el viajero apasionado por sergio sebastiani
Tumbas que hablan
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Poco sabríamos de nuestro pasado de no ser por ellas. Las civilizaciones que ocuparon nuestras tierras en la antigüedad fundaron ciudades, construyeron edificios y vivieron tal como nosotros lo hacemos hoy, aunque casi nada queda de aquellas formas de vida. El paso de los siglos se ha encargado de borrar los vestigios, aunque sin saberlo aquellos ciudadanos estaban dejando en sus tumbas un legado material que hoy nos permite confirmar su existencia.
Los rituales de enterramiento y depósito de restos mortales surgían de creencias religiosas, que inconscientemente llevaron a esos pueblos a resguardar –y bien resguardados– elementos que lograron conservarse y perdurar al paso del tiempo. Almuñécar ostenta una rica herencia en este aspecto, y gracias a ella podemos hoy conocer, por ejemplo, que al menos a principios del siglo VIII a.C. la ciudad ya estaba habitada por poblaciones semitas, que sustituyeron a las tribus de la Edad del Bronce.
La necrópolis más antigua que se conoce en Almuñécar data de esa época y se denomina Laurita, y allí se localizaron veinte tumbas. Ubicada en el cerro de San Cristóbal, fue descubierta en 1962, y gracias a los ajuares encontrados se ha podido alcanzar una valiosa perspectiva de las costumbres de estos pueblos fenicio-púnicos. Su nombre se debe a que el primer hallazgo, una urna de alabastro con inscripciones egipcias, fue presenciado por el hijo del arquitecto que construía unas viviendas en la zona, quien se lo comunicó a su madre Laura, y ésta hizo lo propio con los expertos de la Universidad de Granada. Posteriormente, la campaña fue encargada al arqueólogo Manuel Pellicer, aunque las obras continuaron y se perdió gran parte de la documentación de las tumbas encontradas.
La más importante de las necrópolis de Almuñécar es la de Puente de Noy, ubicada en otra colina situada a las afueras de la ciudad, donde hoy se levanta el Instituto Antigua Sexi.
No es casual el nombre del centro educativo, pues alude al nombre que los fenicios dieron a la ciudad durante su ocupación. Su descubrimiento se dio a conocer en 1982, aunque ya desde 1979 fue objeto de varias campañas que se prolongaron tres años, y que se reeditaron en el año 1993.
En las 132 tumbas encontradas se hallaron variados ajuares funerarios que datan de épocas muy diversas, enmarcadas entre los siglos VII a.C. y I d.C. Gracias a ellos se ha podido conocer mucho sobre la evolución de las formas de vida en la colonia fenicia de Ex o Sexi, que ya a finales de este periodo era la ciudad romana de Sexi Firmum Iulium. Aunque se ha tomado constancia de algún caso de incineración en el séptimo siglo antes de nuestra era, entre esta fecha y el III a.C. el rito funerario más habitual era la inhumación del difunto. Las incineraciones crecen a partir de la presencia romana, aunque sigue siendo el enterramiento la costumbre más frecuente.
Los fenicios depositaban los cadáveres ataviados con sus joyas en el fondo de la fosa rectangular excavada en la roca, mientras que en las esquinas disponían el ajuar funerario, integrado por vasijas de la época que han permitido fechar la sepultura. Varios de estos ajuares se exponen en el Museo Arqueológico sexitano, ubicado en la Cueva de Siete Palacios. Las tumbas cuentan con un escalón lateral en sus lados más largos, sobre los que se realizaba el sellado con maderas y barro rojo, mientras que el resto se rellenaba con tierra. En algún que otro caso, estas cubiertas consisten en losas de piedra colocadas horizontalmente o a modo de tejado a dos aguas. Otra necrópolis fenicia se ubica en el promontorio conocido como Cerro Velilla, cuyo periodo de utilización se ha situado entre los siglos VII a.C. y II d.C.
La ciudad fue convertida en municipio de derecho latino en el año 49 a.C. y pertenecía al Conventus Gaditanus de la provincia de Baeticae. Si bien los romanos continuaron utilizando la necrópolis de Puente de Noy, crearon columbarios o panteones familiares, de los que hoy se conservan dos. Uno de ellos es el de la Torre del Monje, situado a dos kilómetros de la ciudad, casi llegando a Torrecuevas.
Se trata de una torre de piedra de seis metros de altura y de planta cuadrangular de tres metros de lado. En su interior cuenta con dos pisos, y en sus paredes se observan claramente los pequeños nichos que albergaban las urnas con las cenizas del difunto. Cada pared cuenta con diez huecos de sepultura. Según se estima, su construcción tuvo lugar a finales del siglo I o principios del II.
De la misma época data el columbario romano de La Albina, situado junto a la vega del Río Verde a la altura del barrio de Taramay. Su estado de conservación es mucho más precario que el de la Torre del Monje, pues sólo una de sus paredes se encuentra en pie casi en su totalidad, y otras dos sólo en parte. Sólo se conservan seis de sus nichos, que a diferencia de sus contemporáneos de Torrecuevas están arqueados en la parte superior. Dado que ambos están alejados del núcleo de población, se que cree que correspondían a santuarios familiares de villas ubicadas en esas zonas. En este periodo de la Almuñécar romana, el rito funerario más frecuente fue la incineración.
Entre los muchos y esplendorosos monumentos que ostenta Almuñécar –de los que se pueden citar el acueducto romano, la factoría de salazones o el castillo árabe–, tal vez los funerarios no sean los más destacados por su valor arquitectónico. Pero gracias a ellos, hoy se sabe mucho más sobre las formas de vida de los antepasados de los almuñequeros, sobre la importancia que tuvo la ciudad en aquellos tiempos y, fundamentalmente, han permitido corroborar lo que ya nos habían esbozado los escritos de la antigüedad.