«Hemos ahogado el murmullo de sus aguas, los rezos de sus fieles, las historias de sus poetas, el amor lujurioso de sus gentes, la sonrisa de sus niños. Hemos quebrado los arabescos de sus monumentos, la voluntad libre de sus hombres, el sentimiento de ser un pueblo feliz. Y ahora, en esta noche de hogueras, hemos quemado su pasado, sus palabras, sus pensamientos. Granada se cubre de humo y olvido».
Así describe la escritora Blanca Álvarez la quema de miles de libros en Plaza de Bib-Rambla, ordenada por el cardenal Cisneros en 1499. Aquel atentado contra la cultura suponía la violación de las Capitulaciones por parte de los reyes Católicos, la rebelión de los moriscos del Albaicín y, una vez derrotados, la primera expulsión de los vencidos.
La quema de libros viene siendo una práctica habitual a lo largo de la historia. Volvió a ocurrir en 1562, durante la conquista de América, cuando Diego de Landa ordenó quemar los libros mayas para borrar la memoria escrita de este pueblo precolombino. Y en 1933, cuando la Alemania de Hitler arrojó a la hoguera los libros de autores marxistas y judíos. Seis años después, la dictadura franquista seguía el ejemplo de los nazis y celebraba la Fiesta del Libro del 39 (Año de la Victoria), quemando los libros republicanos. El diario Arriba justificaba así la quema: «Condenamos al fuego a los libros separatistas, liberales, marxistas, a los de la leyenda negra, anticatólicos, a los del romanticismo enfermizo, a los pesimistas, a los del modernismo extravagante, a los cursis, a los cobardes pseudocientíficos, a los textos malos, a los periódicos chabacanos».
Ya en los años 70, eran los dictadores de Chile, Argentina y Guatemala los que arrojaban a la hoguera la documentación sobre la guerra sucia. Sin olvidar, 20 años después, la guerra de los Balcanes, cuando los serbios incendiaron la célebre Biblioteca de Sarajevo; o el incendio de la Biblioteca de Bagdad, durante la invasión norteamericana de Iraq. Lamentablemente, los atentados contra la cultura no cesan. Acabamos de saber que en la guerra de Malí (África Occidental), los integristas de Ansar Din han incendiado una de las célebres bibliotecas de Tombuctú, destruyendo centenares de documentos históricos de valor incalculable, que hemos perdido para siempre. Afortunadamente, la mayoría de los 3.000 manuscritos que había en el Centro Cultural Ahmed Babá, unos 300 de autores andalusíes, han sido ocultados a tiempo y se han salvado. Y desde Arizona (Estados Unidos), también nos llegan noticias sobre la represión y censura que sufren los libros de las culturas amerindia y chicana en el país que tiene por símbolo la Estatua de la Libertad. Los vencedores no se conforman con la victoria, quieren borrar la memoria de los vencidos.
Han pasado ya 514 años desde que el inquisidor Cisneros redujo a cenizas, en la Plaza de Bib-Rambla, la gran biblioteca de la Madraza. Efectivamente, nuestra ciudad se cubrió entonces de humo y olvido, pero Granada Abierta no quiere olvidar. Por eso, un año más hoy volvemos a reunirnos en Bib-Rambla, en el encuentro poético-musical Arde la Memoria, contra todas las hogueras de la intolerancia. Queremos apagarlas con el Romancero Morisco de Javier Tárraga y con una lectura poética, dirigida por Nadia Hindi. Estudiantes de la Universidad de Granada recitarán poemas en árabe y castellano, como símbolo de hermanamiento y reconciliación entre las dos lenguas. Hemos invitado también al guitarrista Omar Jammoul para solidarizarnos con el pueblo sirio, víctima de una masacre que llaman guerra, pero que es un crimen contra la humanidad.