sometida a las sesiones de exorcismo del cura Cucurull, un sacerdote aragonés, párroco de Villalbilla especializado en demonología, es decir, especializado en la naturaleza y las cualidades de los demonios. Casi nada.
La endemoniada -según acreditan el presbítero José Antonio Fortea Cucurull y otro iluminado de la Iglesia Católica, el padre Amorth, quien ejerce en el Vaticano de preboste de todos los exorcistas- es una joven madrileña de 22 años, estudiante de matemáticas, huérfana de padre y sometida a la bondad y cuidados de una madre de ferviente militancia beatífica que no duda en corear la afirmación del presbítero espantademonios de que su hija está poseída por Satán. Ambos, madre devota y párroco solícito, someten a la niña -Marta la han dado en llamar- a rituales de exorcismo de más de dos horas de duración, para echar a los demonios de su cuerpo.
Un grupo de reporteros de El Mundo TV ha grabado una de esas sesiones espiritistas y ha invitado a tan grotesco espectáculo -con la anuencia del régulo matadiablos- a teólogos, periodistas, y al catedrático en Psiquiatría de la Universidad de Granada, Antonio Higueras. De lo ocurrido allí se dio cuenta en un documental emitido, la noche del pasado lunes, en Antena 3 Televisión: a la extravagante puesta en escena, dirigida por el padre Fortea Cucurull, con derroche de agua bendita, rezos en latín, crucifijos, reliquias, y cirios encendidos, sólo le faltaron los aplausos y el telón.
Estos rituales esotéricos -tan efectistas, tan calculados, tan inducidos, tan sobreactuados- para expulsar a los demonios del cuerpo de la joven madrileña, se llevan a cabo entre los muros de los sótanos de la Parroquia de Nuestra Señora de Zulema, en Alcalá de Henares, lugar donde durante casi cuatro años, se viene sometiendo a tormento divino a una joven dominada por muchos diablos, tantos que el cura Cucurull no da abasto para echarlos de su cuerpo, donde vinieron a colarse cuando ella era aún adolescente. Qué ironía de pantomima, la del cura tan peripuesto, tan ufano, tan poderhabiente; pero qué tristeza de aflicción, la de la niña, entregada, perdida en su enfermedad, poseída, a manos de sus iluminados curanderos.
Flaco favor hace el padre Fortea a la Iglesia, a los creyentes, y a la Cristiandad, con sus aspavientos de sanador y su atronada representación, y mucho se sirve de los miedos, de los complejos y del parco equilibrio mental al que todos -habitantes de este mundo real de reales demonios de carne y hueso- nos vemos sometidos a diario. Pero menos favor, aún, otorga el exorcista a la joven madrileña que, año tras año, sábado a sábado, se somete atribulada, a los designios del cura Cucurull, tan redicho y tan resabido en ciencias de los diablos, aunque no atine, ni ayudado de sus rezos, a espantar a Zabulón del cuerpo de la muchacha que tan a menudo el exorcista tiene en sus manos, como una muñeca blanda, desasistida de conciencia, desarmada de raciocinio, perdida entre los crucifijos de su filántropo benefactor.
Dice el exorcista titulado que Zabulón, el más demonio de todos los demonios, no se aparecía desde que en el año 1800 lo hiciera en Italia. Y ahora ha ido a meterse en el cuerpo débil de una muchacha madrileña que, dicen, se muestra tímida, obediente, y educada, en su vida normal. ¿Habrá estado descansando Zabulón, este diablo tan malo, malísimo de solemnidad, durante más de 200 años? ¿Qué ha visto el bicharraco maligno en el cuerpo de Marta, para acomodarse en él después de tanto tiempo de descanso? ¿Cuántos años necesitará el cura aragonés para sacar al diablo de la niña poseída?
El catedrático de Psiquiatría de la Universidad de Granada, Antonio Higueras -invitado también al debate posterior a la emisión del documental en Antena 3- puso las cosas en su sitio, al interpretar científica, y claramente, el trastorno que sufre la poseída por Zabulón. Pero de nada servirán las palabras autorizadas y tan respetuosas hacia el cazademonios -por parte del psiquiatra granadino-, si la joven madrileña nunca llega a ser tratada por los especialistas en un centro hospitalario.
Lástima que los poderes ejecutivos no puedan hacer nada, al parecer, para cursar, de oficio, las medidas cautelares para impedir tanta práctica demoníaca impune -sea para meter o para sacar al diablo de un cuerpo desasistido, desprotegido-, tanto alarde de sinrazón, tanta estulticia, alrededor de una enfermedad que, probablemente, con un tratamiento psiquiátrico adecuado ya habría remitido.
La muchacha, en los rituales divinos dirigidos por el párroco aragonés, se transforma, se convierte en otra persona, contesta rotundamente a su madre y al sacerdote, se agita, brinca, responde con voz ronca, viril, e irreverente, reacciona ante la cruz, mientras el exorcista se toma la potestad de calmarla o volverla a agitar haciendo alarde del dominio absoluto de la situación, y de la mente de la poseída. Dueño y señor, el párroco conduce el gran espectáculo de una muchacha entregada, como un pelele, entre cirios y agua bendita; así cada sábado desde hace más de tres años.
Todo esto tiene un nombre: la enfermedad de Marta tiene un nombre y el daño físico, psicológico y moral que se le está infligiendo a esta muchacha tiene un nombre. Pero Marta está perdida. Nadie hará nada por ella, ni siquiera nuestro sistema de salud, uno de los más altruistas y más sociales del mundo.
Menos mal que su madre la ha puesto en manos del cura Cucurull.
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