– Gerardo Diego en Filipinas.
LA mañana en la que salió mi libro Vida y poesía de Gerardo Diego, premio de biografía Aedos y publicado en Barcelona, por esta editorial, al llegar a la Facultad de Letras me dijo Andrés Soria, al que yo temía y respetaba como mi crítico particular: «Has hecho tu mejor libro» y me lo creí porque lo había escrito, tarde a tarde, después de la tertulia del Gijón yéndonos los dos directamente a su casa -Covarrubias 3- y volviendo a tomar el café que nos hacía Germaine, con algunas pastas; tardes enteras hablando de una vida larga y, luego, la concesión del premio tuvo dificultades y salió, gracias a Riquer, porque decían los de la editorial que, aunque no se consignaba en las bases, las biografías debían de referirse a personas muertas y, ahora que va a reeditarse en edición facsímil gracias a un acuerdo entre la Fundación Gerardo Diego de Santander y la Editorial de la Universidad de Granada con un faldón de Antonio Sánchez Trigueros, coinciden en mi mesa dos libros, la citada biografía y Diario de a bordo, libro que acaba de publicarse y que me envía con cariño Elena Diego, editado por dos hispanistas -gerardianos-, Jacques Issorel y Anne Lacroix. ¿Cómo me encanta que crezca la biografía sobre Diego (recuerdo la crueldad de Borges cuando en el Ateneo les presentaron y dijo el genial escritor argentino: «¿pero en qué quedamos, Gerardo o Diego?»). Me gustan las divagaciones porque escribo como si fuese una conversación.
Yo, en mi biografía, hablo del viaje a Filipinas, pero muy poco y casi sin mencionar lo que escribió. Cuento que, en 1934, Dámaso Alonso consiguió que España enviase a Filipinas una misión cultual integrada por el físico Julio Palacios y el poeta Gerardo Diego. De Julio Palacios teníamos un libro de aquel fascinante viaje, Filipinas, orgullo de España, pero no sabía ni conocía nada de Gerardo, salvo algunas cosas sueltas en verso o en artículos. Y no lo he conocido hasta hoy. En mi biografía resalto el artículo del fin del año 34 en el que dice el poeta: « tocaba ahora despedir al año viejo y recibir al nuevo, anticipándose a salir a su encuentro hasta el meridiano 190 al Este de Greenwich. Un mes de viaje para estrenarla ocho horas antes que en España. Y mientras transcurría la cena, rociada de vino del Rin, en el ambiente familiar germánico del primoroso comedor, con el capitán y el médico, el contramaestre -el viaje lo hacían en un barco de la Hamburg Amerika Linie, el Karnak-. Fue la primera embajada cultural enviada por España al Archipiélago después del Tratado de París, « que nos hacía perder Cuba, Puerto Rico y Filipinas (yo, entonces, coleccionaba sellos de correos y tenía muy completas estas colecciones de países perdidos) por la felonía del fingido hundimiento del Maine que muchos años después me haría ganar el premio periodístico que más ilusión me hizo. El Maine en español, contando el gesto que tuvo el comandante Castro cuando al entrar en La Habana, desde Sierra Maestra, sustituyó el primer día de su mandato los textos en inglés por otros en español en el monumento del Malecón de La Habana. Gestos que también se graban en nuestra contra-historia negra que también la tenemos.
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