OPINIÓN
TRIBUNA
Constantes históricas de España
ARMANDO SEGURA/CATEDRÁTICO DE LA UNIVERSIDAD DE GRANADA
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LA naturaleza humana necesita del espacio por lo mismo que los cuerpos caen hasta el centro de la tierra si les abriéramos camino. Hay frases coloquiales que expresan bien este principio: «no tiene donde caerse muerto», «¿quítate de en medio!». O «quítate tú, para que me ponga yo», o también «le están haciendo mobbing en la empresa». En todos estos casos, sin espacio, el ser humano no sentiría la obsesión de desplazar al prójimo.
Esta clave interpretativa debe aplicarse universalmente: donde hay seres humanos, en la política, la economía, la historia, la guerra y todo lo demás, los problemas tienen un componente espacial importante. Estamos hechos de espacio y sin él no podemos vivir. El espacio que ocupamos es, por tanto, algo muy importante porque es el lugar propio de nuestra personal identidad.
Si repasamos la Historia de España desde el Neolítico, o más atrás desde el Paleolítico, hay una serie de realidades físicas incuestionables que la condicionan.
La primera es que existe el Estrecho de Gibraltar; la segunda, que se levantan al norte los Pirineos y al otro lado un espacio amplio que llamamos Francia, la Galia, etc. según épocas. Otro dato importante es que la extensión de la península es de medio millón de km2 aproximadamente. Hay que añadir que, geográficamente, el centro es el centro y la periferia está junto al mar. Además el centro es llano aunque limitando al norte por zonas montañosas.
Cualquier cosa que ocurra en la Península depende de esos factores, aunque solamente, desde el punto de vista físico (y también militar).
Estos coordenadas espaciales se traducen en los siguientes hechos: el problema vasco es casi eterno, desde los romanos por lo menos. Por el Estrecho siempre se cuela todo el que puede, desde el hombre de Orce (en su caso y con permiso de Pascual Rivas); en consecuencia, la tensión entre la península y el Norte de África es también inevitable. Lo que ocurre en un lado del Estrecho repercute en el otro, indefectiblemente.
Si observamos las relaciones entre el centro y la periferia, tenemos más de lo mismo. El levante siempre más culto y romanizado, más dado al comercio (por el hecho físico de tener costa); el interior, dedicado a la agricultura. La agricultura depende de la propiedad de la tierra. Si no la defiende el propietario, la ocupa el primero que pasa. Son territorios menos dados al pacto y al negocio. En las riberas del mar todo es más fácil, más liberal, etc.
Esto ocurre en todas partes y no solamente en España. Es interesante recordar que las ciudades costeras de Palestina, en tiempos de Cristo, eran todas paganas, descreídas y amantes de los placeres.
Cataluña, denominación que igual que la de Castilla, significa tierra de castillos, tiende, naturalmente, a extenderse hacia el sur y hacia las Islas. Al Oeste, los Monegros y el Bajo Aragón nunca fueron objeto de su deseo. Es también tierra de paso. La meseta rural y más bien seca y la dulce costa mediterránea siempre dieron de sí muchas páginas de contraste.
De modo que se mire por donde se mire, el problema vasco, el catalán y el problema del Estrecho, implican condicionamientos físicos; está cantado que siempre fueron un problema, lo son y lo serán, por razones similares a las que explicarían, también, porqué los maridos se llevan generalmente mal con las suegras y cuñadas (y viceversa).
Sabiendo todo esto y leyendo la Historia de España de los dos últimos siglos, no se ven con claridad el horizonte positivo y las consecuencias prácticas de la fórmula alianza de civilizaciones o la peculiar explicación científica de que la miseria es la causa de todas las cosas que pasan en el mundo.
Pienso que por el camino de la negociación (que supone siempre elementos de presión), o por la vía de la defensa del propio territorio, la única manera que tiene un gobierno de ser legítimo es ejercer su capacidad de defender su espacio, el jurídico y el físico, porque de ellos depende la integridad jurídica y física de sus ciudadanos. Ésa es la razón que, siendo indeseables todas las guerras, sin embargo se repiten con el mismo ritmo y frecuencia que los hábitos o adicciones compulsivos. La guerra es un hábito histórico que hay que erradicar. El problema es la fórmula.
No se erradica, en mi modesta opinión, quitando la palabra guerra de la letra de la Constitución. No es asunto tan simple. Se atenúan las tendencias agresivas, no por el lado físico, que no se deja mover, sino por el lado de la categoría moral del Gobierno y de la ciudadanía.
No es flor de un día la formación moral, ni tampoco depende de una tecnología. Es imprescindible que el Estado no sea neutro en materia moral y que lo demuestre elevando el tono en los medios de comunicación, en las escuelas y en su talante.
La gente recibe pasivamente los mensajes de los políticos, especialmente el mensaje ambiental, que manifiesta ostensiblemente que todo da igual y todo vale. Necesitaremos legiones de psicólogos, de abogados y de policías para evitar los sucesos violentos de la vida cotidiana, únicas noticias que sirven muchos telediarios.
Aquellos curas valleinclanescos y barojianos de misa y olla tapaban muchos agujeros. Ahorraban mucho dinero público y evitaban la situación selvática en muchas zonas urbanas.
La falta de credibilidad, el hecho de que nadie se fía de nada y de nadie, son los poderosos propulsores de la violencia. Si no hay confianza, no hay legitimidad, que siempre se apoya en la fe en el sistema, en las leyes y en las personas.
¿Ah!, devolver la confianza, mediante la formación moral de la juventud, no es emplear frenéticamente, la palabra confianza como el que vende pasta de dientes.