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El esclavo del demonio

– El esclavo del demonio

EL guadijeño don Antonio Mira de Amescua, famoso por su arte poética, asentada especialmente en la lírica, fue, sobretodo, un dramaturgo nacional especialmente volcado hacia lo escatológico, de acuerdo con el canon imperante en nuestra esplendorosa y misteriosa época del barroco, en la que compitió con éxito con las más brillantes plumas de nuestro teatro, todas ellas casi siempre revestidas de sotanas y latines.

Anduvo, al parecer con mal ceño y hasta con malos modos, el guadijeño por esos mundos de Dios, lo mismo en la Corte de las Españas como en el Paraíso de Nápoles, sin dejar la menor pista sobre sus inquietudes eróticas, tan frecuentes en sus colegas, con Lope de Vega a la cabeza, quizá como consecuencia de su biografía tan compleja como misteriosa, de la que me he ocupado en alguna ocasión, aunque someramente, y de cuya obra el profesor Agustín de la Granja y su equipo hicieron una edición monumental en la Universidad de Granada, pero de cuyo autor, pienso yo, no se ha dicho aún la última palabra. Como digo, el guadijeño anduvo mucho por esos mundos de Dios, y hasta de la mano del Cardenal Infante, hasta venir a rendir sus últimos días en su ciudad natal, y cuyos restos, exhumados y profanados, con otros muchos, yo, siendo muy niño, vi pisotear en el Paseo de la Catedral de Guadix cuando el trágico asalto a iglesias y sus enterramientos so excusa de ser esos enterramientos tapadera de los vicios ocultos del clero y monjas, cuando no eran sino los simples enterramientos parroquiales anteriores a los municipales ya desde el siglo XIX.

Mira de Amescua, entre otras muchas, escribió una notabilísima obra, El esclavo del demonio, que se nos aparece, por vez primera, en la Tercera parte de las comedias de Lope de Vega y otros autores; Barcelona, 1612, y que mereció un magnífico comentario crítico, en nuestros días, de Gerardo Diego. Fiel a su vocación escatológica, aquí el guadijeño nos plantea una trama amorosa, como es habitual, mediante la cual, el protagonista, fray Gil, luego don Gil, pretende posesionarse, primero de la algo casquivana Lisarda, y luego, como complemento, de la más moderada, su hermana Leonor, para cuyo fin se vale de mil artimañas propias del caso, pero que dejan paso a presentar, en el protagonista don Gil, el enfrentamiento, en conciencia, entre su tentación depredadora y los vestigios escondidos de su honestidad innata, aunque don Gil deja bien claro que se considera incapaz de resistir las terribles fuerzas de toda tentación, no sólo carnal, sino también de poder e, incluso, de soberbia intelectual, por cuyo camino se ve empujado por un nuevo personaje más tarde aparecido en escena: una especie de demonio admirable, como todos los demonios, Angelio, que es quien aporta las razones y argumentos a favor de jugar en pro de toda tentación, «porque si predestinado estás, la gloria tienes segura; y si no lo estás, ¿ no es locura vivir sin gusto jamás?…»

Planteada así la disyuntiva entre la moral innata, la llamada de la conciencia, y la tentación interna o externa personificada en la atracción femenina por vías de la trasgresión social y familiar, que es lo que importa al caso, y al argumento de la obra y al intento pedagógico del autor, al final de cuentas un clérigo virtuoso con muchas letras encima, y muchos cargos también, sin que se le conocieran veleidades con el demonio, al menos en este campo de ofrecer el alma a cambio de placeres más o menos efímeros, tema, por otra parte, muy recurrente en los dramaturgos de la época.

Y que llegará a Goethe y aún al Tenorio en todas sus versiones. El autor de Guadix, visto que el esclavo del demonio, que como tal se manifiesta el protagonista de esta obra, lo que le lleva a negar todas las jerarquías celestiales, a Dios, a la Virgen a los Santos, a la Iglesia, a la Fe , sin dejar en pie ningún clavo al cual agarrarse, ni ninguna esperanza en la cual zambullirse , nuestro autor, no obstante, no renuncia a salvarlo, fiel a su ejercicio sacerdotal, para lo cual, más allá de lo acostumbrado, en el último momento, saca a escena el recurso inusual en estos casos, de una figura celestial, no sé si con mucho o poco poder delegado, como parece evidente: el Ángel de la Guarda, de quien el pecador, por ignorancia, nunca se acordó de negar, injuriar y apostrofar, posiblemente por considerarlo figura celestial de segunda categoría.

Pero que, ahora, la última hora, le viene a la imaginación como, quizá, el único clavo a que asirse, la única barca acaso capaz de llevarlo a buen puerto. Una figura, ésta del Ángel de la Guarda, de gran predicamento en el ambiente infantil y doméstico del doctor Mira de Amescua, y que, en esta obra, lo transforma en personaje esencial, hasta el punto, tal vez, de convertir a este don Gil, tan esclavo del demonio, en el San Gil de Santarem. Y un dilema, por otra parte, de tan vigente actualidad entonces, la lucha entre la conciencia y la tentación, que si, entonces, siempre imponía el triunfo de la conciencia, hoy ha dejado paso libre al triunfo de la tentación , sin que sepamos si, aquí y ahora, habrá para nosotros Ángel de la guarda del cual echar mano.

¿Pobre doctor don Antonio Mira de Amescua, dramaturgo insigne, poeta de sublimes quintillas.., que sólo mereció ver cómo asesinaban a su padre en las mismas puertas de su Catedral y, años después, sentir crujir sus huesos profanados contra las losas de su sepultura, él que tanto se afanó en que nadie quedara fuera del reino de los Cielos y de la conciencia satisfecha!…

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