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Universidad, cibernética y rocknroll

Universidad, cibernética y rocknroll

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A raíz del llamado macrobotellón de hace una semana y de otros precedentes –menos macro pero igualmente botellones–, se ha vuelto a comentar en esta ciudad el papel que juega la Universidad en todo esto. Se hace una simple ecuación: joven universitario es a botellón lo que Universidad es a X. La Universidad de Granada se ha declarado oficialmente de letras y afirma no saber de ecuaciones, aunque la solución es clara: X = Universidad multiplicada por botellón y dividida por joven beodo. O sea, lobazo cum laude en vía pública sin especificar.
Tal vez, y pecando de optimistas, nuestra alegre y bullanguera juventud universitaria estaría menos dispuesta a mearse en las esquinas patrimonio de la humanidad si la Universidad les ofreciera actividades culturales alternativas que desviaran por un momento su atención de la botella plastificada de Dyc con Cola recalentado. Yo me atrevería a sugerir que imitaran a otras instituciones académicas españolas como la Universidad de Cádiz o la de León, que llevan tiempo programando con indudable buen criterio ciclos anuales de conciertos de rock en recintos propios como aulas magnas, salones de actos y similares.

Hoy por hoy, el rock para la Universidad de Granada es algo así como la terra incognita de la Edad Media. Territorio desconocido habitado por monstruos de siete cabezas devoradores de buenos cristianos. No siempre fue así; recuerdo haber participado hace muchos años en uno de los conciertos que se solían programar para dar la bienvenida a los estudiantes a principio de curso. Se hacían en una explanada frente a la Facultad de Psicología y, si mi memoria no me engaña, allí acudían dos o tres mil personas. También recuerdo que en algunos colegios mayores como el San Jerónimo y el Isabel la Católica sí hicieron conciertos y jam sessions de grupos locales, y estoy seguro de haber visto a finales de los setenta en el Aula Magna de Ciencias a Coz en directo con los hermanos De Castro, que años más tarde fundarían Barón Rojo. Pero esto fue hace mucho, mucho tiempo: el siglo pasado, cuando los jóvenes también nos meábamos en las esquinas y, afortunadamente, no salíamos en los periódicos.

El nuevo oráculo. Éramos pocos y parió el ordenador. Ya está aquí el nuevo artefacto que nos hará a todos un poco más tontos. Las grandes compañías de discos, no satisfechas con la legendaria ineptitud y el tradicional mal gusto de la mayor parte de sus A&R (Directores de artistas y repertorio), se están sirviendo últimamente de un novedoso programa informático para calibrar las posibilidades que tiene una canción determinada de llegar a ser un éxito. Según leí en El País, el bicho en cuestión se llama Hit Song Science (HSS), algo así como Ciencia de la Canción de Éxito. Sabíamos que el mundillo científico andaba revuelto, pero no tanto como para parir un artilugio como éste. Curiosamente ha sido un físico catalán el inventor, Antoni Trías Bonet. Se basa en que la música tiene unos puntos de equilibrio y que cuando el cerebro los identifica se produce una sensación placentera. Algo obvio, por otra parte. El sistema del HSS tiene una base de datos compuesta por más de un millón y medio de canciones, entre las que se encuentran las de más éxito de la historia; al introducir una nueva, el aparato hace una comparación algorítmica con las ya probadas comercialmente y te dice las posibilidades de que tiene ésta de llegar a lo más alto en las listas. Sus promotores afirman que tiene una fiabilidad del 95 por ciento. No sé qué decir, es como si hubieran unido en uno al profesor Franz de Copenhague, el de los inventos del TBO, y a Fernandisco, guía espiritual de los 40 Principales. Sólo se me ocurre una reflexión: ¡Madre de Dios!

Tambores lejanos. No es por asustar al gremio de aporreadores de parches, pero últimamente la cosa esta muy fea. En las últimas semanas han fallecido nada menos que cuatro de ellos. Un cáncer de estómago se ha llevado por delante a Jim Capaldi, eterno baterista de Traffic, además de cantante y compositor. Compañero de fatigas de Stevie Winwood durante décadas con el que grabó todos los discos clásicos del grupo en los 60. En la década siguiente emprendió una carrera en solitario que lo acercó a los terrenos del reggae.

También el cáncer ha sido la causa del fallecimiento de Stephen Dryden, baterista de Jefferson Airplane. Entró en la banda sustituyendo a Skip Spence y grabó el álbum que les dio fama mundial, Surrealistic Pillow. En el 70 dejó a los Jefferson y se integró en otro grupo de rock ácido, New Riders of the Purple Sage.

El 27 de febrero moría Chris Curtis, baterista del grupo beat de Liverpool The Searchers. Coetáneos de The Beatles, llegaron a tener varias canciones de éxito entre el 63 y el 66 como Sweet for my Sweet y Needles and Pins. Curtis siguió su carrera con The Flowerpot Men, autores del famoso himno hippy Let´s go to San Francisco. Más tarde fundó Roundabout, banda donde tocaba la guitarra un jovencísimo Ritchie Blackmore.

El otro baterista fallecido recientemente es Keith Knudsen, que perteneció desde 1974 a Doobie Brothers, grupo que seguía en activo y con los que dio más de cien conciertos el año pasado y que editó un directo titulado Live at wolf trap.

Fe de erratas. El que tiene boca se equivoca. Llega el momento de admitir fallos garrafales en artículos precedentes. Primero: en el Notas al margen publicado el 4 de Marzo titulado Curso del 65, escribía sobre la gran cosecha de canciones que hubo aquel año. Pues bien, el error llega cuando escribo que uno de los singles que Dylan editó ese año fue The times they are a changing, cuando todo el mundo sabe que esa canción fue editada el año anterior, o sea, en 1964. Me refería, por supuesto, a Mr. Tambourine Man que tampoco es mala. El segundo fallo imperdonable es el que cometí en el artículo de la semana pasada, titulado Padres e hijos, al confundir el nombre de las hijas de Jagger. Atribuí a Jade lo que había hecho Elisabeth. Lo siento. Dos padrenuestros y tres avemarías de penitencia.

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