TRIBUNA
El río de la desolación
MANUEL VILLAR RASO/
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DESPUÉS de disfrutar como un enano recorriendo las ruinas griegas de la Cineraica libia, con Cirene la ciudad más espectacular de África y no sé si del mundo griego, me preguntan mis amigos cómo he podido sobrevivir en Libia cuatro días solo, tras largarse mis compañeros de la Universidad de Granada en busca de las pinturas prehistóricas de Jabel al-Oweinat, en la región fronteriza con Chad, y quedarme cuatro días en Bengazi y Trípoli. Había jurado no volver nunca a los desiertos libios, tras sufrir el año anterior un frío horroroso en el Akakus, y regalar mi saco y mi tienda de dormir al guía tuareg. Pero sin billete de avión hasta cuatro días más tarde no podía imaginarme el tedio mortal que puede apoderarse del viajero en estas dos modernas ciudades en las que no hay nada que hacer. No hay periódicos, ni librerías, ni CNN de noticias del mundo en la televisión. En los bares y restaurantes no hay cerveza ni vino, ni un local de alterne, degeneraciones propias de occidentales que tanto ayudan a matar el tiempo.
No obstante, Libia es un país amable para el que sabe verlo. Todas las dictaduras suelen serlo y la violencia o los robos no existen. La música árabe suena a todas horas y en la televisión están de moda los seriales egipcios con ardorosas e insoportables danzas del vientre. Cada cuatro o cinco horas suenan las exhibiciones de los muecines desde los altavoces de las mezquitas, pero no al unísono, sino una tras otra, con lo que el concierto está garantizado todo el día. La luz debe ser gratis porque ni durante el día se apagan las farolas. La gasolina es barata, veinte céntimos de euro, porque los coches no apagan los motores y también los móviles, que todos los libios llevan pegados a la oreja mientras caminan y conducen. Con un euro pueden comprarse veinte barras de pan y, como digo, la vida es dulce. Dice Javier Reverte, hablando del Amazonas en El río de la desolación, que no hay visión más monótona que la de las orillas de los ríos, vistas desde un barco, y yo añadiría que la de los países con un dirigente que lleva 37 años en el poder, con el rostro que se renueva todos los años cada vez más acartonado, y de esto nosotros sabemos bastante. El liderazgo de Muamar el Gadafi es incontestable y su ideario político, expuesto en su libro verde, deja pocos resquicios a los rebeldes, si es que los hay dentro del país. Para los molestos emigrantes, que suman varios millones, tres tan sólo de Egipto, ha sacado un decreto de expulsión y varios cientos de miles de los sin papeles, egipcios, nigerianos, del Chad y del Sudán, dejarán pronto de molestarlos.
Con estos ingredientes, pocos hombres tan felices con su destino como los libios. La gente es feliz, si uno se contenta con el infalible menú de harira y pollo duro en la comida y en la cena, una pepsi y una cerveza Bech sin alcohol, que sabe a rayos. No hay una sola librería, pero tienen petróleo y agua inagotable, que sacan de las bolsas del desierto y suben al norte en gigantescas tuberías, su gran reserva y su gran pulmón, un inmenso El dorado dadivoso que los protegerá durante 50 años por decisión de Alá, y luego Dios dirá. A mí me queda la lectura que he traído en la mochila y me encierro en la habitación con Javier Reverte y su libro El río de la desolación para matar el tedio y ¿oh,sorpresa!.
El hombre, dice Javier Reverte, debería tener derecho a una aventura propia, pero en Libia sólo está permitido la aventura oficial, aunque nadie sepa en qué consiste, salvo comer y contentarse con una naranjada, una pepsi o una Bech, un teléfono móvil y un par de coches por persona. Mientras tanto, desolaciones sin habitar, playas inmensas en las que no se ve una sola alma y un país sin cultura en el que el tiempo no existe. También para mí deja de existir el tiempo, encerrado en la habitación del hotel con este maravilloso libro de Javier Reverte, que a punto ha estado de hacerme perder el avión hasta no terminarlo y para el que solicitaría, no sé si el Nobel, pero sí el premio Príncipe de Asturias como regalo a una de las aventuras más fascinantes, escritas por un autor español últimamente, que me han salvado del frío y del tedio cuatro días en estas dos insulsas ciudades libias, llamadas Bengazi y Trípoli.
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