Sociedad
Historias envenenadas Sustancias tóxicas, mejor que venenosas
Causar la muerte con pócimas, ponzoñas y bebedizos es una tradición en el cine y la literatura Esta es una muestra de los envenenamientos más famosos
INÉS GALLASTEGUI I. G.// BADAJOZ BADAJOZ
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La tóxica política
¿Qué es veneno? En realidad, casi cualquier sustancia es capaz de matar a un ser humano, si se consume en una dosis excesiva: el arsénico, sí, pero también el agua o la fabada asturiana. «Habría que hablar mejor de sustancias tóxicas, de sus usos y de dosis, para poder decir lo que es un veneno y lo que no lo es», define el forense José Antonio Lorente. El director del Laboratorio de Identificación Genética de la Universidad de Granada recuerda que los venenos han estado siempre «muy ligados a la historia de la Medicina. Ciertas sustancias tóxicas, en dosis más bajas, sirven como fármacos para curar enfermedades. La relación veneno-magia-curanderos no es casual».
Lorente subraya que, en el pasado, los venenos más utilizados fueron «los que procedían de la naturaleza, como las plantas (cicuta, alcaloides), minerales (arsénico, plomo) o animales (serpientes e insectos)». Con el desarrollo de la química, primero, y la bioquímica, después, se hicieron más eficaces y potentes.
Pero la astucia de los envenenadores se topa con técnicas forenses cada vez más sofisticadas. «Hoy en día hay muchos tóxicos que son fácilmente detectables en los análisis tipo screening que se hacen en la orina y la sangre de personas intoxicadas -vivas o fallecidas-, por lo que su uso como arma criminal queda muy limitado».
Lorente reconoce que algunas intoxicaciones premeditadas «pueden provocar síntomas agudos muy parecidos a los de enfermedades comunes, de modo que la muerte puede ser entendida como consecuencia de un proceso natural». «El crimen perfecto es difícil de admitir, mas bien existe la investigación imperfecta», sentencia el médico. Por ejemplo, si la investigación se retrasa, las huellas de algunos tóxicos en el organismo desaparecen.
Olor a almendras
Ciertos venenos dejan en el cuerpo signos típicos: por ejemplo, el famoso olor de almendras amargas en la muerte causada por cianuro, o el color rosado de la piel en las intoxicaciones por monóxido de carbono. «En el caso de Yushenko parece muy evidente la intoxicación por dioxinas, por los signos de cloroacné -un tipo de acné muy agresivo que deforma el rostro- y los cambios de coloración de la piel. En el futuro pueden aparecerle problemas hepáticos, endocrinológicos y reproductivos, la esterilidad», vaticina. EL rostro grisáceo y deformado del líder de la oposición ucraniana, Víktor Yushenko, ha traído al primer plano de la actualidad una de las modalidades criminales más antiguas y fascinantes: el envenenamiento. Cuestiones morales aparte, el atractivo de estos crímenes radica en la astucia, la sutileza e incluso el arte que se atribuye a sus autores: se considera que el homicida que mata sin dejar huella y consigue que su acción parezca obra de la naturaleza es más inteligente.
Y si abundan en la historia los asesinatos por intoxicación premeditada, no son menos frecuentes en el cine y la literatura. A continuación se citan algunos de los envenenamientos artísticos más famosos y originales.
BLANCANIEVES
Recopilado por los hermanos Grimm
La manzana de la discordia femenina
La historia de la bella Blancanieves -«Cutis blanco como la nieve, labios y mejillas rojos como la sangre y cabellos negros como el azabache»- es la del envenenamiento más universalmente conocido. El cuento popular recopilado por los hermanos Grimm (Alemania, 1812) narra la historia de una rivalidad femenina: la surgida entre la pequeña princesa y su malvada madrastra.
Ésta, que no podía soportar la creciente belleza de su hijastra, encargó a un cazador que la llevase al bosque, la matase y, como prueba, le trajese su corazón. Pero el cazador se apiadó de la niña y llevó a la reina la víscera de un animal.
Entonces fue acogida por los siete enanos en un régimen que hoy sería considerado de semiesclavitud: «Si quieres cocinar, coser y lavar para nosotros, puedes quedarte aquí y te cuidaremos siempre», fue la mafiosilla oferta. La madrastra la localizó gracias a su espejo mágico y, disfrazada de ancianita, se presentó en la casita del bosque y le ofreció la famosa manzana. No ha trascendido si en la apetitosa fruta había cianuro, arsénico o dioxina, pero la joven «cayó como muerta».
Y así permaneció hasta que el príncipe se prendó de ella y, merced a un tropezón o a un beso -las versiones difieren- hizo salir el pedazo de manzana. Y fueron felices, etcétera.
ARSÉNICO POR COMPASIÓN
Frank Capra
Unas encantadoras asesinas
La película de Frank Capra (1944), basada en una obra teatral de Joseph Kesselring, convierte las peripecias de dos peligrosas asesinas en serie en una simpática comedia de enredo, en la que Cary Grant realiza uno de sus más celebrados papeles. Las dulces tía Abby y tía Martha son las precursoras de toda una generación de criminales compasivos.
Entre ellos destaca el médico británico Harold Shipman, más conocido como Doctor Muerte, que acabó con más de doscientas de sus pacientes a base de inyecciones de diamorfina. Se suicidó en la cárcel a comienzos de este año.
El periodista Mortimer Brewster acaba de casarse y visita a sus tías antes de la luna de miel. Pero en el placentero hogar que las señoras comparten con el tío Teddy -un loco que se cree Roosvelt- hay doce cadáveres. Poco a poco, se descubre el pastel.
