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Elogio de la libertad de sexo

TRIBUNAABIERTA
Elogio de la libertad de sexo
ARMANDO SEGURA/CATEDRÁTICO DE FILOSOFÍA DE LA UNIVERSIDAD DE GRANADA
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UNA buena oportunidad nos ofrece la LOE para la formación humana de chicos y chicas (o viceversa). Es posible que desde los siete años (cuando antes se hacía la primera comunión a los doce se impartan clases teóricas y prácticas de orientación sexual. La idea, en su origen, me parece correcta, porque nunca me gustó considerar a los niños poco maduros para hacer la comunión a los siete años. Por lo mismo, pueden y deben recibir educación sexual.

El tema es aclarar bien en qué consiste la educación sexual, educación para la libertad y dentro del marco del espíritu cívico. El problema es pedagógico y didáctico. También exige una previa reflexión sobre lo que es educación y lo que es educar.

El sexo debe tratarse con toda naturalidad. Así es. Todo debe ser tratado con naturalidad, no sólo el sexo. La política informativa, la publicidad televisiva la concepción de la democracia, los derechos constitucionales. ¿Por qué reservar la naturalidad sólo al sexo? Pero, también debemos llevar un aire fresco de honestidad a las cuestiones eróticas y a las más carnales que eróticas, pues, difícil es establecer linderos, allí donde la Madre Naturaleza establece tan pocos.

En esa reflexión necesaria, lo primero es aclararse sobre de qué naturalidad hablamos. Hay una naturalidad de las flores silvestres que siempre se comportan como flores silvestres y cuando las domestican y las industrializan pierden su frescor y su inocencia. Hay una naturalidad de las piedras preciosas que hay que pulirlas y tallarlas y, si no se las talla con sumo cuidado, se quedan en carbón puro sin alcanzar el brillo del diamante. Hay también la naturalidad de los felinos, sumamente pudorosos para acoplarse, y muchos otros que carecen de intimidad.

El equipo ministerial debería reflexionar sobre la naturalidad humana. No sea que por imperativo de igualación matemática se trate a las flores como si fueran diamantes, a los diamantes como flores, a los gatos como si fueran perros y a los perros como si fueran gatos. ¿Cómo tratar a los niños de siete años? El sentido común de los mortales dice en voz suficientemente alta: «a los niños se les debe tratar como si fueran niños». ¿Es posible que los responsables de los aspectos psicológicos de la Guía de educación sexual, hayan considerado tal evidencia?

POR otra parte, los padres parece que tienen algo que decir en un asunto que les compete como ningún otro. ¿Tiene el menor sentido que se enseñe a los alumnos a masturbarse, así en vivo y en directo, como si para tal oficio fuera preciso responsabilizar a todo un equipo docente? ¿Acaso esa disciplina conductual va a requerir una especialización de tipo Master, por ejemplo? Si los padres son ignorados y la docencia se centra en estas boberías, no debemos extrañarnos de que esta democracia se quede sin ciudadanos que tengan la suficiente fuerza de voluntad para decir ¿no! a la insensibilidad de la legislación y de los legisladores.

La formación del ser humano es lenta y gradual. Se comprende que en la época tecnológica se quiera acortar distancias y tratar a los niños como adultos y a los adultos como niños. La tecnología tiene como ley suprema suprimirse a sí misma tanto en el espacio como en el tiempo. En el espacio, minimizarse hasta ser invisible; en el tiempo, alcanzando el objetivo inmediatamente. La naturalidad de las máquinas no es la de las personas.

El sistema educativo tradicional era evolutivo, gradual, imitando los procesos biológicos. Ahora se quiere quemar etapas, llegar antes, llegar igual, llegar corriendo. Es obvio que el diamante hay que pulirlo y no se debe correr en esa manipulación. Con los niños y las niñas tampoco.

EL hombre (y la mujer) es un animal que tiene necesidad de una maduración lenta. Los potros nacen prácticamente corriendo y no precisan apenas cuidados, se valen muy pronto por sí mismos. No ocurre así con las personas. Requieren cuidados, delicadeza, respeto a su intimidad y sobre todo conocimiento de lo que es la naturaleza humana.

La ideología materialista tiene un esquema artificial que aplica forzadamente como una apisonadora a cualquier realidad. Toda relación de poder es artificial. Hay que devolver la naturalidad a esa sospechosa jerarquía: maestro-discípulo, padres-hijos, niños-niñas, y todo lo demás. La violencia del esquema se muestra en que se aplica con suma facilidad a todo. Sólo faltaría que se aplicase a las matemáticas y los axiomas pasasen a conclusiones (o viceversa). Las matemáticas, sin embargo, no se dejan.

En el campo de la libertad sexual mal se puede educar si no se admite la esencia de lo que es educar, una labor que exige en el que no sabe atención, interés en aprender, y en el educador que tenga algo que enseñar. Esa diferencia entre educadores y educados es comprendida como una opresión que refleja la desigualdad de la estructura social. El resultado es simple: Las máquinas nos liberaran de esos esquemas de poder. Aprender de una máquina no ofende ni humilla. La tecnología es la gran liberadora pues suprime la jerarquía educador-educado, transformando la educación misma en adquisición de habilidades y cobertura de objetivos técnicos. Una educación como programación, un retroceso a las estructuras tribales.

EN este contexto, el sexo es una mera conducta, una habilidad que se aprende (¿y con qué facilidad!), no es en ningún modo un comportamiento humano en el que se respeta al otro como una persona. Se goza de su cuerpo con toda libertad, es decir tratándolo como cosa sin interior, sin alma, sin pudor, sin reflexión sin esa condición imprescindible para ser libres que es poner un espacio entre el estímulo y el yo. Ese espacio cuesta porque lo fácil es que no haya espacio, que el sexo sea una acción inmediata libre, incontrolable.

El error es entender la libertad en términos de descontrol, pues lo incontrolable es justamente la necesidad.

Podríamos hablar de esas cosas y hacer ver la necesidad de una antropología adecuada, de una formación moral personal, de un enseñar a pensar que es la forma precisa de aprender a esperar.

Donde no se sabe esperar, toda esperanza está perdida, o como coloca el Dante a la entrada del Inferno: «¿lasciate ogni speranza voi chentrate».
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