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¿’Cajas vacías’ o máscaras semánticas? – JOSÉ LUIS CALVO MARTÍNEZ/CATEDRÁTICO DE LA UNIVERSIDAD DE GRANADA

OPINIÓN
TRIBUNA
¿Cajas vacías o máscaras semánticas?
SÉ LUIS CALVO MARTÍNEZ/CATEDRÁTICO DE LA UNIVERSIDAD DE GRANADA
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LAS palabras, lo mismo que la materia, se transforman pero no se destruyen. Si acaso caen en desuso o cambian de sentido, o adquieren acepciones nuevas: hoy nadie pide en la cafetería una «jícara de chocolate» en vez de una taza; y hace 50 años nadie entendería a quien le dijera: hoy «he ligado» con Mari Pili. Pues bien, si eso sucede con palabras de uso común, ello ocurre en mayor medida con las del léxico ético o político. Aristóteles (Ética a Nicómaco, VI, 3) decía que la Ética, una de cuyas partes es la Política, se ocupa de cosas «que pueden ser de una manera o de otra». Con ello la oponía a la Matemática o a la Metafísica que tratan de cosas que siempre son iguales y eternas: el teorema de Pitágoras, por ejemplo, es eterno, pero, en cambio una constitución política no lo es.

Del origen y desarrollo del significado de las palabras se ocupa una parte de la Lingüística llamada Semántica. Y es de gran importancia conocer sus leyes y principios porque la zona del lenguaje donde la semántica más se marea es, como he dicho, justamente en el terreno ético-político. Aquí todo está en perpetuo cambio: basta con observar la cantidad de adjetivos que se utilizan, se han utilizado y se utilizarán para ocupar los conceptos centrales de la ética: bueno y malo. Les invito a que abran el diccionario de la Real Academia y busquen sus sinónimos. O bien que observen el valor diferente que los hablantes otorgan a una misma palabra de acuerdo con sus ideas o intereses.

Bien, hasta aquí todo normal. Hay, sin embargo, casos en que se produce una utilización interesada de las palabras: ello sucede cuando se las emplea como máscaras para ocultar una realidad que no les corresponde. En realidad esto sucede frecuentemente en la lengua y se llama eufemismo: hoy ya no hay, como en los años 40 -tal como he podido ver personalmente en el Museo municipal de Madrid- billetes de lotería para ayuda de «ciegos e inútiles»; hoy decimos «invidentes» y (vamos a decir, parece) «discapacitados». Y ello está bien. También las palabras producen y han producido mucho sufrimiento psicológico innecesario. Y el eufemismo puede evitarlo: es una especie de discreta y balsámica referencia a algo desagradable con una palabra amablemente «falsa» o con una perífrasis.

Pero no voy a extenderme hoy sobre este eufemismo positivo y deseable. Me interesa, más bien, poner el acento en un enmascaramiento verbal que es, desde luego, similar al anterior, pero que tiene en realidad un sentido muy diferente y que constituye ya una perversión o deturpación de las palabras. Me refiero a esa perversión del lenguaje en virtud de la cual algunas palabras son utilizadas en su sentido originario -de valoración positiva o negativa, claro- cuando hoy ya no tienen ese valor. Y se utilizan así para designar a una realidad que ya no existe y para personas a quienes no les corresponde. Y como estamos hablando de política, voy a referirme a los dos adjetivos que más se utilizan en el terreno político: izquierda-derecha y progresista-reaccionario.

Todos sabemos que políticamente se comenzó a hablar en Europa de derecha e izquierda desde la Revolución Francesa, aunque el uso se extendió y consagró sobre todo desde el nacimiento del socialismo. También en España, naturalmente, porque no hay que olvidar que nadie llamaba a Cánovas de derechas ni a Sagasta de izquierdas: se llamaban conservadores y liberales respectivamente (¿paradojas de la semántica!). La gracia de ello es que se debió, como es de sobra sabido, a un hecho puramente local y anecdótico, a saber, la posición en la Asamblea Legislativa de 1791 de los miembros más radicales de la revolución francesa en la zona izquierda, mientras que los realistas lo hacían a la derecha. También parece indudable que la denominación recibió deliberadamente un sentido nuevo y exactamente inverso al que hasta entonces tenía la palabra izquierda cuando se utilizaba en sentido metafórico: sólo hay que fijarse en su sinónimo siniestra. Lo mismo que derecha y diestra. Desde ese momento se volvieron las tornas y, sobre todo, se unió el adjetivo izquierda al concepto de progreso. La izquierda era progresista y la derecha era reaccionaria. Y en principio ello era cierto: en la izquierda militaban los desheredados de la tierra y en la derecha los ricos y vagos (the rich and idle) como formulaban acerbamente los laboristas británicos para designar a los tories.

¿Pero qué pasa hoy? Hoy pasa que las dos guerras mundiales han cambiado Europa hasta el punto de hacerla irreconocible. Todo ha cambiado, menos los nombres de los partidos políticos y las apelaciones que ellos mismos se imponen. Porque esa es una segunda perversión del lenguaje a la que quiero hoy apuntar. En realidad, admitámoslo, uno es socialmente lo que juzgan y dicen los demás, no lo que se atribuye uno a sí mismo. Y es que «Yo soy de izquierdas» viene a significar «Yo soy bueno y progresista». Por eso, ¿han oído ustedes a muchos decir «yo soy de derechas» si no son militantes de partido? Y sin embargo, ante los resultados habituales de las elecciones, no parece razonable pensar que haya en España un 50% de derechistas-ricos-reaccionarios y otro tanto de pobres-progresistas-izquierdistas. La inmensa mayoría somos asalariados que votamos (mitad y mitad más o menos, por lo general), al partido que menos nos asusta en cada momento en que toca ir a votar. Pero ¿qué sentido tiene hoy hablar, tan pomposamente además, de derecha e izquierda? Todo nos induce a pensar que se trata de un enmascaramiento. Suena a justificación en muchos casos. Porque todos conocemos a no pocos ganapanes que tienen la desvergüenza de autodenominarse de izquierdas cuando se dedican a la especulación y viven en el lujo. Y lo mismo al revés y en sentido contrario. ¿Y qué decir de progresista y conservador? ¿Quién quiere conservar un sueldo que no acaba de llegarle hasta final de mes? ¿Quién no desea el progreso, primero de su propio status social, económico y profesional; y, luego, del vecino? Oiga Ud., somos nosotros quienes tenemos que decir si Ud. es de izquierdas y progresista o no; si es honesto o no; si es simpático o no. No usted mismo.

Hay quien ha llamado a estos conceptos «cajas vacías». Y quien las considera como parte esencial de una peligrosa simplificación de valores. Personalmente prefiero cerrar esta reflexión con una cita literaria bastante conocida, aunque quizá no lo sea su procedencia. En el Acto V, Escena III de la tragedia Troilus and Cressida de Shakespeare, uno de los personajes, Pándaro (el que matará a Aquiles clavándole una flecha en su talón) entrega a Troilo una carta que éste cree llena de mentiras cuando exclama tras leerla: «words, words, mere words, no matter for the heart», es decir «palabras, palabras, meras palabras; no sustancia para el corazón».

Pues bien, si son sólo palabras, y además máscaras, ¿no sería el desenmascaramiento una saludable práctica de catarsis social

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