Las dos tiítas se hicieron serial killers por casualidad: un anciano que visitaba su habitación en alquiler murió de un infarto y ellas, al ver lo tranquilo y feliz que parecía el fallecido, decidieron que podían dar tranquilidad y felicidad a muchos viejos solitarios acelerando su tránsito a la otra vida.
El pasaporte: arsénico en el vino dulce. Para hacer desaparecer los cuerpos, bastó con decirle a Teddy que cavara en el sótano el canal de Panamá y enterrara allí a las víctimas de la fiebre amarilla. Nunca les falta «un funeral cristiano decente».
La historia se complica con la aparición de su hermano Johnny, psicópata asesino, y el siniestro doctor Einstein. Todo se precipita hacia el baño de sangre cuando la Policía aparece y les detiene.
Las tías aceptan ingresar en un manicomio junto a Teddy. El final feliz se redondea con su revelación de que Mortimer no puede padecer la locura familiar porque no es un pariente de sangre.
EL NOMBRE DE LA ROSA
Umberto Eco
La sabiduría que mata
La novela de Umberto Eco (1980) -y después la película de Jean Jacques Annaud (1986)- narra una apasionante historia medieval de detectives. Corre el invierno de 1327 cuando el franciscano Guillermo de Baskerville (en la película, Sean Connery) y su novicio, Adso de Melk (Christian Slater), llegan a una abadía benedictina del norte de Italia para debatir con una delegación vaticana sobre la apasionante cuestión ¿Era Cristo dueño de las ropas que llevaba?. Como telón de fondo, la sangrienta guerra de la Inquisición contra las corrientes heréticas.
El monje-detective investiga las muertes violentas de varios monjes, para lo que debe enfrentarse a la superstición de sus compañeros, aterrorizados por los signos apocalípticos.
De Baskerville demuestra que no es el anticristo quien ha asesinado al bello ilustrador, al traductor negro o al lujurioso ayudante de biblioteca, sino su ansia de saber. Lo original es la administración del veneno.
Los cadáveres tienen en común unas manchas negras en el dedo índice y en la boca: el protagonista descubre que la laberíntica biblioteca de la abadía, una de las mayores de la Cristiandad, posee, entre otras joyas, la única copia del segundo libro de la Poética de Aristóteles, que versa sobre la risa.
Pero sus hojas están impregnadas con arsénico -que, en pequeñas dosis, alivia los nervios, según revela el hermano herbolario- y los pecadores que pasan sus páginas perecen entre horribles dolores. El asesino no es otro que el venerable Jorge, un monje ciego e intransigente que odia el humor y a los filósofos griegos.
EL ALQUIMISTA IMPACIENTE
Lorenzo Silva
Uranio bajo el asiento del coche
Un cadáver atado y sodomizado en un motel de Guadalajara: Trinidad Soler; técnico en una central nuclear; infarto inducido. Un cuerpo en descomposición en una cuneta de una carretera de Palencia: Irina Kotova; prostituta; tiro en la nuca. Un lúgubre funeral sin seres queridos: Críspulo Ochaíta; empresario sin escrúpulos; cáncer. ¿Una muerte natural en un libro detectivesco?
No tanto. En El alquimista impaciente (2000), Lorenzo Silva -y en su versión cinematográfica (2002), Patricia Ferreira- nos habla de un crimen en el que el asesino muere seis meses antes que la víctima: al señor Ochaíta, en un guerra sin cuartel con otro potentado corrupto por adjudicarse algunos jugosos negocios con dinero público, «se le pudrió justo la parte de la que más había disfrutado en la vida», en palabras de su chófer.
Poco antes de morir, relata el autor, sus ojos «parecían consumidos, como su rostro y su cuerpo todo. Rondaba los cincuenta años, pero aparentaba quince más. Tenía la tez amarillenta y los huesos le asomaban bajo la carne».
¿La clave? El sargento Bevilacqua y la guardia Chamorro tardan más de 200 páginas en dar con ella: una fuente radiactiva, robada de la central y colocada bajo el asiento del Lamborghini de Ochaíta, dentro de un maletín fabricado con la exacta cantidad de plomo para causarle una muerte lenta pero inexorable… La Guardia Civil ha resuelto un envenenamiento de la era nuclear.
MAR ADENTRO
Alejandro Amenábar
La eutanasia como crimen perfecto
La vida del tetrapléjico Ramón Sampedro, y sobre todo su muerte, pedía a gritos una película. Por eso merece un capítulo en esta recopilación de envenenamientos del cine y la literatura.
Y es que el modo en que esa cabeza condenada a vivir pegada a un cuerpo muerto planificó hasta el último detalle su propia eliminación es uno de esos fragmentos de la realidad que superan a la ficción.
El suicidio asistido fue un puzzle compuesto por muchas piezas. Sampedro repartió once llaves de su casa entre otros tantos amigos y a cada uno le encomendó una tarea. Uno compró el cianuro; otro se aseguró de su composición; un tercero calculó la cantidad letal; dos más se encargaron de llevarlo por etapas al pueblo de Sampedro; el sexto preparó el bebedizo mortal; el séptimo lo metió en un vaso; el octavo colocó la pajita; el noveno lo puso en una mesa a su alcance; el décimo recogió la carta de despedida que garabateó con la boca; y el undécimo grabó la muerte en vídeo.
Cuando la autopsia detectó los restos del veneno en su organismo, se abrió una investigación: era obvio que el ex marinero, paralizado de cuello para abajo, no pudo haberse suicidado por sí solo. Pero miles de personas de todo el mundo se autoinculparon de su muerte y el juez archivó la investigación.
La película de Alejandro Amenábar Mar adentro (2004), más atenta a los sentimientos que a la química, recoge sólo de pasada esta peripecia.
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